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Authors: Arthur C. Clarke

El fin de la infancia (16 page)

BOOK: El fin de la infancia
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Estaban navegando lentamente sobre unas estribaciones que se elevaban desde la base de la montaña. La llanura comenzaba a hacerse visible. Jan juzgó que se encontraban a unos pocos centenares de metros sobre el lecho del mar. A un kilómetro de distancia, aproximadamente, se veía un grupo de esferas sostenidas por trípodes y unidas entre sí por tubos de conexión. Parecían exactamente iguales a los tanques de alguna fábrica de productos químicos, y en realidad estaban diseñados según principios semejantes. Sólo había una diferencia: estos tanques resistían unas presiones que estaban afuera y no adentro.

—¿Qué es eso? —exclamó Jan súbitamente. Señaló con un dedo tembloroso la esfera más cercana. La curiosa estructura lineal se había transformado en una red de tentáculos gigantescos. Mientras el submarino se acercaba pudieron ver que los tentáculos terminaban en un saco grande y pulposo en donde asomaba un par de ojos enormes.

—Ése —dijo el piloto con indiferencia— es probablemente Lucifer. Alguien ha estado alimentándolo de nuevo. —Movió una llave y se inclinó sobre el tablero de controles—. S.2 llamando a laboratorio. ¿Quiere alejar a su mascota?

La respuesta llegó en seguida.

—Laboratorio a S.2, adelante y establezca contacto. Lucey se apartará en seguida.

Las curvas paredes de metal comenzaron a llenar la pantalla. Jan tuvo una última visión de un brazo gigantesco, tachonado de ventosas, que se sacudía alejándose. Se oyó una sorda campana y una serie de chirriantes ruidos mientras unas grampas buscaban un punto de apoyo en el casco liso y ovalado del submarino. En unos pocos minutos la nave se apretó fuertemente contra la pared de la base; los portalones de la entrada se unieron y comenzaron a moverse alrededor del casco del submarino como una tuerca gigantesca. Se oyó luego la señal que indicaba "presión compensada", se abrieron las escotillas y quedó libre el camino hacia el Laboratorio Abisal Uno.

Jan encontró al profesor Sullivan en un desordenado cuartito que parecía reunir los atributos de una oficina, un taller y un laboratorio. Sullivan examinaba a través de un microscopio lo que parecía ser una bomba pequeña: seguramente se trataba de una cápsula de presión que contenía algunos especímenes submarinos que nadaban felizmente bajo una presión de varias toneladas por centímetro cuadrado.

—Bueno —dijo Sullivan apartándose del visor—, ¿cómo está Rupert? ¿Y qué podemos hacer por usted?

—Rupert está muy bien —respondió Jan— y le envía sus saludos. Le hubiese gustado visitarlo si no fuese por su claustrofobia.

—Sí, se sentiría un poco incómodo aquí, con cinco kilómetros de agua encima de la cabeza. ¿A usted no le importa?

Jan se encogió de hombros.

—No más que estar en un cohete estratosférico. Si algo anduviese mal, el resultado sería el mismo.

—Un juicio correcto, pero es sorprendente que tan pocas personas se den cuenta. —Sullivan jugó un rato con los controles del microscopio y al fin lanzó hacia Jan una mirada inquisitiva—. Le mostraré con gusto el laboratorio, pero le confieso que me sorprendí cuando Rupert me comunicó el deseo de usted. No pude entender qué razones tendría un explorador del espacio para interesarse en nuestra tarea. ¿No se habrá usted equivocado de camino? —Sullivan lanzó un risita divertida—. Personalmente nunca he comprendido por qué tienen ustedes tanta prisa por salir al espacio.

»Pasarán siglos antes que hayamos encasillado y clasificado correctamente todo lo que hay en los océanos.

Jan suspiró, aliviado. Le alegraba que Sullivan hubiese tocado espontáneamente el tema, pues eso le facilitaba las cosas. A pesar de las bromas del ictiólogo tenían mucho en común. No sería demasiado difícil levantar un puente y atraerse la simpatía y la ayuda de Sullivan. Era un hombre de imaginación, si no no hubiese invadido este mundo sumergido. Pero Jan tenía que ser prudente, pues el pedido que iba a hacer era, para juzgarlo con benevolencia, bastante poco convencional.

Había algo que le inspiraba cierta confianza. Aunque Sullivan se rehusase a cooperar, guardaría seguramente el secreto. Y aquí, en esta oficinita, en el fondo del Pacífico, no había peligro aparentemente de que los superseñores —aunque gozasen de muy extraños poderes— fuesen capaces de escuchar la conversación.

—Profesor Sullivan —comenzó a decir Jan—, si estuviese usted interesado en el océano, pero los superseñores le prohibiesen acercarse a él, ¿cómo se sentiría?

—Muy molesto, sin duda alguna.

—Sí, estoy seguro. Y suponga que un día se le ofrece la oportunidad de realizar sus deseos sin que los superseñores se enteren. ¿Qué haría entonces? ¿Aprovecharía la oportunidad?

Sullivan nunca dudaba.

—Claro que sí. Ya vendrían más tarde las discusiones.

Has caído en mis manos, pensó Jan. Sullivan ya no podía retroceder, a no ser que temiese a los superseñores. Y era difícil que Sullivan tuviese miedo de algo. Se inclinó sobre el desorden de la mesa y se dispuso a exponer su proyecto.

El profesor Sullivan no era tonto. Antes que Jan comenzase a hablar los labios se le retorcieron en una sonrisa sardónica.

—¿Así que éste es el juego, eh? —dijo lentamente—. Muy, pero muy interesante. Bueno, comience y dígame cómo puedo ayudarlo.

12

Una edad anterior hubiese considerado al profesor Sullivan como un lujo excesivo. Sus operaciones costaban tanto como una pequeña guerra; podía comparársele con un general que conducía una campaña perpetua contra un enemigo que no descansaba nunca. El enemigo del profesor Sullivan era el mar, que luchaba con las armas del frío, la oscuridad y, sobre todo, la presión. A su vez el profesor contraatacaba a su adversario con inteligencia y habilidad mecánica. Había ganado muchas batallas; pero el mar era paciente: podía esperar. Un día Sullivan cometería un error. Lo sabía. Se consolaba pensando que no iba a morir ahogado. Todo ocurriría con demasiada rapidez.

Sullivan no hubiera querido comprometerse, pero sabía muy bien qué le respondería a Jan. Se le ofrecía la oportunidad de hacer un experimento muy interesante. Era una lástima que no pudiese conocer el resultado; sin embargo, eso ocurría a menudo en la investigación científica, y él mismo había iniciado algunos trabajos que serían completados sólo después de varias décadas.

El profesor Sullivan era un hombre inteligente y capaz, pero al lanzar una mirada retrospectiva a su carrera observaba que ésta no le había dado la fama que salva un nombre del paso de los siglos. Tenía aquí una oportunidad, totalmente inesperada y por lo mismo más atractiva, de establecerse realmente en los libros de historia. Nunca hubiese admitido ante nadie esa ambición, y para hacerle justicia, hubiese ayudado a Jan aunque su participación en el complot pudiese pasar inadvertida.

En cuanto a Jan, ya se estaba enfrentando con las consecuencias de su proyecto. Aquella primitiva ocurrencia lo había llevado bastante lejos. Había realizado sus investigaciones, pero sin tomar ninguna medida como para que sus sueños se convirtiesen en realidad. Dentro de unos días, sin embargo, tendría que decidirse. Si el profesor Sullivan aceptaba, Jan no podría retroceder. Tendría que enfrentarse con el futuro que había elegido, con todas sus implicaciones.

Finalmente se decidió al pensar que, si desdeñaba esta increíble oportunidad, nunca se lo perdonaría a sí mismo. Se pasaría el resto de la vida lamentándose en vano, y no podía haber nada peor.

La respuesta de Sullivan llegó horas más tarde, y Jan comprendió que su suerte estaba echada. Lentamente, pues había aún mucho tiempo, comenzó a ordenar sus asuntos.

Querida Maia (comenzaba la carta): Esto va a ser —para decirlo con suavidad— una verdadera sorpresa para ti. Cuando recibas esta carta, ya no estaré en la Tierra. Con eso no quiero decir que habré ido a la Luna, como tantos otros. No. Estaré en viaje hacia la morada de los superseñores. Seré el primer hombre que haya dejado el sistema solar.

Le daré esta carta al amigo que me está ayudando; la guardaré hasta estar seguro de que mi Plan ha tenido éxito —en su primera fase, por lo menos—, y entonces ya será muy tarde como para que los superseñores intervengan. Estaré tan lejos, y viajando a tal velocidad, que no creo que algún mensaje pueda alcanzarme. Aunque así ocurriera, me parece difícil que la nave pueda volver. Y no creo tampoco que yo sea tan importante.

Ante todo, déjame explicarte qué me ha llevado a esto. Tú sabes que siempre me ha interesado la astronáutica, y que siempre he sentido cierta desilusión por no habérsenos dejado visitar otros planetas o aprender algo de la civilización de los superseñores. Si no hubiesen intervenido, hubiésemos llegado a Marte y a Venus por este entonces. Admito que es igualmente probable que nos hubiésemos destruido con bombas de cobalto y las otras armas globales que estaba desarrollando el siglo veinte. Sin embargo, a veces deseo que hubiésemos tenido la oportunidad de arreglárnoslas solos.

Probablemente los superseñores tenían sus razones para no dejarnos salir de la cuna, y probablemente esas razones son excelentes. Pero aunque yo las conociera dudo que eso cambiase mis sentimientos o mis actitudes.

Todo comenzó realmente en aquella fiesta, en casa de Rupert. (No sabe nada de todo esto, aunque fue quien me enseñó el camino.) Recordarás aquella tonta sesión que preparó Rupert y cómo todo terminó cuando la muchacha —he olvidado su nombre— cayó desmayada. Pregunté de qué estrella venían los superseñores y la respuesta fue "NGS 549672". Yo no esperaba ninguna respuesta, y hasta entonces me había tomado el asunto en broma. Pero cuando comprendí que se trataba del número de un catálogo estelar, decidí buscarlo. Encontré que la estrella está en la constelación Carina... y sabemos, por lo menos, que los superseñores vienen de esa dirección.

No pretendo comprender cómo esa información llegó hasta nosotros, o dónde se originó. ¿Leyó alguien la mente de Rashaverak? Aunque hubiese ocurrido así, es difícil creer que Rashaverak conociese el número de referencia de su sol en uno de nuestros catálogos. Es un verdadero misterio, y dejo su resolución a gentes como Rupert, ¡si pueden resolverlo! Me contento con tener la información, y con actuar de acuerdo con ella.

Sabemos bastante, gracias a nuestras observaciones, acerca de la velocidad de esas grandes naves. Dejan el sistema solar con aceleraciones tan tremendas que se acercan a la velocidad de la luz en menos de una hora. Eso significa que los superseñores deben de poseer algún sistema de propulsión que actúa por igual sobre todos los átomos de la nave, pues si no todo se haría pedazos a bordo, instantáneamente. Me pregunto por qué emplearán esas aceleraciones tan colosales cuando disponen de todo el espacio y podrían ir aumentando lentamente su velocidad. Quizá puedan aprovechar de algún modo los campos de energía que rodean los astros, y tienen que partir o detenerse mientras se encuentran cerca de algún sol. Pero esto no interesa...

Lo importante es que he averiguado a qué distancia se encuentra el punto de destino, y cuánto tiempo lleva el viaje. NGS 549672 está a cuarenta años luz de la Tierra. Las naves de los superseñores alcanzan a más del 99% de la velocidad de la luz, así que su viaje debe de durar cuarenta años de los nuestros. De los nuestros: ésa es la cuestión.

Como ya sabrás, cuando uno se acerca a la velocidad de la luz ocurren cosas muy raras. El tiempo mismo comienza a fluir con un ritmo diferente, de modo que los meses terrestres no son más que días en esas naves. El efecto es fundamental: fue descubierto por el gran Einstein hace más de cien años.

He hecho algunos cálculos basados en lo que sabemos acerca de la nave interestelar de los superseñores, y utilizando los resultados firmemente establecidos de la teoría de la relatividad. Desde el punto de vista de los pasajeros situados en esa nave el viaje a NGS 549672 no durará más de dos meses, aunque para la Tierra hayan pasado cuarenta años. Sé que es una paradoja, pero, si esto te sirve de consuelo, ha preocupado a los mejores cerebros del mundo desde que Einstein anunció su teoría.

Quizá este ejemplo logre mostrarte lo que puede pasar, y aclararte la situación. Si los superseñores me devuelven en seguida a la Tierra, llegaré a casa cuatro meses más viejo. Pero en la Tierra habrán pasado ochenta años. Así que comprenderás, Maia, que de cualquier modo, esto es una despedida... Pocos lazos me atan aquí, como lo sabes muy bien, así que puedo irme sin remordimientos. Aún no se lo he dicho a nuestra madre; se pondría histérica, y yo no podría aguantarlo. Es mejor de este otro modo. Aunque he tratado de acercarme a ella desde la muerte de papá... oh, no es necesario que empecemos de nuevo.

He terminado mis estudios y les he dicho a las autoridades que me voy a Europa por razones de familia. No tienes pues por qué preocuparte.

A esta altura creerás que estoy loco, ya que parece imposible que alguien pueda meterse en una nave de los superseñores. Pero he encontrado cómo hacerlo. No ocurre muy a menudo, y es posible que no ocurra otra vez, pues tengo la seguridad de que Karellen no volverá a cometer el mismo error. ¿Conoces la leyenda del caballo de madera que llevó a unos soldados griegos al interior de Troya? Pero hay un episodio en el Antiguo Testamento que se parece más aún...

—Estará usted indudablemente mucho más cómodo que Jonás —dijo Sullivan—. No creo que hubiese tenido luz eléctrica y servicios sanitarios. Pero usted necesitará bastantes provisiones y veo aquí que quiere llevar oxígeno. ¿Cómo meter oxígeno para dos meses en un espacio tan pequeño?

Sullivan golpeó con un dedo los cuidadosos dibujos que Jan había dejado sobre la mesa. El microscopio servía de pisapapeles en uno de los extremos; en el otro se veía el cráneo de algún pez inverosímil.

—Espero que el oxígeno no sea muy necesario —dijo Jan—. Sabemos que los superseñores pueden respirar nuestra atmósfera, pero no parece gustarles mucho y quizá yo no pueda utilizar el aire de la nave. En cuanto a las provisiones, el uso de narcosamina solucionará el problema. Es perfectamente segura. Cuando estemos en camino, me tomaré una dosis que me dormirá por unas seis semanas, días más o menos. Por ese entonces no faltará mucho para llegar. No es tanto el oxígeno o la comida lo que me preocupa, sino el aburrimiento.

El profesor Sullivan asintió pensativamente con un movimiento de cabeza.

—Sí, la narcosamina es bastante segura, y sus efectos pueden ser calculados con cierta exactitud. Pero recuerde que tendrá que dejar bastante comida a mano. Se sentirá muerto de hambre al despertar, y tan débil como un gato recién nacido. ¿Y si se muere de hambre por no tener fuerzas para manejar un abrelatas?

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