El fantasma de la ópera (14 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

BOOK: El fantasma de la ópera
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—¡Sí, sí! —asintió Raoul débilmente—. ¡Es lo más natural!

—Además, creía que Christine le había hablado de todo esto cuando se encontró con usted en Perros, adonde había ido con su «genio bienhechor».

—¡Ah!, ¿conque había ido a Perros con el «genio bienhechor»?

—Quiero decir que él había concertado con ella una cita en el cementerio de Perros, sobre la tumba del señor Daaé. Le había prometido tocarle la Resurrección de Lázaro en el violín de su padre.

Raoul de Chagny se levantó y pronunció estas palabras decisivas con gran autoridad:

—Señora, ¡va a decirme ahora mismo dónde vive ese genio!

La buena mujer no pareció sorprenderse en lo más mínimo de esta pregunta indiscreta. Alzó los ojos y contestó:

—¡En el cielo!

Semejante candor lo confundió. La simple y completa fe en un genio que bajaba del cielo todas las noches para frecuentar los camerinos de las artistas en la Opera, lo dejó perplejo.

Se daba cuenta ahora del estado en el que podía encontrarse una joven educada por un músico de pueblo supersticioso y una buena mujer «iluminada», y gimió al pensar en todo aquello.

—¿Christine sigue siendo una mujer honesta? —preguntó de pronto, sin poder impedir que brotara de su boca.

—¡Puedo jurarlo por la gloria de mí alma!… —exclamó la vieja que, esta vez, pareció ofenderse—, y si duda de ello, señor, no sé qué ha venido a hacer aquí.

Raoul manoseaba nerviosamente sus guantes.

—¿Cuánto hace que conoce a ese «genio»?

—¡Hace unos tres meses!… Sí, hace ya tres meses que empezó a darle lecciones.

El vizconde extendió los brazos con gesto amplio y desesperado, y luego los dejó caer con abatimiento.

—¿El genio le da lecciones? ¿Dónde?

—Ahora que se ha marchado con él, no sabría decírselo, pero hace quince días era en el camerino de Christine. Aquí sería imposible. Es un piso demasiado pequeño. La casa entera les oiría. Mientras que en la ópera, a las ocho de la mañana, no hay nadie. ¡No molestan! ¿Comprende?…

—Comprendo, comprendo —exclamó el vizconde, abandonando tan de improviso a la anciana, que ésta se preguntó a sí misma si el vizconde no estaría un poco chiflado.

Al atravesar el salón, Raoul se encontró frente a la doncella y, por un instante, tuvo la intención de interrogarla, pero creyó sorprender una ligera sonrisa en sus labios. Pensó que se burlaba de él. Huyó. ¿Acaso no sabía ya suficiente?… Había querido informarse. ¿Qué más podía desear?… Alcanzó el domicilio de su hermano a pie, en un estado lamentable…

Hubiera querido castigarse, golpearse la frente contra las paredes. ¡Haber creído en tanta inocencia, en tanta pureza! ¡Haber intentado, por un momento, explicarlo todo con ingenuidad, con sencillez de espíritu, con inmaculado candor! ¡El genio de la música! ¡Ahora ya lo conocía! ¡Lo veía! ¡Debía tratarse, sin duda alguna, de algún tenorcillo buen mozo que cantaba con sentimiento! ¡Ah, qué miserable, pequeño, insignificante y necio joven es el vizconde de Chagny!, pensaba enfurecido Raoul. Y ella, ¡qué criatura tan audaz y satánicamente astuta!

De todas formas, esta carrera por las calles le había hecho bien, refrescado un poco las ideas alocadas que le rondaban por la cabeza. Cuando entró en su habitación, pensaba tan sólo en tumbarse en la cama para ahogar sus sollozos. Pero su hermano estaba allí y Raoul se dejó en sus brazos como un bebé. Paternalmente, el conde lo consoló sin pedirle explicaciones. Por otra parte, Raoul hubiera dudado en contarle la historia del genio de la música. Si hay cosas de las que uno no se vanagloria, hay otras en las que se sufre demasiada humillación al ser compadecido.

El conde llevó a su hermano a cenar a un cabaret. Sumido en un estado tal de desesperación, es probable que Raoul hubiera declinado toda invitación, si el conde, para decidirle, no le hubiera informado que la noche anterior, en el camino del Bois
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, la dama de su pensamiento había sido vista en galante compañía. En un principio, el vizconde se negó a creerlo, pero luego los detalles fueron tan concretos que ya no protestó. A fin de cuentas, ¿no se trataba de la aventura más trivial del mundo? Se la había visto en un cupé con los cristales bajados. Ella parecía aspirar profundamente el aire helado de la noche. Había un maravilloso claro de luna. La habían reconocido perfectamente. En cuanto a su acompañante, tan sólo habían distinguido una vaga silueta en la sombra. El carruaje iba al paso por un camino desierto detrás de las tribunas de Longchamp
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.

Raoul se vistió con frenesí, dispuesto ya, para olvidar su tristeza, a lanzarse, como vulgarmente se dice, en los «torbellinos del placer». Pero, ¡ay!, fue más bien un triste comensal y, tras dejar en cuanto pudo al conde, se encontró hacia las diez de la noche en un coche de alquiler detrás de las tribunas de Longchamp.

Hacía un frío de perros. La carretera parecía desierta y muy iluminada bajo la luna. Dio al cochero la orden de esperarle pacientemente en un rincón de una pequeña avenida adyacente y lo más disimuladamente posible comenzó a caminar.

No hacía aún media hora que estaba dedicándose a este sano ejercicio, cuando un carruaje, que venía de París, giró al final de la carretera y, tranquilamente, al paso de su caballo se dirigió hacia donde Raoul estaba.

Pensó inmediatamente: ¡es ella! Y su corazón comenzó a latir con golpes sordos, como los que ya había en su pecho cuando oyó la voz de hombre detrás de la puerta del camerino… ¡Dios mío, cuánto la amaba!

El carruaje seguía avanzando. Él permanecía inmóvil. ¡Esperaba!… ¡Si se trataba de ella, estaba decidido a saltar a la cabeza de los caballos! Costara lo que costara, quería tener una conversación con el Ángel de la música…

Algunos pasos más y el cupé iba a pasar frente a él. No dudaba en absoluto de que fuera ella… Una mujer, en efecto, asomaba su cabeza por la ventanilla.

Y, de repente, la luna la iluminó con una pálida aureola.

—¡Christine!

El sagrado nombre de su amor le brotó de los labios y del corazón. ¡No pudo retenerlo!… Dio un salto para retenerlo, ya que aquel nombre, arrojado a la cara de la noche había sido como la señal esperada de una embestida furiosa del carruaje, que pasó ante él sin que tuviera para poner en ejecución su proyecto. El cristal de la puerta había vuelto a cerrarse. La silueta de la joven había desaparecido. Y el cupé, tras el que corría, no era ya más que un punto negro sobre la carretera blanca.

Siguió llamándola: Christine: ¡Christine!… Nadie le contestó. Se detuvo en medio del silencio.

Lanzó una mirada desesperada al cielo, a las estrellas; golpeó con el puño su pecho inflamado. ¡La amaba y no era correspondido!

Con la vista nublada observó aquella carretera desolada y fría, la noche pálida y muerta. No había nada más frío, nada más muerto que su corazón. ¡Había amado a un ángel y despreciaba a una mujer!

¡Cómo se ha reído de ti, Raoul, la pequeña hada del Norte! ¿No ves que resulta inútil tener una mejilla tan fresca, una frente tan tímida y dispuesta siempre a cubrirse de un velo rosa de pudor, si luego se pasea en la noche solitaria, en el interior de un cupé de lujo, en compañía de un misterioso amante? ¿No tendrían que haber límites sagrados para la hipocresía y la mentira? ¿Acaso deben tenerse los ojos claros de la infancia cuando se tiene el alma de una cortesana?

… Ella había pasado de largo sin contestar a su llamada…

Pero también, ¿por qué había tenido él que cruzarse en su camino?

¿Con qué derecho había alzado de repente el reproche de su presencia ante ella, que no le pedía nada más que el olvido?

—¡Vete!… ¡Desaparece!… ¡No cuentas!…

¡Pensaba en morir y tenía veinte años!… Su criado le sorprendió por la mañana sentado en la cama. No se había desnudado y el criado temió alguna desgracia al verlo, tal era la desolación de su rostro. Raoul le arrancó de las manos el correo que le traía. Había reconocido una carta, un papel, una letra. Christine le decía:

Amigo mío, no falte pasado mañana a media noche al baile de máscaras de la ópera, a medianoche, al saloncito que está detrás de la chimenea del gran foyer; espéreme de pie cerca de la puerta que conduce a la Rotonda. No hable de esta cita con nadie. Póngase un dominó blanco, bien enmascarado. Si alguien lo reconoce, puede costarme la vida. Christine.

CAPÍTULO X

EN EL BAILE DE MASCARAS

El sobre, lleno de manchas de barro, no llevaba sello. «Para entregar al señor vizconde Raoul de Chagny», y la dirección a lápiz. Había sido seguramente tirado con la esperanza de que alguien que pasara recogiera el billete y lo llevara al domicilio indicado. Y era lo que había sucedido. El billete sido encontrado en una acera de la plaza de la ópera. Raoul lo releyó febrilmente.

No necesitaba más para que su esperanza renaciera. La sombría imagen, que por un momento se había hecho una Christine olvidada de sus obligaciones con ella misma, dejó paso a la primera idea que había tenido de una desgraciada niña inocente, víctima de una imprudencia, y de su sensibilidad excesiva. ¿Hasta qué punto, ahora ya, seguía siendo víctima? ¿De quién se encontraba prisionera? ¿A qué abismos la habían arrastrado? Se preguntaba todo esto con angustia muy cruel. Pero este mismo dolor le parecía soportable comparado con el delirio en el que le sumía la idea de una Christine hipócrita y mentirosa. ¿Qué había sucedido? ¿Qué influencia había sufrido? ¿Qué monstruo la había hechizado, y con qué armas?…

… ¿Con qué armas podía ser a no ser las de la música?… ¡Sí, sí! Cuanto más pensaba, más se persuadía de que sería por este lado donde descubriría la verdad. ¿Había olvidado acaso el tono con el que ella le había dicho, en Perros, que había recibido la visita del enviado celeste? ¿Y la misma historia de Christine, en aquellos últimos tiempos, acaso no debía ayudarle a aclarar las tinieblas en las que se debatía? ¿Había ignorado la esperanza que se había apoderado de Christine después de la muerte de su padre y el desprecio que había sentido por todas las cosas de la vida, incluso por su arte?

Había pasado por el conservatorio como una maquina cantante, carente de alma. Y, de repente, había despertado como bajo el influjo de una intervención divina. ¡El Ángel de la música había llegado! ¡Canta la Margarita del Fausto y triunfa!… ¡El Ángel de la música!… ¿Quién, quién, pues, se hace pasar a sus ojos como ese maravilloso genio?… ¿Quién, pues, conocedor de la leyenda amada del viejo Daaé, la utiliza hasta el punto de que la joven no es entre sus manos más que un instrumento sin defensa al que hace vibrar a capricho?

Raoul pensaba que una tal circunstancia no era excepcional.

Recordaba lo que le había sucedido a la princesa Belmonte, que acababa de perder a su marido, y cuya angustia se había convertido en estupor… Hacía un mes que la princesa no podía hablar ni llorar. Esta inercia física y moral iba agravándose día a día y la debilidad de la razón acarreaba poco a poco la aniquilación de la vida. Cada tarde llevaban a la enferma a los jardines, pero ella no parecía comprender siquiera dónde se hallaba. Raff, el mayor cantante de Alemania, que pasaba por Nápoles, quiso visitar estos jardines atraído el renombre de su belleza. Una de las damas de la princesa rogó al gran artista que cantara, sin dejarse ver, cerca del bosquecillo en el que ella se encontraba tumbada. Raff consintió y cantó una sencilla melodía que la princesa había oído en boca de su marido durante los primeros días de su himeneo. La tonada era expresiva y sugerente. La melodía, las palabras, la admirable voz del artista, todo se unió para remover profundamente el alma de la princesa. Las lágrimas brotaron de sus ojos…, lloró, se encontró liberada y quedó convencida de que su esposo, aquella tarde, había bajado del cielo, para cantarle la tonada de antaño.

¡Sí!… ¡aquella tarde!… Una tarde, pensaba ahora Raoul, una única tarde… Pero aquel hermoso engaño no habría resistido a una experiencia repetida…

Aquella ideal princesa de Belmonte hubiera terminado por descubrir a Raff detrás del bosquecillo, si hubiera venido todas las noches durante tres meses… El Ángel de la música había dado clases a Christine durante tres meses… ¡Qué profesor tan puntual!… ¡Y ahora, por si fuera poco, la paseaba por el Bois!…

Con los dedos crispados sobre el pecho, donde latía su corazón celoso, Raoul se desgarraba la carne. Inexperto, se preguntaba ahora con terror a qué juego lo invitaba la señorita para la próxima mascarada. ¿Hasta qué punto una chica de la ópera puede burlarse de un joven que lo ignora todo del amor? ¡Qué mujer mezquina!

De este modo el pensamiento de Raoul iba de un extremo a otro. No sabía ya si debía compadecerse de Christine o maldecirla, y la maldecía y compadecía simultáneamente. Sin embargo, por si acaso, consiguió un traje de dominó blanco.

Por fin llegó la hora de la cita. Con el rostro oculto tras un antifaz provisto de largo y espeso encaje, completamente de blanco, el vizconde se encontró muy ridículo con aquel traje de mascaradas románticas. Un hombre de mundo no se disfrazaba para ir al baile de la ópera. Hubiera hecho reír. Una idea consolaba al vizconde: ¡nadie le reconocería! Además, aquel traje y aquel antifaz tenían una ventaja: Raoul iba a poder pasearse por los salones «como por su casa», solo con el malestar de su alma y a la tristeza de su corazón. No le sería necesario fingir. Era superfluo componer una expresión acorde con el disfraz: ¡la tenía!

Este baile excepcional, antes del martes de carnaval, se organizaba en memoria del aniversario del nacimiento de un ilustre dibujante de las alegrías de antaño, un émulo de Gavarni, cuyo lápiz había inmortalizado a las «mascaradas» y el descenso de la Courtile
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. Se suponía que debía ser más alegre, más ruidoso, más bohemio que la mayoría los bailes de carnaval. Muchos artistas se habían dado cita seguidos de todo un séquito de modelos y pintores que, hacia media noche, comenzarían a armar un gran bullicio.

Raoul subió la gran escalinata a las doce menos cinco. No se detuvo a observar cómo se distribuían a su alrededor los trajes multicolores por los peldaños de mármol, en uno de los decorados más suntuosos del mundo; no se dejó abordar por ninguna máscara alegre, no contestó a ninguna broma y esquivó la familiaridad acaparadora de varias parejas que estaban ya demasiado alegres. Tras atravesar el gran foyer y escapar de una farándula que lo había aprisionado por un momento, penetró por fin en el salón indicado en el billete de Christine. Allí, en tan poco espacio, había una multitud de gente, ya que se trataba del punto de reunión en el que se encontraban todos los que iban a cenar a la Rotonda o que volvían de tomar una copa de champán. El tumulto era despreocupado y alegre. Raoul pensó que Christine había preferido, para la misteriosa cita, aquella muchedumbre a un lugar aislado. Aquí, bajo la máscara, se encontraban más escondidos.

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