Authors: Col Buchanan
Aléas lo miró con el ceño fruncido.
—¿En serio espera que sean tan estúpidos? —inquirió con voz queda.
—Cuando el pánico nubla la mente, siempre espero que aflore la estupidez —respondió Ash en el mismo tono quedo.
—¿Quién está ahí? —preguntó una voz amortiguada desde el otro lado, como para demostrar la aseveración de Ash.
—¡Soy Toomes! —contestó Ash al punto.
No hubo respuesta. Los roshuns aguardaron unos segundos, pero no ocurrió nada.
Aléas se preguntó cómo iban a buscar ahora a Nico dado el estado en el que se encontraban. Ni siquiera tenían una idea de dónde lo escondían. No había esperanza.
Se oyó un golpetazo al otro lado de la puerta, y luego otro, y la puerta empezó a abrirse.
Ash se apoyó en la espada, se levantó tambaleándose y recibió al anciano sacerdote con una sonrisa de oreja a oreja.
Antes de que el sacerdote tuviera tiempo para reaccionar, Ash se deslizó y, ya en el interior de la cámara, se topó con una mujer con los ojos como platos y que se tapaba la boca con ambas manos.
—Ni se os ocurra intentar algo —les advirtió Ash—, ¡Aléas! —gritó por encima del hombro.
Aléas estaba en ese momento tomando el pulso a su maestro. Le costó encontrarlo, pero ahí estaba... una leve pulsación contra su dedo. Bueno, se dijo, de todas formas de momento no podía hacer nada más por él. Así que siguió al anciano al interior de la cámara.
Los pájaros cantaban encerrados en jaulas de plata. La atmósfera estaba tan cargada del olor de los narcóticos que Aléas se mareó y tuvo que contener el impulso de romper a reír tontamente. En comparación con la penumbra que dejaban atrás, la cámara estaba inundada de luz gracias a los ventanales que hacían las veces de paredes. Allí arriba, por encima de la niebla, el cielo azul resplandecía y el sol brillaba con tanta intensidad que no se podía mirar directamente.
—¡Kirkus! —espetó Ash.
El anciano sacerdote agachó la cabeza. La muchacha, una criada, lanzó un vistazo fugaz hacia la planta superior.
Ash y Aléas pasaron junto a un fuego crepitante que ardía en el centro de la cámara y ascendieron rápidamente por la escalera de madera, que conducía a unas estancias separadas por delgados paneles. Las cuatro habitaciones que componían el piso superior estaban vacías.
Ash se detuvo un instante, levantó la nariz y olfateó el aire. Giró sobre los talones y regresó a la última habitación que habían inspeccionado. Se agachó junto a una cama enorme y alargó el brazo para palpar a tientas debajo de ella. Entonces empezó a tirar hasta que emergió una pierna, seguida de unas nalgas desnudas y finalmente un torso.
Se trataba de un sacerdote joven con el labio inferior adornado con púas incrustadas.
—¡Kirkus! —declaró Ash en tono triunfal, dirigiéndose al muchacho, que estaba aterrorizado y cuyos ojos tenían un aspecto vidrioso por el efecto de las drogas.
El joven levantó las manos como un niño que quisiera protegerse los ojos de la repentina luz matinal.
—¿Dónde está Nico? —le interrogó Ash.
Kirkus parpadeó repetidamente, intentando ver con nitidez el rostro del roshun. Ash soltó un gruñido que lo hizo temblar.
—¡No está aquí!—respondió Kirkus jadeando, acompañando sus palabras con un gesto infantil con el brazo—, ¡Se lo han llevado al Shay Madi!
Decía la verdad. Aléas lo veía en sus ojos.
Los roshuns dejaron caer la cabeza al oír la respuesta de Kirkus, una reacción que pareció insuflar fuerzas al joven sacerdote, que bajó los brazos y se apoyó en las palmas de las manos para impulsarse y ponerse en pie.
—Llegáis tarde. Vuestro amigo está acabado. Y vosotros también lo estaréis como me hagáis daño.
—Acabe con él —dijo Aléas con frialdad—. Quizá todavía estemos a tiempo de salvar a Nico.
Ash se movió ligeramente y apretó la espada contra la garganta pálida de Kirkus.
—¡Espera!—chilló el joven sacerdote—. Lo hacéis por dinero, ¿verdad? ¡Bueno, pues yo tengo dinero, mucho dinero, más del que podríais gastar en toda vuestra vida!
—Entonces, ¿para qué nos serviría? —replicó Ash, y con un movimiento casi delicado hundió la punta de su acero en la garganta de Kirkus.
El muchacho lo miró con los ojos desorbitados y con la lengua fuera, y se llevó una mano a la garganta como tratando de arreglar el estropicio. Un líquido carmesí se deslizó de repente entre sus dedos y la sangre siguió manando hasta ahogar lentamente a Kirkus.
Ash y Aléas se quedaron contemplando al hijo de la matriarca hasta que exhaló su último suspiro.
Cuando regresaron junto a Baracha, éste ya había vuelto en sí y estaba intentando levantarse. Aléas se maravilló de la capacidad de recuperación de su maestro.
—¿Ya está? —preguntó el imponente roshun mientras Aléas lo ayudaba a ponerse en pie.
El aprendiz asintió con la cabeza.
—¿Os ha dicho dónde está el chaval?
—En el Shay Madi —respondió Aléas con gravedad.
—Quizá nos haya mentido —sugirió Baracha, más dirigiéndose a Ash que a su discípulo.
Pero Ash ya descendía por la escalinata e ignoró el comentario. Para regresar abajo utilizaron el ascensor.
Un día de celebración
Bahn advirtió agradecido el aroma a incienso que flotaba en la penumbrosa atmósfera del templo interior. Permanecía de pie bajo el alto techo abovedado y sin vidrieras del edificio, en un silencio impregnado de los tenues murmullos de los monjes daoístas enfrascados en la liturgia. Se tambaleaba ligeramente embutido en la armadura que no se había quitado en las últimas doce horas y que ya empezaba a pesarle, como si llevara un hombre cargado sobre los hombros, con las piezas rígidas y curvas cubiertas por una fina capa grisácea de polvo surcada de sudor. Sentía picores en las zonas en que la parte interior de cuero de la armadura estaba en contacto con su piel, pegajosa por el sudor. Era consciente del hedor que despedía y que debía soportar la gente que lo rodeaba, pero casi que también lo agradecía, pues ayudaba a enmascarar el olor a sexo que todavía pudiera emanar de su cuerpo.
Su esposa parecía contenta por el simple hecho de que se encontrara allí, pese a que la ceremonia del bautizo de su hija había tenido que comenzar sin su presencia. Marlee sabía valorar las ocasiones que Bahn aprovechaba para regresar a casa desde el Escudo, y no en menor medida porque su vuelta implicara una tregua en la lucha.
Parte de la muralla de Kharnost se había derrumbado durante la semana anterior, lo que había desencadenado otra oleada de ofensivas de la infantería manniana para intentar beneficiarse del repentino debilitamiento de las defensas de la ciudad. Por su parte, los khosianos se habían afanado en contener a las tropas invasoras el tiempo necesario para reparar apresuradamente las brechas como habían podido. Bahn no había participado directamente en la batalla en toda la semana que había durado la defensa de la muralla; simplemente había asistido en calidad de asesor del general Creed, con el cometido de observar y mantenerse alejado de la lucha. Cuando los mannianos habían lanzado un nuevo ataque la noche anterior, Bahn no se había separado del alto mando posicionado en la segunda muralla, desde donde había contemplado a través del extenso manto de oscuridad cómo la refriega se acercaba y se alejaba de las inmediaciones de la última brecha y se desarrollaba en el parapeto exterior. Apenas vislumbraba la lucha, que tenía lugar a la luz de las hogueras y del fugaz resplandor de las bengalas que se abatían desde el cielo. La imagen le recordó un sueño que había tenido una vez en el que aparecían hombres deformes envueltos en llamas que caían de las estrellas dando volteretas en el aire.
Bahn no había hecho nada en toda la noche salvo observar en silencio y despachar con regularidad a los mensajeros con informes sobre el desarrollo de la batalla para el Ministerio de la Guerra. De vez en cuando daba su opinión en respuesta a un comentario de alguno de los miembros del alto mando o esbozaba una sonrisa cuando alguien intentaba rebajar la tensión con un chiste de humor negro. Aun así, se trataba del sexto ataque en otras tantas noches, y Bahn estaba exhausto. Al despuntar el alba por encima de las murallas que protegían el flanco oriental del istmo de Lans, a la izquierda de los khosianos, el enemigo se había retirado acarreando los cuerpos de sus heridos y, como una bendición, por fin cesaron las hostilidades.
Un paisaje totalmente nuevo se desplegó entonces sobre el campo de batalla; en esta ocasión desordenado y caótico, salpicado por puntitos en movimiento, aunque en un movimiento irregular y sin vigor que no seguía una dirección general. Bahn observó a sus compatriotas, que regresaban tambaleantes, como borrachos —era probable que la mayoría lo estuvieran—, o se desplomaban sobre las rodillas en el barro o en las rocas resbaladizas cubiertas de sangre del parapeto. Algunos clamaban al cielo del amanecer, otros llamaban a sus compañeros o reían, simplemente reían. Una vez extinguido el fragor de la batalla, Bahn se sintió como si de pronto cesara una ráfaga de viento que hubiera estado azotándole el cuerpo durante todas esas largas horas de oscuridad y vigilia. Escuchó las gaviotas que chillaban en la distancia, quejándose de su permanente apetito. Se volvió a los rostros demacrados de los miembros del alto mando y correspondió sus miradas vacías con la suya.
Helado por fuera y entumecido por dentro, Bahn había ascendido el Monte de la Verdad con el informe para el general Creed. Encontró a su superior despierto y con cara de haber pasado la noche en vela en sus aposentos, todavía con las cortinas corridas y la luz de las lámparas de gas oscilando en los rincones. El parte de bajas que le presentó sumaba sesenta y un soldados; todavía había algunos desaparecidos y el número de heridos era enorme. Ya se habían reemprendido las labores de reconstrucción de la muralla, aunque todavía estaba por ver si podían sellar la brecha de una manera permanente.
«De acuerdo», le había respondido la voz fatigada de Creed, sentado de espaldas a Bahn en su envolvente sillón de piel.
Bahn sabía que se le hacía tarde, de modo que sólo permaneció en el ministerio el tiempo imprescindible para lavarse la cara y las manos cubiertas de mugre. También había suplicado en la cocina un mendrugo de pan y queso y se los había ido comiendo durante su apresurado descenso de la colina en dirección al barrio de los Barberos. Las calles bullían de actividad a la luz del amanecer; un ánimo casi festivo palpitaba en el ambiente, como era costumbre que ocurriera tras un ataque como el sufrido la noche anterior.
El templo que frecuentaba su familia —por la rama de Bahn— se encontraba en ese barrio, donde él había nacido y se había criado. Pasada la noche, las prostitutas seguían en la calle Quince, con la esperanza de hacer negocios con los soldados que seguían llegando de las murallas, a quienes el alivio por seguir vivos y el derramamiento de sangre habían disparado la libido.
Según pasaba por delante de las meretrices, algunas —las más viejas, que lo conocían desde que era un niño— lo llamaban por su nombre. El las saludaba sin detenerse, inclinando ligeramente la cabeza y con una sonrisa tensa. En la esquina de la Quince con Abbot distinguió a una muchacha en particular y se le hizo un nudo en el estómago. Ella arqueó la espalda para realzar su discreto busto, lo observó con sus ojos de gruesas pestañas y también lo reconoció; y en su caso no era porque lo tuviera visto de toda la vida, sino porque se habían conocido sólo unos días atrás.
«Es tan joven», dijo Bahn para sus adentros, con un sentimiento rayano en la desesperación. Se había prometido que sería la primera y última vez, que no lo repetiría.
Bahn siguió caminando con paso brioso, con la intención de pasar de largo junto a la muchacha, y sólo se volvió para saludarla con un gesto de cabeza, pero justo entonces los labios de la joven se abrieron para hablar y Bahn no pudo evitar reparar en el pálido tono rojizo que los coloreaba. Se detuvo.
Si uno se fijaba en su rostro, podía advertir el enrojecimiento de la piel, irritada alrededor de sus orificios nasales debido a la inhalación de escoria y sus ojos hundidos de drogadicta. Parecía más delgada que la última vez.
—¿Cómo te va? —se interesó Bahn. Las palabras conservaban el tono afable pese a que su voz sonó tensa a causa de que el corazón le aporreaba el pecho.
—Bien —respondió la joven. Su mirada famélica se fundió con la de Bahn y despertó en el interior de él un apetito aletargado.
Los ojos de Bahn erraron por los hombros pálidos y la piel tersa del pecho de la joven bajo el minivestido. Por un momento, se imaginó saboreando esos pequeños senos.
Bahn se la llevó a un callejón detrás de los edificios de la calle lateral; de repente perdió la noción del tiempo, que se fragmentó en una serie de imágenes tan vibrantes y desconectadas entre sí como las que conservaba de la batalla. Lo consumía la necesidad acuciante de volcar en el interior de la muchacha su arrebato lujurioso junto con una incipiente sensación de repugnancia hacia sí mismo —que sin duda aumentaría después—. Lo empujaba todo lo que había visto y oído y los olores que lo habían envuelto durante toda la atroz y maldita noche anterior y las precedentes; y también el sentimiento de culpa —de vergüenza incluso— por el papel que desempeñaba él en la guerra, por su instinto de supervivencia, que se le hacía evidente cuando miraba a los hombres —a sus camaradas— un día tras otro, y ellos iban muriendo y él no hacía nada más que observar.
Se había liberado de todo eso en esos preciados momentos de dispersión, y después, vencido por un agotamiento vacuo, había apretado la bolsa que contenía todo el dinero que llevaba encima en la mano abierta de la muchacha. Bahn quiso decirle algo más y ella le regaló una sonrisa fugaz, conocedora del mecanismo que rige a los hombres. Por un instante, Bahn había vuelto a sentirse un jovenzuelo.
Ahora, en el templo interior, mientras los monjes continuaban salmodiando sus plegarias y todavía con el recuerdo fresco del cuerpo de la chica apretado contra el suyo, Bahn se dio cuenta de que había empezado a temblar. Quizá su cuerpo revivía los estremecimientos experimentados la noche anterior, o tal vez se debiera a una reacción a acontecimientos más recientes. Estaba temblando acuciado por una sensación parecida al pánico, envuelto por el aire cargado del templo junto a su esposa, su hijo y el resto de los miembros de la familia que asistían a la ceremonia en la que se concedería un nombre a su hija. «Gran Necio misericordioso, ¿en qué estaba pensando?»