Authors: Col Buchanan
Maestro y aprendiz yacían olvidados para el mundo, con sus cuerpos recubiertos de una fina y brillante capa de sudor y sangre seca, ajenos al alboroto de una pelea que se desarrollaba en el piso superior y al repiqueteo de las monedas en sus viajes interminables por los conductos de los cuartos adyacentes.
Entrada la noche, el silencio reinaba en las calles que rodeaban el teatro de la ópera. El propio edificio del teatro estaba sumergido en el silencio. Las representaciones de aquella noche habían llegado a su fin y hacía tiempo que los asistentes se habían marchado a casa o habían acudido a otros compromisos.
El carro dio una sacudida al recibir otro cadáver. La cuadrilla de limpieza trabajaba en un silencio sólo roto por algún gruñido esporádico, emitido bajo los pañuelos con que se tapaban la boca, o alguna imprecación suscitada por las evacuaciones nauseabundas de los cadáveres cuando recibían un pisotón. Dos figuras se mantenían aparte: un hombre y una mujer. Él daba caladas a un cigarrillo de hazii y ella permanecía inclinada contra un muro, con la capa ceñida al cuerpo.
—Por fin llega —dijo el hombre.
Otro carro tirado por un zel entró traqueteando en la calle lateral: un cajón macizo de madera con ruedas. El conductor dirigió un chasquido con la lengua al zel intentando hacer el menor ruido posible y tiró de las riendas cuando llegó a la altura de la pareja.
—Te lo has tomado con calma, ¿eh? —le reprochó la mujer, enderezándose.
El conductor se encogió de hombros.
—¿Cuánto hace? —preguntó justo antes de bajar del carro.
—Una hora... como mucho.
El conductor chasqueó la lengua y enfiló a trancos hacia la parte trasera del vehículo. Abrió las puertas y un par de sabuesos enjaulados le clavaron la mirada, meneando con furia la cola.
—Abajo, amorcitos míos. Es hora de que os ganéis la cena.
Abrió la jaula y antes de dejarlos bajar les enganchó unas gruesas correas a los collares. Los sabuesos tiraron con fuerza de él, ansiosos por iniciar la cacería. Bien adiestrados, el único ruido que escapaba de sus bocas era el de los resuellos.
—El rastro de sangre sigue por ahí —le indicó la mujer, con voluntad de ayudar y la mano estirada.
Pero los perros ya habían emprendido la marcha en esa dirección, siguiendo el olor y arrastrando a su amo, que a duras penas conseguía refrenarlos.
—Iremos rápido —les advirtió por encima del hombro, sin esperar a ver si lo seguían.
La pareja de reguladores intercambió una mirada rápida y salió tras ellos.
La pesca con guijarros
En cualquier otra ciudad portuaria del Midéres habrían sonado las alarmas con la llegada de un galeón de guerra sin más bandera visible que la negra de la neutralidad y cargado con una tropa visiblemente equipada para la batalla.
Pero se trataba de Cheem, y allí algo así era tan habitual como ver peces en el mar. Cuando el navío amarró en el muelle y los soldados desembarcaron con una disciplina marcial, un puñado de mendigos —la mayoría antiguos marineros lisiados o con el cuerpo cubierto de quemaduras— se volvió para valorar si valía la pena molestarse en pedirles una limosna y la conclusión inmediata fue que no. Sólo uno de ellos se entretuvo un rato contemplando a los guerreros, un cuarentón cuyo brazo izquierdo acababa en un muñón envuelto en un vendaje de cuero. En otro tiempo también había sido soldado en la legión imperial, y no estaba tan castigado por la edad y las drogas como para no advertir los tatuajes del ejército imperial en las muñecas y los brazos de los hombres que desembarcaban, así como el atuendo de camuflaje que exhibían bajo las capas lisas y sus semblantes presuntuosos.
«Comandos», concluyó el viejo drogadicto, que dio un paso atrás en el rellano de la puerta para fundirse con las sombras. Desde allí observó con detenimiento a un oficial de la tropa recién llegada que se acercaba a un miembro del cuerpo de guardia de la ciudad. Al parecer realizaron unas gestiones y enseguida llegaron más guardias con mulas. Entretanto, a bordo de la nave, los miembros de la tripulación habían descargado unos cofres tan pesados que bien podían contener oro y los ataron a las mulas. Concluida la tarea, el oficial, junto con un puñado de sus hombres y una escolta formada por agentes del cuerpo de guardia local, se adentró con la carga en la ciudad.
El resto de los hombres, alrededor de setenta, recibieron permiso para descansar y se dispersaron por las cercanías bajo el sol de primera hora de la mañana. Si bien de vez en cuando se oía refunfuñar a alguno que era seleccionado para realizar algún cometido y grupos de soldados se dirigían esporádicamente a la ciudad, llevando una bolsa con dinero e instrucciones de conseguir zels, mulas y suministros.
Desde el rellano, el viejo drogadicto, olvidando por un bendito momento el mono, observaba la escena con gesto ceñudo y una curiosa punzada de nostalgia, y se preguntaba quiénes habrían sido los idiotas desgraciados que habían desatado esta vez la ira del Imperio.
Un frío glacial entraba por la ventana abierta de la torre arrastrando el olor a lluvia. Osho se ciñó la gruesa manta alrededor del cuerpo mientras contemplaba el cielo del atardecer y se estremeció.
«Se acerca una tormenta —dijo para sus adentros, llevando la vista más allá de las montañas, hacia los nubarrones que se apiñaban en la distancia—, Y hace tan poco de la última... Este año el invierno se adelanta.»
La idea no le hacía ninguna gracia. Osho no recibía con agrado los inviernos en las cumbres. La humedad permanente del aire le producía artritis y cualquier movimiento le costaba un trabajo tremendo. La simple acción de levantarse todos los días de su cálido lecho se convertía en una batalla que cada año parecía exigirle un esfuerzo mayor. El invierno le recordaba que era un viejo y, en cierta manera, por eso le fastidiaba su llegada.
«La edad me ablanda —pensó—. En otra época no me habrían acosado las dudas como ahora.»
Debajo, Baso atravesó a la carrera el patio con la túnica agitada por el viento. Osho lo siguió con la mirada con la idea de llamar a su viejo amigo, pero de repente arrugó la frente.
No podía ser Baso. Baso estaba muerto.
Forzó la vista y descubrió que se trataba de Kosh, con las orejas enrojecidas y encorvado para protegerse del viento glacial. El roshun desapareció por la puerta de la cocina, sin duda a la caza de un desayuno por adelantado para aplacar su estómago insaciable.
La noticia de la desaparición de Baso había supuesto un duro golpe. A Osho se le había helado el corazón al oír por boca del Vidente, junto al resto de los roshuns congregados, que los hombres que habían enviado a Q'os habían fallecido. Osho se había quedado paralizado y sintió una opresión tal en el pecho que había tenido dificultades para respirar. Por un momento le cruzó por la mente la idea de que estaba sufriendo un ataque al corazón, si bien la terrible sensación pasó rápido. Por primera vez en su vida había sido incapaz de tomar la iniciativa delante de los hombres que estaban bajo su responsabilidad.
Sólo Ash, y luego Baracha, lo habían rescatado de la embarazosa situación recogiendo el testigo de la
vendetta
y permitiéndole regresar a sus aposentos y cerrar con firmeza la puerta a su espalda. Una vez a solas había llorado la pérdida de sus hombres.
Ahora, asomado a la ventana, le asaltó la imagen de un Baso riendo a mandíbula batiente recortado contra un cielo iluminado por un rayo ahorquillado. Osho se sonrió con el recuerdo. Hacía muchos años que no rememoraba esa imagen.
El recuerdo se remontaba al segundo día de huida de su vieja patria tras la derrota definitiva del Ejército Popular en la batalla de Hung. Osho era el único general que había escapado de la trampa letal. Tras una retirada accidentada había alcanzado junto a los restos dispersos de su tropa los buques de la flota que aún se mantenían a flote fondeados en la costa, a treinta laqs. Sin suficientes provisiones y en medio de una desorganización absoluta, habían logrado zarpar con un viento mínimo en las velas, conscientes de que abandonaban para siempre su patria, y de que el exilio era su única esperanza, una esperanza exigua, por lo demás, ya que las escuadras de los tiranos aparecían ante su vista a toda vela.
Incapaces de dejarlas atrás, la flota de Osho se encontró atrapada entre la escabrosa costa que se extendía al oeste, la tempestad que se aproximaba desde mar adentro por el sur y los barcos enemigos cada vez más cercanos y que la superaban en número en una proporción de tres a uno.
En una apuesta a todo o nada, sólo concebible en unos hombres tan al borde de la desesperación como los comandados por Osho, la flota fugitiva puso rumbo a la tempestad.
Baso entonces no era más que un muchacho de apenas dieciséis años, todavía enfundado con orgullo en su armadura abolida y demasiado grande cuando el grueso de los guerreros del derrotado Ejército Popular se habían despojado de ellas por temor a morir ahogados lastrados por su peso. Durante aquellas tétricas horas todo parecía perdido. Con labios trémulos, los sollados musitaban oraciones dedicadas a los ancestros. Envueltos por el fragor de la tempestad caían jarcias y mástiles; las olas barrían las cubiertas y se llevaban a los hombres o volcaban naves. Nadie esperaba salir vivo de aquello. También Osho creía que ya eran hombres muertos; no a manos de sus perseguidores, pero sí víctimas de la ferocidad de la tormenta, si bien había guardado para sí sus temores en el momento de dar la orden de mantener el rumbo hacia el temporal, adoptando un papel de general bravucón por el bien de sus hombres cuando en realidad, en el fondo de su corazón, compartía su congoja.
Sin embargo, al ver a Baso con el rostro desencajado de la risa mientras el barco daba bandazos bajo sus pies y el cielo se resquebrajaba encima, tan vivo en aquel momento demencial y sin ningún temor ni preocupación por el pasado o por el futuro, ni siquiera por el presente... Esa imagen del muchacho le había hecho levantar ligeramente la cabeza y le había insuflado valor cuando más lo necesitaba.
Y ahora Baso ya no estaba, como tampoco muchos otros. Sólo quedaba un puñado de la gente que había estado con Osho desde el principio: Kosh, Shiki, Ch'eng, el Vidente Shin, Ash... Podía contarlos con los dedos de una mano. Ellos eran todo el vínculo que todavía le quedaba con su remota patria. Tenía la impresión de que a medida que morían más vulnerable se volvía, Y el desasosiego se apoderaba de él cuando conjeturaba quién sería el siguiente.
Sabía que sería Ash. Ash sería el siguiente, y la pérdida de su antiguo aprendiz sería la más dolorosa de todas.
Ash seguía en algún lugar allí fuera, en Q'os seguramente, en medio de una
vendetta
... a su edad, ¡por el amor de Dao! Sabía que nunca debía haberlo dejado ir. No a un hombre en su estado. Aun ¿sí, había estado tan sumido en su propio tormento que no se le había pasado por la cabeza intentar disuadirlo hasta que fue tarde. Ash ya había partido y él se había dado cuenta de que su viejo camarada no tenía ninguna posibilidad de regresar vivo; como tampoco la había tenido Baso.
Desconocía el porqué de la intensidad de su presentimiento, pues no había tenido trágicos sueños premonitorios ni había oído augurios desfavorables de boca del Vidente. Simplemente sentía una enorme pesadumbre cuando pensaba en su viejo amigo, como la certeza de que nunca volverían a verse.
Todo lo relacionado con el lamentable asunto de esta vendetta le hacía sentir así. No era capaz de concebir un desenlace sin terribles consecuencias para todos ellos.
Asomado a la ventana abierta, se rodeó el torso con los brazos para protegerse de otra ráfaga de viento. En algún lugar fuera del alcance de su vista, el postigo de otra ventana dio un golpetazo, y otro. Luego el silencio.
«La vejez me ha vuelto melancólico», pensó, pero enseguida dio un chasquido con la lengua reprendiéndose por su estupidez. Sabía que la edad no tenía nada que ver.
Cerró los postigos y dejó fuera la tormenta que se cernía a través de las montañas. Sintió otro escalofrío y regresó a sus libros y a la butaca enguatada junto al fuego acogedor de la chimenea.
Era la última hora de la tarde en Q'os. Como era habitual, la taberna Las Cinco Ciudades estaba a rebosar de los operarios del puerto y de los vendedores callejeros que acababan su jornada, a los que se sumaba la acostumbrada mezcla heterogénea de forasteros que se hospedaban en las pensiones de la zona y que acudían atraídos por los buenos vinos y la comida de la taberna.
En un rincón, bajo la llama susurrante de una lámpara de gas alojada en una hornacina manchada de hollín, cinco individuos charlaban apiñados alrededor de una mesa. Los parroquianos del local apenas les prestaban atención y sólo la joven con el traje de cuero marrón atraía alguna mirada esporádica, pues era una imagen agradable para los cansados ojos de aquellos hombres, que habían estado ganándose el pan con el sudor de sus frentes desde el amanecer y que seguramente tenían que regresar a casa con unas esposas avejentadas por los continuos partos y los pesados quehaceres diarios.
—Eso es imposible —dijo Serése en un susurro, pese a que el bullicio de la taberna no le exigía bajar la voz.
Parecía no percatarse de las miradas que de vez en cuando le dirigían los clientes del bar. Quizá simplemente ya estaba acostumbrada a ese tipo de escrutinios y había aprendido a ignorarlos.
—No creo que haya un lugar en todo el Midéres más fuertemente vigilado de lo que lo está ahora el Templo de los Suspiros. No veo un resquicio por donde podamos entrar —añadió la muchacha.
Baracha cavilaba con la mirada clavada en su vaso de rhulika y enarcó una ceja con incredulidad.
—Te lo aseguro, padre. Si hasta han llenado el foso que rodea La torre con unos peces diminutos ávidos de carne. El cuerpo de guardia de la ciudad ha empezado a arrojar a los delincuentes en sus aguas por pura diversión y atraen multitudes todos los días. Yo misma presencié el espectáculo hace tres días. Los peces se dieron un festín y cuando volvieron a sacar al hombre del agua, le habían dejado los huesos de las piernas pelados. ¿Cómo planeas superar un obstáculo como ése?
Nico, sentado cabizbajo y en silencio junto a su maestro, levantó la vista al escuchar aquello. Nunca había oído nada sobre peces carnívoros.
—Escuchadme —dijo Baracha, todavía escéptico—. Todavía no me he topado en mi vida con un lugar en el que no haya podido entrar con un poco de tiempo e inspiración. Si no podemos cruzar a nado el foso, lo haremos en balsa.