—Si es cómplice —decía—, hace ya tiempo que los billetes están lejos. Pero, para mí, se trata tan sólo de una imbécil.
—¡Hay muchos imbéciles metidos en este asunto! —había contestado, pensativo, Moncharmin.
—¿Acaso podía alguien sospechar? —gimió Richard—. Pero no tengas miedo… La próxima vez tomaré todas las precauciones…
Así llegó la próxima vez… Coincidió con el día de la desaparición de Christine Daaé.
Por la mañana, recibieron una nota del fantasma que les recordaba el vencimiento del plazo: «Hagan como la última vez —aconsejaba amablemente el F. de la Ó.—. Salió muy bien. Entreguen el sobre, en el que habrán colocado veinte mil francos, a la excelente señora Giry».
Y la nota venía acompañada del sobre habitual. No hacía falta más que llenarlo.
La operación debía cumplirse aquella misma noche, media hora antes del espectáculo. Penetramos, pues, en el despacho de los directores media hora antes de que el telón se levante ante aquella ya famosa representación de Fausto.
Richard muestra el sobre a Moncharmin, luego cuenta los veinte mi francos y los introduce en el sobre, pero sin cerrarlo.
—Y ahora que llamen a mamá Giry.
Van a buscar a la vieja, que entró haciendo una solemne reverencia. Seguía llevando su vestido de tafetán negro, color que tendía a óxido y a lila, y su sombrero de plumas color hollín: Parecía de buen humor. Dijo nada más entrar:
¡Buenos días, señores! ¿Se trata otra vez del sobre?
—Sí, señora Giry —dijo Richard con gran amabilidad—. Se trata del sobre… y también de otra cosa.
—A su disposición, señor director, a su disposición. Por favor, ¿cuál es esa otra cosa?
—Primero, señora Giry, tendría que hacerle una pequeña pregunta.
—Hágala, señor director. Mamá Giry está aquí para contestarle.
—¿Sigue estando en buenas relaciones con el fantasma?
—Inmejorables, señor director, inmejorables.
—Ah, nos complace saberlo… De hecho, señora Giry —pronunció Richard adoptando el tono de una importante confidencia—, entre nosotros, podemos decírselo… No es usted nada tonta.
—Pero señor director… —exclamó la acomodadora deteniendo el amable balanceo de las dos plumas negras de su sombrero color hollín—, le aseguro que nadie ha tenido dudas con respecto a eso.
—Estamos de acuerdo, y vamos a entendemos. La historia del fantasma es una buena broma, ¿verdad?… Pues bien, y que quede entre nosotros, ya ha* durado demasiado.
Mamá Giry miró a los directores como si le hubieran hablado en chino. Se acercó a la mesa de Richard y dijo, bastante inquieta:
—¿Qué quiere decir usted?… ¡No le entiendo!
—Usted me entiende muy bien. En todo caso, es preciso que nos entienda… Para empezar, va usted a decirnos cómo se llama.
—¿Quién?
—¡Su cómplice, señora Giry!
—¿Que soy cómplice del fantasma? ¿Yo?… ¿Cómplice de qué?
—Usted hace todo lo que él quiere.
—¡Oh!… No es demasiado molesto, ¿sabe usted?
—¡Y siempre le da propinas!
—No me quejo.
—¿Cuánto le da por llevarle este sobre?
—Diez francos.
—¡Caramba! No es mucho.
—¿Por qué?
—Le diré todo esto más tarde, señora Giry. En este momento querríamos saber por qué razón… extraordinaria…, se ha entregado en cuerpo y alma a este fantasma en lugar de a otro… ¡No serán diez francos los que conseguirán la amistad y la fidelidad de mamá Giry!
—¡Eso es cierto!… La razón puedo decírsela, señor director. No hay ningún deshonor en ello…, al contrario.
—No lo dudamos, señora Giry.
—Pues bien… Al fantasma no le gusta mucho que cuente sus historias.
—¡Ajá! —sonrió Richard.
—Pero ésta, ¡ésta sólo me concierne a mí!… —continuó la vieja—. Se lo cuento, fue en el palco n° 5. Una noche encontré una carta para mí, una especie de nota escrita en tinta roja… Esa nota, señor director, no necesito leérsela. Me la sé de memoria… Y no la olvidaré jamás…, aunque viva cien años…
La señora Giry, puesta en pie, recita la carta con sorprendente elocuencia:
—Señora: «1825, la señorita Ménétrier, corifeo, se convirtió en marquesa de Cussy. 1832, la señorita Marie Taglioni, bailarina, se convirtió en condesa Gilbert des Voisins. 1846, la Sota, bailarina, se casa con un hermano del rey de España. 1847, Lola Montes, bailarina, se casa morganáticamente con el rey Luis de Baviera y recibe el título de condesa de Landsfeld. 1848, la señorita María, bailarina, se convierte en baronesa de Hermeville. 1870, Thérése Hessler, bailarina, se casa con don Fernando, hermano del rey de Portugal…».
Richard y Moncharmin escuchan a la vieja que, a medida que avanza en la curiosa enumeración de esos gloriosos himeneos, se anima, se endereza, se vuelve audaz y, finalmente, inspirada como una sibila sobre su trípode, lanza con una tronante voz de orgullo la última frase de la carta profética:
—¡1885, Meg Giry, emperatriz!
Agotada por este esfuerzo supremo, la acomodadora se deja caer en la silla diciendo:
—Señores, todo esto estaba firmado: «El Fantasma de la Ópera». Ya había oído hablar del fantasma, pero no creía más que a medias. Desde el día en que anunció que la pequeña Meg, la carne de mi carne, el fruto de mis entrañas, sería emperatriz, creí en él por completo.
En verdad, en verdad no era preciso observar con detención la exaltada fisonomía de mamá Giry para comprender lo que se había podido obtener de aquella cabecita con aquellas dos palabras: «fantasma y emperatriz».
¿Pero quién manejaba los hilos de aquel extravagante maniquí?… ¿Quién?
—No lo ha visto alguna vez, habla con usted, y aun así, ¿cree en todo lo que le dice? —preguntó Moncharmin.
—Sí. En primer lugar, porque le debo el que mi pequeña Meg se haya convertido en corifeo. Le había dicho al fantasma:
»—Para que sea emperatriz en 1885, no debe perder el tiempo, debe convertirse de inmediato en corifeo.
»—Desde luego —me contestó.
»Y le bastó con decirle unas palabras al señor Poligny para que así fuese…».
¡Entonces, el señor Poligny lo ha visto!
—No más que yo, ¡pero lo ha oído! El fantasma le dijo una; palabra al oído, ya sabe usted, la noche en que salió tan pálido del t palco n° 5.
Moncharmin deja escapar un suspiro.
—¡Qué historia! —gime.
¡Ah! —responde mamá Giry—. Siempre he creído que habían secretos entre el fantasma y el señor Poligny. Todo lo que el fantasma pedía al señor Poligny, éste se lo acordaba… Poligny no rehusaba nada al fantasma.
—Oyes bien, Richard. Poligny no rehusaba nada al fantasma.
—Sí, sí. Oigo perfectamente —declaró Richard—. El señor Poligny es amigo del fantasma y, como la señora Giry es amiga de Poligny, ¡estamos listos! —añadió en tono muy duro—. Pero Poligny no me preocupa… La única persona por cuya suerte me interesa, no lo disimulo, es la de la señora Giry… Señora Giry, ¿sabe usted lo que hay en este sobre?
—¡Por Dios, no! —dijo ésta.
—Pues bien, ¡mire usted!
La señora Giry desliza en el sobre una miraba turbada, pero que de nuevo recobra su brillo.
—¡Billetes de mil francos! —exclama.
—Sí, señora Giry. Billetes de mil… ¡Y lo sabía usted muy bien!
—¿Yo?, señor director, ¡le juro que…!
—No jure, señora Giry. Y ahora voy a decirle la otra cosa por la que le he hecho venir… Señora Giry, voy a hacer que la detengan.
Las dos plumas negras del sombrero color hollín, que tomaban habitualmente la forma de dos puntos de interrogación, se transformaron en puntos de exclamación. En cuanto al sombrero, osciló amenazante sobre su moño en desorden. La sorpresa, la indignación, la protesta y el espanto volvieron a reflejarse en el rostro de la madre de la pequeña Meg mediante una especie de pirueta extravagante causada por la virtud ofendida, que de un salto la condujo hasta la nariz del director, quien no pudo evitar retroceder hasta su sillón.
—¿Hacerme detener?
La boca que decía esto parecía a punto de escupir a la cara del señor Richard los tres dientes que le quedaban.
Richard se comportó como un héroe. No retrocedió. Con su índice amenazador ya señalaba a los magistrados ausentes a la acomodadora del palco n° 5.
—¡Señora Giry, voy a hacerla detener por ladrona!
—¡Repita eso!
Y la señora Giry abofeteó con todas sus fuerzas al señor Richard, antes de que Moncharmin tuviera tiempo de intervenir. ¡Vengativa respuesta! Pero no fue la mano de la encolerizada vieja la que se abatió sobre la mejilla del director, sino el mismo sobre causante de todo el escándalo, el sobre mágico que se entreabrió de repente para dejar escapar los billetes que volaron en un remolino fantástico de mariposas gigantes.
Los dos directores lanzaron un grito y un mismo pensamiento los hizo arrodillarse, recogerlos febrilmente y comprobar apresuradamente los preciosos papeles.
—¿Siguen siendo auténticos?, Moncharmin. —¿Siguen siendo auténticos?, Richard.
—¡Son auténticos!
Por encima de sus cabezas, los tres dientes de la señora Giry castañetean entre horribles insultos. Pero, lo único que se distingue con claridad es un leitmotiv:
—¿Yo, una ladrona?… ¿Una ladrona yo? Se ahoga.
—¡Estoy destrozada! —exclama:
Y, de repente, vuelve a saltar ante las narices de Richard.
—¡En todo caso —chilla—, usted, señor director, usted debe saber mejor que yo dónde han ido a parar esos veinte mil francos!
—¿Yo? —pregunta Richard estupefacto—. ¿Y cómo podría saberlo?
Inmediatamente, Moncharmin, severo e inquieto, procura que la buena mujer se explique.
—¿Qué significa esto? —pregunta—. ¿Por qué, señora Giry, pretende usted que Richard sepa mejor que usted adónde han ido a parar los veinte mil francos?
Entonces Richard, que se sonroja bajo la mirada de Moncharmin, toma la mano de la señora Giry y la sacude con violencia. Su voz imita al trueno. Ruge, retumba…, fulmina…
—¿Por qué he de saber mejor que usted adónde han ido a parar los veinte mil francos? ¿Por qué?
—Porque han ido a parar a su bolsillo… —dice la vieja, mirándolo ahora como si viera al diablo.
Ahora le toca al señor Richard sentirse fulminado; primero, por esta respuesta inesperada, después por la mirada cada vez más desconfiada de Moncharmin. En un segundo pierde toda la fuerza necesaria, en un difícil momento para rechazar una acusación tan despreciable.
Así, los más inocentes, sorprendidos en la paz de sus corazones, aparecen de repente, debido a que el golpe que les sorprende los hace palidecer, o ruborizarse, o tartamudear, o levantarse, o hundirse, o protestar, o callar cuando habría que hablar, o hablar cuando habría que callar, o permanecer fríos cuando convendría acalorarse, o acalorarse cuando habría que permanecer fríos, aparecen de repente —como decía— como culpables.
Moncharmin detiene el impulso vengador con el que Richard, que era inocente, iba a precipitarse sobre la señora Giry y se apresura, tranquilizador, a interrogarla con más dulzura.
—¿Cómo ha podido sospechar usted que mi colaborador, Richard, se ha metido los veinte mil francos en el bolsillo?
—¡Yo no he dicho eso nunca! —declara mamá Giry—. Pero yo misma puse los veinte mil francos en el bolsillo del señor Richard —y añadió a media voz—: ¡Da igual! ¡Así fue! ¡Que el fantasma me perdone!
Y como Richard empieza a aullar de nuevo, Moncharmin, con autoridad, le ordena callarse.
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Perdón! Deja que esta mujer se explique. Déjame interrogarla yo —y añade—: Es realmente extraño que te lo tomes así… Parece que todo este misterio va a aclararse. ¡Estás furioso!… Te equivocas… A mí, en cambio, me divierte mucho.
Mamá Giry, mártir, levanta la cabeza, en la que brilla la fe en su propia inocencia.
—Me dicen ustedes que había veinte mil francos en el sobre que metí en el bolsillo del señor Richard, pero yo repito que no sabía nada… ¡Ni tampoco el señor Richard!
—¡Ajá! —exclama Richard afectando un aire de repentina valentía que desagradó a Moncharmin—. ¡Conque yo tampoco sabía nada! Ponía usted veinte mil francos en mi bolsillo y yo no me entero. ¡Esta sí que es buena, señora Giry!
—Sí —asintió la terrible señora—. Es verdad… No sabíamos nada ni el uno ni el otro… Pero usted ha tenido que terminar por darse cuenta.
Sin ningún tipo de duda, Richard hubiera devorado a la señora Giry si Moncharmin no hubiese estado presente. Pero Moncharmin la protege y acelera el interrogatorio.
—¿Qué clase de sobre introdujo usted en el bolsillo del señor Richard? No fue el que nosotros le dimos, el que usted, delante nuestro, llevó hasta el palco n° 5. Sin embargo, era sólo ése el que contenía los veinte mil francos.
—¡Perdón! Fue el que me dio el señor director el que yo metí en el bolsillo del señor director —explica mamá Giry—. El que deposité en el palco del fantasma era un sobre exactamente igual que yo llevaba preparado en mi manga, y que me había dado el fantasma.
Al decir esto, mamá Giry saca de su manga un sobre preparado e idéntico al que contiene los veinte mil francos. Los directores lo cogen casi al vuelo. Lo examinan. Comprueban que los lacres sellados con su propio sello están intactos. Lo abren… Contiene veinte billetes falsos iguales a los que les dejaron perplejos hacía un mes.
—¡Qué sencillo! —dice Richard.
—¡Qué sencillo! —repite, más solemne que nunca, Moncharmin.
—Los trucos más brillantes han sido siempre los más sencillos —responde Richard—. Basta con tener un cómplice…
—O una cómplice —añade en voz átona Moncharmin. Y continua con los ojos clavados en la señora Giry, como si quisiera hipnotizarla—: ¿Era el fantasma quien le hacía llegar este sobre, y era él quien le decía que lo sustituyera por el que nosotros le dábamos? ¿Era él quien le decía que introdujera este último en el bolsillo del señor Richard?
—Sí, ¡claro que era él!
—Entonces, señora, ¿puede usted darnos una prueba de sus habilidades?… Aquí está el sobre. Haga usted como si nosotros no supiéramos nada.
—Lo que ustedes manden, señores.
Mamá Giry vuelve a coger el sobre con los veinte billetes y se dirige hacia la puerta. Se dispone a salir.
Los dos directores se precipitan hacia ella.
—¡Ah, no, no! No nos la volverá a jugar. Ya tenemos bastante. No vamos a empezar de nuevo.