—¡Cómo no, Moncharmin! ¡Debes hacerlo! ¿Y bien? —preguntó Richard a Moncharmin que palpaba.
—El imperdible sigue ahí.
—Evidentemente, puesto que, como muy bien decías, no pueden robarnos sin que yo me dé cuenta.
Pero Moncharmin, cuyas manos seguían buscando en el bolsillo, aulló:
—¡Siento el imperdible, pero no los billetes!
—¡No! ¡No bromees, Moncharmin!… ¡No es el momento!
—Toca tú mismo.
Con un gesto brusco, Richard se quita la levita. Los dos directores arrancan el bolsillo… ¡El bolsillo estaba vacío!
Lo más curioso es que el imperdible seguía clavado en el mismo sitio.
Richard y Moncharmin palidecieron. Ya no podía dudarse del sortilegio.
—El fantasma —murmuró Moncharmin.
Pero, repentinamente, Richard salta sobre su colega.
—¡Sólo tú has tocado mi bolsillo!… ¡Devuélveme mis veinte mil francos!… ¡Devuélveme mis veinte mil francos!…
—Te juro por mi alma que no los tengo… —suspira Moncharmin que parece a punto de desfallecer.
Y, como llamaban otra vez a la puerta, fue a abrirla con paso casi automático, pareciendo no reconocer al administrador Mercier e intercambiando con él algunas frases sin importancia, sin comprender nada de lo que el otro le decía, dejando por fin con gesto inconsciente en la mano de aquel fiel servidor asombrado, el imperdible que ya no podía servirle para nada…
EL COMISARIO DE POLICÍA, EL VIZCONDE Y EL PERSA
La primera frase del comisario de policía al entrar en el despacho de la dirección fue para pedir noticias de la cantante.
—¿No está aquí Christine Daaé?
Venía seguido, como ya dije anteriormente, por una compacta multitud.
—¿Christine Daaé? No —responde Richard—. ¿Por qué?
Moncharmin, por su parte no tiene fuerzas ni para pronunciar una palabra… Su estado de ánimo es mucho peor que el de Richard, ya que Richard puede aún sospechar de Moncharmin, pero Moncharmin se encuentra ante un gran misterio…, el que hace estremecer a la humanidad desde su nacimiento: lo Desconocido.
Richard vuelve a hablar, ya que la pequeña multitud que rodea a los directores y el comisario se mantienen en un silencio impresionante:
—¿Por qué me pregunta usted, señor comisario, si Christine Daaé no está aquí?
—Porque hay que encontrarla, señores directores de la Academia Nacional de Música —declara solemnemente el comisario de policía.
—¿Cómo que hay que encontrarla? ¿Es que ha desaparecido? —¡En plena representación!
—¿En plena representación? ¡Es extraordinario!
—¿No es cierto? Y lo que es tan sorprendente como la desaparición es que sea yo quien deba informarles de ella.
—¡En efecto!… —asiente Richard que se coge la cabeza entre las manos y murmura—: ¿Qué es esta nueva historia? ¡Realmente hay motivos suficientes para dimitir!…
Y se arranca algunos pelos del bigote sin siquiera darse cuenta.
—¿Así que ha desaparecido en plena representación? —repite—, como en un Sueño…
—Si, ha sido raptada en el acto de la cárcel, en el momento en que invocaba la ayuda de los cielos. Pero dudo de que haya sido raptada por los ángeles.
—¡En cambio, yo estoy seguro de ello!
Todo el mundo se vuelve. Un joven pálido y que tiembla de emoción, repite:
—¡Estoy seguro!
—¿De qué está usted seguro? —pregunta Mifroid.
—De que Christine Daaé ha sido raptada por un ángel, señor comisario, y podría decirle su nombre…
—¡Ajá!, señor vizconde de Chagny, ¿pretende usted que la señorita Daaé ha sido raptada por un ángel?… ¿Por un ángel de la ópera, sin duda?
Raoul mira a su alrededor. Evidentemente busca a alguien. En aquel momento en que le parece tan urgente acudir a la policía en ayuda de su prometida, habría deseado encontrar a aquel desconocido que hace poco le recomendaba discreción. Pero no lo encuentra en ninguna parte. ¡Pues bien, hablará!… Sin embargo, no sería capaz de explicarse ante tanta gente, que se lo come con los ojos, llena de una curiosidad indiscreta.
—Sí, señor, por un ángel de la ópera —contestó al señor Mifroid—. Y le diré dónde vive cuando estemos a solas…
—Tiene razón, señor.
El comisario de policía invita a Raoul a sentarse a su lado y despacha a todo el mundo, con excepción naturalmente de los directores que, no obstante, no habrían protestado ya que parecían dispuestos a aceptar cualquier tipo de contingencias.
Entonces Raoul cobra fuerzas, y empieza:
—Señor comisario, ese ángel se llama Erik, vive en la ópera y es el Ángel de la música.
—¡El Ángel de la música! ¡Eso sí tiene gracia!… ¡El Ángel de la música!
Volviéndose hacia los directores, el señor comisario de policía pregunta:
—Señores, ¿vive con ustedes ese ángel?
Los señores Richard y Moncharmin negaron con la cabeza sin sonreír siguiera.
—¡Oh! —exclamó Raoul—, estos señores han oído' hablar del fantasma de la ópera. Pues bien, puedo afirmarles que el fantasma de la Ópera y el Ángel de la música son la misma cosa. Y su verdadero nombre es Erik.
El señor Mifroid se había levantado y miraba atentamente a Raoul.
—Perdón, señor, ¿acaso tiene usted intención de burlarse de la justicia?
—¿Yo? —protestó Raoul, que pensó con dolor: «Otro que no quiere escucharme».
—Entonces, ¿a qué viene este cuento del fantasma de la ópera?
—Le aseguro que estos señores han oído hablar de él.
—Señores, al parecer conocen ustedes al fantasma de la ópera. Richard se levantó, llevando en sus manos los últimos pelos de su bigote.
—¡No, señor comisario! No, no lo conocemos, pero tendríamos un gran interés en conocerlo, ya que esta misma noche nos ha robado veinte mil francos…
Y Richard volvió hacia Moncharmin una mirada terrible que parecía decir: «Devuélveme los veinte mil francos o lo cuento todo». Moncharmin la comprendió tan bien que hizo un gesto desesperado: «¡Ah, dilo todo! ¡Dilo todo!».
Mifroid miraba alternativamente a los dos directores y a Raoul, y se preguntaba si no se había caído en un asilo de locos. Se pasó una mano por el pelo.
—Un fantasma que, en una misma noche, rapta a una cantante y roba veinte mil francos es un fantasma muy ocupado —dijo—. Si ustedes me lo permiten, vamos a ordenar el asunto. La cantante primero, los veinte mil francos después. Veamos, señor de Chagny, intentemos hablar seriamente. Usted cree que la señorita Daaé ha sido raptada por un individuo llamado Erik. ¿Conoce a ese individuo? ¿Lo ha visto?
—Sí, señor comisario.
—¿Dónde?
—En un cementerio.
El señor Mifroid se sobresaltó, volvió a mirar a Raoul y dijo:
—¡Por supuesto!… Allí es donde suelen encontrarse a los fantasmas. ¿Y qué hacía usted en el cementerio?
—Señor —dijo Raoul—, me doy perfecta cuenta de lo extraño de mis respuestas y del efecto que producen en usted. Pero le suplico que me crea en mi sano juicio. De ello depende la salvación de la persona a quien, junto con mi hermano Philippe, más quiero en el mundo. Quisiera convencerle en unas pocas palabras, ya que el tiempo apremia y los minutos son preciosos. Por desgracia, si no le explico desde el principio esta historia, la más extraña que usted pueda imaginar, no me creerá. Voy a decirle, señor comisario, todo lo que sé acerca del fantasma de la Ópera. ¡Por desgracia, señor comisario, no sé gran cosa!
—¡Diga lo que sabe, diga todo lo que sabe! —exclamaron Richard y Moncharmin, de pronto muy interesados. Pero a la esperanza que habían concebido por un instante de conocer algún detalle capaz de ponerles sobre la pista del mistificador, pronto se vieron obligados a rendirse a la triste evidencia de que el señor Raoul de Chagny había perdido por completo el juicio. Toda la historia de Perros-Guirec, las calaveras y el violín encantado no podía haber nacido más que en el cerebro trastornado de un enamorado.
Además, era evidente que el comisario Mifroid compartía este punto de vista, y seguramente habría puesto fin a aquellas frases desordenadas, de las que hemos dado una visión en la primera parte de este relato, si las mismas circunstancias no se hubieran encargado de interrumpirlos.
La puerta acababa de abrirse dejando paso a un individuo extravagante vestido con una amplia levita negra y provisto de un alto sombrero a la vez raído y reluciente, calado hasta las orejas. Corrió hacia el comisario y le habló en voz baja. Se trataba sin duda de algún agente que venía a dar cuenta de una misión urgente.
Durante este coloquio, el señor Mifroid no perdía de vista a Raoul.
Por fin dijo dirigiéndose a él:
—Señor, ya hemos hablado bastante del fantasma. Vamos a hablar ahora de usted, si no tiene inconveniente. ¿Debía raptar usted esta noche a la señorita Daaé?
—Sí, señor comisario.
—¿A la salida del teatro?
—Sí, señor comisario.
—El coche que le ha traído debía después llevarlos a ambos. El cochero estaba ya avisado… y el itinerario estaba ya trazado… Más aún, debía encontrar, en cada etapa, caballos de refresco…
—Es cierto, señor comisario.
—Y, sin embargo, el coche sigue allí, esperando sus órdenes, al lado de la Rotonda, ¿no es cierto?
—Sí, señor comisario.
—¿Sabía usted que, al lado del suyo, había tres coches más?
—No les he prestado la menor atención…
—Eran el de la señorita Sorelli, que no había encontrado sitio en el patio de la administración; el de la Carlotta, y el de su señor hermano, el conde de Chagny…
—Es posible…
—Lo que sí es cierto, en cambio…, es que si su carruaje, el de la Sorelli y el de la Carlotta siguen estando en su sitio a lo largo de la acera de la Rotonda…, el del señor conde de Chagny ya no se encuentra allí…
—Esto no tiene nada que ver, señor comisario…
—¡Perdón! ¿Acaso el señor conde no se oponía a su matrimonio con Christine Daaé?
—Este asunto no incumbe más que a la familia.
—Ya me ha contestado…, se oponía…, y por eso usted raptaba a Christine Daaé, se la llevaba lejos de su hermano… Pues bien, señor de Chagny, permítame informarle que su hermano ha sido más rápido que usted… ¡Él es quien ha raptado a Christine Daaé!
—¡Oh! —gimió Raoul llevándose una mano al corazón—. No es posible… ¿Está usted seguro?
—Inmediatamente después de la desaparición de la artista, que ha sido organizada mediante complicidades que aún debemos establecer, subió en su coche, que inició una carrera enloquecida a través de París.
—¿A través de París? —susurró el pobre Raoul—. ¿Qué entiende usted por a través de París?
—Y fuera de París…
—Fuera de París… ¿En qué dirección?
—La de Bruselas.
Un grito ronco se escapa de la garganta del desgraciado joven.
—¡Oh! —exclama—. ¡Juro que les alcanzaré!
Y en un par de saltos sale del despacho.
—Y tráiganosla de nuevo… —grita jovial el comisario—. ¡Esa es una información que vale tanto como la del Ángel de la música!
Dicho lo cual, el señor Mifroid se vuelve hacia su auditorio asombrado y le administra un discursillo de honrado policía, pero nada pueril:
—No tengo la menor idea de si ha sido realmente el señor conde de Chagny quien ha raptado a Christine Daaé…, pero tengo que saberlo, y no creo que en este momento haya alguien con más deseos de informarme que su hermano el vizconde… ¡Ahora debe estar corriendo, volando! ¡Es mi principal ayudante! Este es, señores, el arte, que parece tan complicado de la policía, y que resulta no obstante de una asombrosa simplicidad cuando se descubre que lo mejor es hacer desempeñar el papel de policía a personas que no lo son.
Pero quizás el comisario Mifroid no habría estado tan orgulloso de sí mismo si hubiera sabido que la carrera de su rápido mensajero había sido frenada al entrar éste en el primer corredor, libre ya de la masa de los curiosos a los que se había dispersado. El corredor parecía desierto.
Sin embargo, una gran sombra se interpuso en el camino de Raoul.
—¿Adónde va tan aprisa, señor de Chagny? —había preguntado la sombra.
Raoul, impaciente, había levantado la cabeza y reconocido el gorro de astracán de antes. Se detuvo.
—¡Otra vez usted! —gritó con voz febril—. ¡Usted que conoce los secretos de Erik y que no quiere que yo hable de ellos! ¿Quién es usted?
—Lo sabe muy bien… ¡Soy el Persa! —dijo la sombra.
EL VIZCONDE Y EL PERSA
Raoul recordó entonces que su hermano le había señalado una noche a aquel vago personaje del que se ignoraba todo, una vez en que se había comentado de que era un persa y que vivía en un viejo y pequeño apartamento de la calle de Rivoli.
El hombre de tez de ébano, ojos de jade y gorro de astracán se inclinó hacia Raoul.
—Confío, señor de Chagny, en que no haya traicionado el secreto de Erik.
—¿Y por qué no debería traicionar a semejante monstruo, señor? —replicó Raoul en tono altivo, intentando liberarse del inoportuno—. ¿Acaso es amigo suyo?
—Espero que no haya dicho nada de Erik, señor, porque el secreto de Erik es el de Christine Daaé. Y hablar de uno es hablar del otro.
—¡Oh, señor! —exclamó Raoul cada vez más impaciente—. Parece usted al corriente de muchas cosas que me interesan, pero ahora no tengo tiempo de escucharle.
—Por última vez, señor de Chagny, ¿adónde va tan aprisa?
—¿No lo adivina? A socorrer a Christine Daaé…
—Entonces, señor, quédese aquí, ya que Christine Daaé se encuentra aquí.
—¿Con Erik?
—¡Con Erik!
—¿Cómo lo sabe?
—Asistí a la representación y no hay más que un Erik en el mundo capaz de maquinar semejante rapto… ¡Oh! —exclamó lanzando un hondo suspiro—. ¡He reconocido la mano del monstruo!…
—¿Lo conoce usted?
El Persa no contestó, pero Raoul oyó otro suspiro.
—¡Señor! —dijo Raoul—. Ignoro sus intenciones, pero, ¿puede usted hacer algo por mí?… ¿Quiero decir, por Christine Daaé?
—Creo que sí, señor de Chagny, y éste es el motivo por el que lo he abordado.
—¿Qué puede hacer?
—¡Intentar llevarlo hasta ella… y hasta él!
—¡Señor! Es una empresa que yo he intentado vanamente esta noche… pero, si me hace este favor, mi vida le pertenece… Señor, una palabra más: el comisario de policía acaba de informarme de que Christine Daaé ha sido raptada por mi hermano, el conde Philippe…