Authors: Col Buchanan
—Esa misma pregunta me hago yo últimamente.
—Lo dices como si te arrepintieras.
Nico se levantó y se acercó a la fuente, haciendo como que examinaba concienzudamente las líneas de la miniatura, aunque en realidad no les prestaba atención.
—No era mi intención ser indiscreta —se disculpó Serése a su espalda, intuyendo algo en la reacción de Nico—, He debido fumar demasiada hierba. —Vaciló unos instantes, intentando encontrar una excusa mejor—. Tienes algo especial, Nico. Algo que invita a hablar.
La fuente parecía verdaderamente una charca de las montañas, y Nico casi esperaba ver una trucha en miniatura deslizándose por el agua.
—De todas formas tienes razón. Me arrepiento de algunas decisiones. Desde anoche no dejo de repetirme que nunca debí haberme ido de Bar-Khos. Ahora me doy cuenta de que todo esto —paseó la mirada a su alrededor sin fijarse en nada en particular—, que esto no es una forma de vida. Un asesino en ciernes... ¿Sabes? En el monasterio estaba tan preocupado por hacerlo bien que no era consciente de para qué estaba preparándome. Sin embargo, hoy lo tengo justo delante de los ojos.
Serése se acercó a él y Nico vio el reflejo de la muchacha en el agua. El joven aprendiz se pasó la mano por el rostro y resopló tapándose la boca con ella.
—Quizá me sienta mejor cuando deje esta ciudad —añadió, mirando a la muchacha y esforzándose por quitar gravedad al tono de su voz—, Dime, ¿tú te quedarás en Q'os cuando todo esto termine?
—No. Por seguridad tendré que marcharme.
—¿Y adonde irás?
—Con el dinero que tengo ahorrado pensaba... pensaba viajar un poco y volver a visitar Mercia antes de que pierda su independencia. Hace años que me marché de las islas y he oído que no son peligrosas para una mujer que viaja sola. —Había una sonrisa implícita en su voz—. Procuraré relajarme y tomarme la vida según venga, cargada únicamente con las cosas que me quepan en la mochila. Sola y sin preocupaciones. Ahora mismo me parece un plan perfecto.
—Y a mí —convino Nico, en un tono nostálgico del que él mismo se sorprendió. Sí, sonaba maravilloso: echarse una mochila a la espalda y recorrer las islas de los Puertos Libres.
Por un momento se recreó en la fantasía de emprender aquella aventura acompañado de una muchacha como Serése, disfrutando de cada nuevo día libres de miedos y amenazas. Su rostro se iluminó con el fuego interior que había prendido esa idea, por imposible que fuera.
—¡Entonces vente conmigo!—sugirió Serése, con una sonrisa en los labios—. Seríamos buenos compañeros de viaje. —Y añadió, todavía en un tono jocoso—: Pondría la mano en el fuego.
—Pero si apenas nos conocemos.
—Pero nos llevamos bien, ¿no? Esas cosas se perciben nada más conocer a alguien.
—Por favor, basta.
—¡Ah! ¿No te gusta cómo suena la idea? —Hizo un mohín.
—Ahora mismo daría lo que fuera por poder hacer algo así.
La sonrisa se esfumó de los ojos de Serése. Nico sintió el tacto de la mano de la joven en su brazo.
—Entonces, ¿qué te ata a este lugar? Eres un aprendiz, no un esclavo.
—Estoy en deuda con el maestro Ash. Tenemos un... un trato, y no lo romperé.
—¿Crees que no te dejaría marchar si descubriera qué deseas en realidad?
—No sé lo que haría —respondió Nico—, Como mínimo se sentiría traicionado.
—Nico... —suspiró Serése—, Ash es un buen hombre, estás subestimándolo. Me he fijado en él cuando estáis juntos. Se preocupa por ti.
Nico se puso rígido y soltó el brazo de la mano de la muchacha.
—Tengo mis dudas. Me soporta, sí, pero me evita siempre que puede.
—Me extraña que un tipo de tu astucia lo haya pasado por alto —repuso Serése casi en un susurro.
Él no entendió a qué se refería.
—El maestro Ash es un hombre reservado. Guarda las distancias incluso con las personas que conoce desde hace más tiempo. Ha sufrido mucho a lo largo de su vida, Nico. Como todos los extranjeros procedentes de tierras remotas. Estoy segura, aunque él lo negaría, de que no soportaría otra pérdida.
Nico permaneció en silencio. El murmullo del agua al correr invadía el pequeño jardín. La temperatura había descendido notablemente desde que estaban allí y Nico había empezado a temblar. La humedad impregnaba la atmósfera y veía las nubes de vaho que formaba su aliento delante de él.
—Empieza a hacer frío.
—Está cayendo la niebla —repuso Serése.
—¿Niebla? ¿Ahora? El clima en esta ciudad es un poco extraño.
Llega desde las montañas del interior del continente. Será mejor que regresemos si no queremos morir congelados. Nico paseó sin prisa la mirada por el jardín una última vez antes de darle la espalda. Se le dibujó una sonrisa en los labios.
—El maestro Ash tiene una historia a propósito de morir por congelamiento. Te la contaré durante el camino de vuelta.
La habitación recibió con indiferencia a Nico a su vuelta a la pensión. Había gastado la última moneda que llevaba encima en abrir la puerta, así que en medio de la oscuridad buscó a tientas algún cuarto de maravilla que todavía pudiera quedar en el fondo de la pila del lavabo. Por suerte encontró uno y lo utilizó para encender la lámpara de gas. Fue a sentarse en el catre, se envolvió con la delgada manta y se puso a pensar en esas últimas horas mientras su cuerpo entraba poco a poco en calor.
Ash regresó por la noche y parecía aún más fatigado que horas antes. Chocó contra la pila del lavabo como si no la hubiera visto.
«Otra vez el dolor de cabeza», barruntó Nico.
El anciano roshun le saludó con un simple gruñido mientras se tumbaba sobre la cama inferior de la litera. Nico se preguntó lo que habría estado haciendo su maestro durante todo el día y se planteó soltarle la pregunta a bocajarro; sin embargo, lo más probable era que Ash lo mandara callar. Además, tenía otras cuestiones más acuciantes que le exigían una respuesta.
—La noche es fría —observó el anciano al cabo.
—Gélida.
—¿Has cenado?
Nico cayó en la cuenta de que no había comido nada en horas.
—No, pero no tengo hambre. Este lugar me quita el apetito.
Ash se levantó penosamente de la cama, revolvió en el interior de su mochila y sacó una torta de avena envuelta en papel.
—Maestro Ash... —empezó Nico, y esperó a que el anciano se volviera a él.
Ash le tendió la torta.
—Come —le ordenó. Pero Nico la rechazó con un gesto de la cabeza.
—Maestro Ash, quería hablarle de una cosa.
—Pues habla.
Nico aspiró hondo, haciendo acopio de todo su valor.
—Verá, he estado dándole vueltas en la cabeza... y no estoy seguro de estar hecho para esto. Me refiero a lo de ser un roshun.
A Ash le bizquearon los ojos, como si tuviera problemas para ver con nitidez. Rompió el envoltorio de la torta y le dio un bocado sin apartar la mirada de Nico.
—No sé si doy la talla —las palabras salían como un torrente de la boca de Nico—. Este trabajo... es peor de lo que esperaba. Y anoche... —meneó la cabeza—. Ser soldado y luchar para defender mi patria es una cosa, pero esto otro no me convence.
—Nico —le interrumpió su anciano maestro, con las mejillas salpicadas de migas de la torta—, si quieres dejar de ser mi aprendiz, simplemente dímelo y ahora mismo me pongo a arreglar las cosas para que puedas volver a casa.
Nico se enderezó de un respingo.
—Pero ¿qué hay de nuestro trato?
—Lo has llevado de la mejor manera que has podido. Has trabajado duro y te has enfrentado al peligro. Sólo dime las palabras precisas e iremos al muelle ahora mismo y te encontraré un camarote en un barco. Puedes pasar la noche a bordo y por la mañana el buque zarpará y te llevará lejos. No te guardaré rencor. Yo mismo haría lo mismo si pudiera.
Nico se dio cuenta de que Serése tenía razón: Ash era un buen hombre.
El anciano envolvió el resto de la torta y se dio la vuelta para guardarla de nuevo con manos torpes en la mochila.
—Entonces, ¿quieres irte? —preguntó en un tono como distraído, todavía de espaldas a Nico.
Nico contempló la figura del extranjero de tierras remotas desde lo alto de la litera. Esa noche el anciano parecía derrotado por la fatiga. La postura de su cuerpo, ligeramente encorvado sobre la mochila, inmóvil... Parecía que ni siquiera respiraba mientras esperaba la respuesta.
La pregunta de Ash había quedado flotando en el aire y parecía crecer como un globo que se interponía entre ambos y los alejaba; en ese momento eran unos completos extraños separados por sus caminos divergentes.
«Estás muriéndote», la idea brotó espontáneamente en la cabeza de Nico. Parpadeó sin dejar de mirar a su maestro mientras le daba vueltas en la cabeza a los dolores de cabeza del anciano, a la ingesta continua de hojas de stevia y a su necesidad apremiante de tomar a su cargo un aprendiz. Ash estaba enfermo y sabía que su estado ya sólo empeoraría. De repente, Nico se sintió sobrepasado por los acontecimientos. «Si me marcho ahora y dejo a este anciano solo en este horrible lugar, no pasará un solo día de mi vida que no me lo reproche.»
—No, maestro —se oyó responder Nico—, Es sólo que esta ciudad está acabando conmigo.
Ash permaneció por unos momentos de espaldas a Nico y sus hombros se alzaron al aspirar una bocanada de aire fresco.
Cuando se volvió, la distancia que los separaba había desaparecido y de nuevo retornaron a sus familiares papeles de maestro y discípulo.
—Deberías dormir un poco —sugirió Ash—. Mañana será un día largo. Si quieres, podemos retomar la conversación por la mañana.
Nico se tumbó con la cabeza apoyada en un brazo. Ash adoptó su habitual postura de meditación en el suelo y realizó sus ejercicios de respiración en silencio, con los ojos fijos en un punto de la puerta.
Nico contempló el techo, del que lo separaba poco más de medio metro, y examinó las grietas que recorrían el yeso, la luz cálida y titilante y las manchas oscuras de humedad. Oía el repiqueteo de las monedas que caían de vez en cuando desde las plantas superiores por los conductos de recogida que recorrían las paredes y que debían de desembocar en una cámara de seguridad instalada en el sótano de la pensión.
Se preguntó cuánto tiempo le quedaría a su maestro. Debía padecer algún tipo de enfermedad terminal. Había resuelto permanecer a su lado pese a las dudas que lo acuciaban, pese a que era consciente de que era una decisión en la que los sentimientos de lealtad y compasión sustituían el deseo sincero de quedarse.
Enseguida cayó dormido y soñó que enterraba a su maestro junto a
Boon
. Serése estaba allí con él y pronunció unas palabras junto a la tumba. Nico no habló, sino que depositó la espada de su maestro sobre la tierra allanada. Cuando Serése y él se dieron la vuelta y se alejaron de la tumba, sentía una mezcla de tristeza y alivio. Era como si a cada paso que se distanciaba de donde yacía su maestro el nudo que tenía en el estómago se aflojara.
Serése y él llevaban mochilas a la espalda. Por un tiempo que le pareció una eternidad, Nico soñó que viajaban juntos, despreocupados y enamorados.
Atrapados
En Cheem el sol desaparecía rápidamente tras las montañas. A última hora de la tarde, las sombras que proyectaban las cumbres se fundían para componer una avanzadilla lúgubre del crepúsculo.
La columna de comandos montó el campamento junto a un arroyo de aguas cristalinas. Habían marchado durante buena parte del día, sobre todo a pie, pues habían dejado los zels junto con un puñado de hombres en las estribaciones de la costa. Las mulas que habían comprado en Puerto Cheem con dinero imperial eran unos animales más adecuados para moverse por las montañas que los purasangres que habían dejado atrás, y ellas acarreaban los elementos más pesados del equipo. Ahora los hombres las descargaban. Gran parte de la carga correspondía a las provisiones y a pequeñas piezas de artillería que llevaban con disimulo. Cuando era necesario transmitir órdenes, los oficiales —que sólo se distinguían del resto de la tropa por la insignia tatuada en las sienes— se limitaban a hacer gestos con las manos sin pronunciar una palabra.
Los
purdahs
fueron llegando uno a uno hasta que estuvieron todos de vuelta. Los
purdahs
constituían el cuerpo de exploradores de élite del ejército imperial y recibían su nombre por sus capas con capucha, con profusión de colores y cubiertas de manojos de hierba y follaje. Cada uno iba acompañado por un enorme perro lobo adiestrado desde cría para ese cometido. Los
purdahs
informaron de que los alrededores estaban despejados.
Aun así se emplazó un cordón doble de centinelas en torno al campamento, y hacían guardia ocultos en sus escondrijos improvisados. No se encendieron hogueras. Las tiendas de los hombres consistían en unas meras sábanas de lona moteada sostenidas por palos, de las dimensiones imprescindibles para que un soldado accediera a su interior a gatas y no se mojara en el caso de que lloviera.
Los comandos trabajaban con soltura y sin apenas supervisión de sus superiores. El coronel los contempló unos instantes desde el centro del campamento, mascando una bola de hojas de grindelia. Luego soltó un gruñido de satisfacción y dejó que sus soldados continuaran con su tarea mientras él enfilaba hacia el borde del campamento, en dirección a la figura arrodillada del diplomático.
—¿De modo que es esto? —inquirió con su voz áspera, arrodillándose junto al arbusto con bayas que el joven estaba examinando detenidamente.
Ché no desvió un ápice su mirada intensa del arbusto. Iba ataviado únicamente con un coselete de cuero y una pesada capa de lana cenicienta.
—En efecto —respondió, ciñéndose la capa alrededor del cuerpo.
El coronel Cassus se acercó una baya al rostro sin arrancarla de la rama.
—Es increíble. Parecen calaveras pintadas —comentó el oficial respecto a las manchitas blancas en la superficie del fruto—. Yo no quisiera me atrevería a meterme esto en la boca.
—No me lo como. Tengo que prepararlo correctamente y aplicarme el jugo en la frente.
El coronel sostuvo la baya entre los dedos durante unos segundos y luego la soltó. El arbusto se agitó. Cassus se levantó y contempló al hombre agachado a su lado. Ché no levantó la mirada.
—¿Cuándo lo harás?
Un gesto apenas perceptible torció fugazmente el rostro del joven, que recuperó su expresión previa antes de que Cassus tuviera tiempo para interpretarlo. El oficial se preguntó de nuevo qué sería lo que inquietaba tanto al diplomático. Le gustaba considerarse un hombre perspicaz y sabía que a su guía le atormentaba algo; lo atenazaba una inquietud que no hacía más que crecer según se acercaban a su objetivo. «Preferiría no estar aquí haciendo esto», solía pensar Cassus.