—¡Oh!, señor de Chagny, no lo creo en absoluto…
—Eso no es posible, ¿no es cierto?
—No sé si eso es posible, pero hay modos y formas de raptar a alguien y el conde Philippe, que yo sepa, nunca ha estado metido en la magia.
—Sus argumentos son convincentes, señor, y yo no soy más que un pobre loco… ¡Señor, corramos, corramos! Me pongo enteramente a su disposición. ¿Cómo podría no creerle cuando nadie más que usted me cree? ¿Cuándo es el único en no reírse al oír el nombre de Erik?
El joven, cuyas manos ardían de fiebre, cogió en un gesto espontáneo las manos del Persa. Estaban heladas.
—¡Silencio! —dijo el Persa deteniéndose y escuchando los lejanos ruidos del teatro y los más insignificantes chasquidos que se producían en las paredes y los corredores vecinos—. No pronunciemos ese nombre. Digamos,
Él
. Tendremos menos posibilidades de llamar su atención…
—¿Cree, pues, que está cerca de nosotros?
—Todo es posible, señor…, si es que no se encuentra en este momento con su víctima en la mansión del Lago.
—¿Usted también conoce esa mansión?
Si no está allí puede estar en esta pared, en el suelo, en este techo… ¡Qué sé yo!… Puede tener el ojo pegado a esta cerradura…, el oído en esta viga…
Y el Persa, rogándole apagar el ruido de sus pasos, arrastró a Raoul a través de corredores que el joven no había visto jamás, ni siquiera en los tiempos en que Christine le paseaba por aquel laberinto.
—Esperemos —dijo el Persa—, esperemos que Darius haya llegado.
—¿Quién es Darius? —preguntó el joven siempre corriendo.
—Darius es mi criado.
Se encontraban en aquel momento en el centro de una auténtica plaza desierta, una sala inmensa mal iluminada por un pábilo de vela. El Persa detuvo a Raoul, y en voz muy baja, tan baja que Raoul tuvo dificultad en oírlo, le preguntó:
—¿Qué le ha dicho usted al comisario?
—Le he dicho que el verdadero raptor de Christine Daaé era el Ángel de la música, llamado el fantasma de la Opera, y que su verdadero nombre era…
—¡Chisss!… ¿Y el comisario le ha creído?
—No.
—¿No ha dado ninguna importancia a lo que usted le decía?
—¡Ninguna!
—¿Lo ha tomado por un loco?
—Sí.
—¡Tanto mejor! —suspiró el Persa.
Y la carrera continuó.
Tras subir y bajar varias escaleras desconocidas para Raoul, los dos hombres se encontraron frente a una puerta que el Persa abrió con una pequeña ganzúa que sacó de un bolsillo de su chaleco. Al igual que Raoul, el Persa llevaba naturalmente un frac. La única diferencia es que él llevaba un gorro de astracán y Raoul una chistera. Era un insulto al código de elegancia que regía en los bastidores, donde se exige la chistera, pero se da por supuesto que en Francia se permite todo a los extranjeros: la gorra de viaje a los ingleses, el gorro de astracán a los persas.
—Señor —dijo el Persa—, su chistera le estorbará para la expedición que vamos a emprender… Mejor sería dejarla en el camerino.
—¿En qué camerino?
—En el de Christine Daaé.
Y el Persa, tras dejar paso a Raoul por la puerta que acababa de abrir, le indicó, frente a él, el camerino de la actriz.
Raoul ignoraba que se pudiera llegarse al camerino de Christine por otro camino que el que seguía de costumbre. Se encontraba al extremo del pasillo que solía recorrer antes de llamar a la puerta del camerino.
—¡Veo que conoce muy bien la ópera!
—¡No tan bien como él! —dijo el Persa con modestia. Y empujó al joven al camerino de Christine.
Estaba igual que lo había dejado Raoul momentos antes.
El Persa, después de cerrar la puerta, se dirigió hacia el delgado panel que separaba el camerino de un amplio cuarto trastero. Escuchó. Luego tosió con fuerza.
Inmediatamente se oyó un movimiento en el cuarto trastero y, pocos segundos más tarde, llamaban a la puerta del camerino.
—¡Entra! —dijo el Persa.
Entró un hombre que también llevaba un gorro de astracán y vestía con una larga hopalanda.
Saludó y sacó de su abrigo una caja ricamente cincelada. La depositó encima de la mesa, volvió a saludar y se dirigió hacia la puerta.
—¿Nadie te ha visto entrar, Darius?
—No, amo.
—Que nadie te vea salir.
El criado se arriesgó a lanzar una ojeada por los pasillos y desapareció con presteza.
—Señor —dijo Raoul—, estoy pensando en una cosa, y es que aquí nos pueden sorprender, y eso sería muy embarazoso. El comisario no tardará mucho en venir a investigar a este camerino.
—¡Bah! No es al comisario al que debemos temer.
El Persa había abierto la caja. Dentro había un par de largas pistolas de maravilloso dibujo y ornamento.
—Inmediatamente después del rapto de Christine Daaé, he ordenado a mi criado que me preparase estas armas. Hace tiempo que las conozco, y no las hay más seguras.
—¿Quiere acaso batirse en duelo? —preguntó el joven, sorprendido por la llegada de aquel arsenal.
—En efecto, nos dirigimos a un duelo —contestó el otro, mientras examinaba la carga de sus pistolas—. ¡Y qué duelo!
Dicho esto, tendió una pistola a Raoul y continuó diciendo:
—En este duelo seremos dos contra uno, pero esté preparado para todo, señor, ya que no le oculto que tenemos que vérnoslas con el adversario más temible que pueda imaginarse. Pero usted ama a Christine Daaé, ¿no es cierto?
—¡Sí, la amo! Pero usted, que no la ama, explíqueme por qué está dispuesto a arriesgar su vida por ella… ¡Odia a Erik!
—No, señor, no lo odió —dijo tristemente el Persa—. Si lo odiase hace tiempo ya que habría dejado de hacer daño.
—¿Le ha hecho daño a usted?
—El daño que me hizo ya se lo he perdonado.
—¡Resulta extraordinario oírle hablar de ese hombre! —continuó el joven—. Lo trata de monstruo, habla de sus crímenes, él le ha hecho daño y encuentro en usted esa piedad inusitada que me desesperaba en Christine…
El Persa no contestó. Había ido a coger un taburete y lo había colocado apoyado contra la pared opuesta al gran espejo que ocupaba todo el panel de enfrente. Después, se había subido al taburete y, con la nariz pegada al papel con el que estaba tapizada la pared, parecía buscar algo.
—Bien, señor —dijo Raoul que ardía de impaciencia—, le estoy esperando. ¡Vamos!
—¿Vamos, adónde? —preguntó el otro sin volver la cabeza.
—¡A buscar al monstruo! Bajemos. ¿No me ha dicho que sabía cómo hacerlo?
—Lo estoy buscando.
Y la nariz del Persa siguió paseándose a lo largo de la pared.
—¡Ah! —exclamó de repente el hombre del gorro—. ¡Es aquí!
Y su dedo apretó, por encima de su cabeza, un ángulo del dibujo del papel.
Después se volvió y bajó del taburete.
—Dentro de medio minuto —dijo—, nos encontraremos sobre sus huellas.
Y, atravesando todo el camerino, fue a palpar el gran espejo.
—No, aún no cede… —murmuró.
—¡Así que saldremos por el espejo!… —dijo Raoul—. ¡Igual que Christine!…
—¿Sabía entonces que Christine Daaé había salido por este espejo?
—¡Y en mis mismas narices, señor!… Estaba oculto allí, tras la cortina del vestidor y la vi desaparecer, no por el espejo, sino en el espejo.
—¿Y qué hizo usted?
—Creí señor, que se trataba de una aberración de mis sentidos, de una locura, de un sueño.
—O de una nueva fantasía del fantasma —continuó el Persa—. ¡Ay, señor de Chagny! —continuó mientras seguía palpando con la mano el espejo—. ¡Ojalá tuviéramos que vérnoslas con un fantasma! ¡Podríamos dejar entonces en la caja nuestro par de pistolas!… ¡Sáquese el sombrero, se lo ruego!… Póngalo allí… Y ahora, abróchese su chaqueta sobre el plastrón todo lo que pueda…, igual que yo… bájese las vueltas…, levántese el cuello… Debemos hacernos lo más invisibles que podamos —y añadió aún, tras un corto silencio, mientras se apoyaba en el espejo—: El disparo del contrapeso, cuando se actúa sobre el resorte desde el interior del camerino, es un poco lento en sus efectos. No ocurre igual cuando se está detrás de la pared y se puede actuar directamente sobre el contrapeso. Entonces, el espejo gira instantáneamente y se mueve con una velocidad increíble…
—¿Qué contrapeso? —preguntó Raoul.
—Pues el que hace que se levante todo este lienzo de la pared sobre su eje. No pensará que se desplaza solo por arte de magia.
Y el Persa, acercando a Raoul con una mano, seguía apoyando la otra (con la que aguantaba la pistola) en el espejo.
—Pronto, verá, si presta atención, cómo el espejo se levanta algunos milímetros y cómo se desplaza luego otros pocos más de izquierda a derecha. Encajará entonces en un pivote, y girará. ¡Nunca se sabrá a ciencia cierta lo que puede hacerse con un contrapeso! Un niño puede hacer girar una casa con su dedito… cuando un lienzo de pared, por muy pesado que sea, impulsado por un contrapeso sobre su pivote, bien equilibrado, no pesa más que una peonza sobre su punta.
—¡Esto no gira! —exclamó Raoul impaciente.
—¡Vamos, espere! Tendrá todo el tiempo que quiera para impacientarse, señor. El mecanismo, evidentemente, está herrumbrado o el resorte ya no funciona.
La frente del Persa se frunció.
—También puede suceder otra cosa.
—¿Qué, señor?
—Puede que él simplemente haya cortado la cuerda del contrapeso y con ello inmovilizado todo el sistema.
—¿Por qué? Ignora que vamos a bajar por aquí.
—Puede sospecharlo, ya que no ignora que yo conozco el sistema.
—¿Fue él quien se lo enseñó?
—No. Hice mis investigaciones yendo en pos de él y, tras sus misteriosas desapariciones, lo encontré. ¡Oh, es el sistema más sencillo de puerta secreta! Es un mecanismo tan viejo como los palacios sagrados de Tebas, la de las cien puertas; como el de la sala del trono de Ecbatana, como la sala del trípode de Delfos…
—¡Esto no gira!… ¿Y Christine, señor? ¡Christine!…
El Persa dijo fríamente:
—Haremos todo lo que humanamente pueda hacerse… Pero él puede detenemos desde el principio.
—¿Acaso es el amo de estas paredes?
—Manda a las paredes, a las puertas, a las trampillas. Entre nosotros le llamamos con un nombre que significa algo así como el maestro en trampillas.
—¡Así me ha hablado Christine de él…, con el mismo misterio y acordándole el mismo temible poder! Pero todo esto me parece extraordinario… ¿Por qué estas paredes le obedecen sólo a él? ¿Fue él quien las construyó?
—Sí, señor.
Y, como Raoul le miraba con expectación, el Persa le hizo señal de callarse, después, con un gesto le señaló el espejo… Fue como un reflejo tembloroso. Su doble imagen se turbó, como en una onda estremecida, y después todo volvió a inmovilizarse.
—Ya ve, señor, esto no gira. ¡Tomemos otro camino!
—Esta noche, no hay otro camino… —declaró el Persa, con una voz extraordinariamente lúgubre—. ¡Y ahora, cuidado! ¡Y prepárese a disparar!
Él mismo apuntó su pistola hacia el centro del espejo. Raoul lo imitó. El Persa atrajo hacia sí al joven, con el brazo que le quedaba libre, y el espejo giró de repente, deslumbrándolos, entre un centellear cegador de luces; giró, igual que una de esas puertas giratorias que ahora se abren a las salas públicas…, giró llevándose a Raoul y al Persa en su movimiento irresistible y arrojándolos bruscamente de la plena luz a la más profunda oscuridad.
EN LOS SÓTANOS DE LA ÓPERA
—Mantenga la mano en alto, dispuesta a disparar —repitió apresuradamente el compañero de Raoul.
Tras ellos, la pared, dando una vuelta completa sobre sí misma, había vuelto a cerrarse.
Los dos hombres permanecieron inmóviles unos segundos, conteniendo la respiración.
En aquellas tinieblas reinaba un silencio que nada turbaba.
Finalmente, el Persa se decidió a hacer un movimiento y Raoul lo oyó deslizarse de rodillas, buscando algo en la oscuridad con sus manos que tanteaban.
De repente, ante el joven, las tinieblas se aclararon prudentemente a la luz de una pequeña lámpara sorda, y Raoul retrocedió instintivamente como para escapar a la investigación de un enemigo secreto. Pero en seguida comprendió que aquella luz pertenecía al Persa, cuyos gestos seguía. El pequeño disco rojo se paseaba con meticulosidad a lo largo de las paredes, arriba, abajo y alrededor de ellos. Aquellas paredes estaban formadas, a la derecha, por un muro y, a la izquierda, por un tabique de tablas, por encima y por debajo de sótanos. Raoul se decía que Christine debió haber seguido aquel camino el día que iba en pos de la voz del Ángel de la Música. Ese debía ser el camino habitual de Erik cuando venía a sorprender la buena fe y la inocencia de Christine. Raoul, que recordaba las frases del Persa, pensó que aquel camino había sido misteriosamente construido por el fantasma mismo. Sin embargo, más tarde sabría que Erik había encontrado, como preparado para él, ese pasillo secreto de cuya existencia durante mucho tiempo había sido el único conocedor. Aquel corredor había sido construido durante la Comuna de París para permitir a los carceleros conducir a los prisioneros hasta los calabozos que habían construido en las bodegas, ya que los federados habían ocupado el edificio inmediatamente después del 18 de marzo y lo habían convertido —en la parte alta— en el punto de partida de las montgolfieras
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encargadas de llevar a los departamentos sus proclamas incendiarias, y la parte baja en una prisión de Estado.
El Persa se había arrodillado y dejado su linterna en el suelo.
Parecía buscar algo y, de pronto, veló su luz.
Entonces Raoul oyó un ligero crujir y vio en el suelo del corredor un cuadrado luminoso muy pálido. Parecía como si una ventana acabara de abrirse en los bajos aún iluminados de la ópera. Raoul ya no veía al Persa, pero le sintió a su lado y notó su aliento.
—Sígame y haga exactamente lo mismo que yo.
Raoul fue conducido hacia el tragaluz luminoso. Vio entonces que el Persa volvía a arrodillarse y, colgándose del tragaluz con las dos manos, se dejaba deslizar hacia abajo. El Persa sujetaba la pistola con los dientes.
Cosa extraña, el vizconde tenía plena confianza en el Persa. A pesar de que ignoraba todo acerca de él y que la mayoría de sus frases sólo habían servido para aumentar la oscuridad en toda esta aventura, no dudaba en pensar, que en este decisivo momento, el Persa estaba de su lado contra Erik. Su emoción le había parecido sincera cuando le había hablado del «monstruo». El interés que había demostrado no le parecía sospechoso. Por último, si el Persa tuviera preparado algo en contra de Raoul, no le hubiera dado un arma. Además, en resumidas cuentas, ¿no se trataba, costara lo que costara, de llegar hasta Christine? Raoul no podía elegir los medios. Si hubiera vacilado, incluso sin estar convencido de las intenciones del Persa, el joven se hubiera considerado como el último de los cobardes.