Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
Aun los pocos crímenes de importancia que ocurrían a veces no recibían gran atención de los periódicos. Pues la gente educada no tiene interés, al fin y al cabo, en enterarse de las gaffes sociales del prójimo.
La semana laborable tenía ahora veinte horas, pero esas veinte horas no eran una prebenda. Había muy poco trabajo de naturaleza rutinaria y mecánica. Las mentes de los hombres eran demasiado valiosas para gastarlas en tareas que podían ser realizadas por unos pocos miles de transmisores, algunas células fotoeléctricas, y un metro cúbico de circuitos. Había algunas fábricas capaces de funcionar durante semanas enteras sin ser visitadas por ningún ser humano. Los hombres sólo eran necesarios para eliminar dificultades, tomar decisiones o trazar nuevos planes. Los robots hacían el resto.
La existencia de tanto ocio hubiese creado tremendos problemas un siglo antes. La educación había eliminado la mayoría de esos problemas, ya que una mente bien equipada no cae en el aburrimiento. El nivel general de la cultura hubiese parecido fantástico en otra época. No había pruebas de que la inteligencia de la raza humana hubiese mejorado, pero por primera vez todos tenían la oportunidad de emplear el cerebro.
La mayor parte de la gente tenía dos casas, en dos puntos muy apartados del globo terráqueo. Ahora que habían sido habilitadas las zonas polares, una considerable fracción de la raza humana oscilaba del Ártico al Antártico en busca de un verano largo y sin noches. Otros vivían en los desiertos, en lo alto de las montañas, o aun debajo del mar. No había sitio alguno en el planeta donde la ciencia y la tecnología no pudiesen instalar, si alguien lo deseaba, una cómoda morada.
Las noticias más excitantes provenían de las casas que se alzaban en los lugares más raros. Aun en una sociedad perfectamente ordenada, siempre habrá accidentes. Quizá era un buen signo que la gente diera cierto valor a arriesgar el pescuezo, y a veces a quebrárselo, en beneficio de una cómoda villa colgada de la cima del Everest o en medio de la espuma del salto de la Victoria. Como resultados, siempre rescataban a alguien, en alguna parte. Se trataba de una especie de juego, casi un deporte planetario.
La gente podía permitirse tales caprichos, pues le sobraba por igual tiempo y dinero. La abolición de los ejércitos había doblado casi el bienestar efectivo del mundo, y la mayor producción había hecho lo demás. Era difícil comparar el nivel de vida del hombre del siglo veintiuno con el de sus predecesores. Todo era tan barato que las necesidades vitales se satisfacían gratuitamente, como había ocurrido en otro tiempo con los servicios públicos: caminos, agua, iluminación de las calles y sanidad. Un hombre podía viajar a cualquier parte, comer cualquier cosa... sin ningún gasto. El ser miembro productor de la sociedad le daba esos derechos.
Había, naturalmente, algunos zánganos; pero el número de personas de voluntad suficiente como para entregarse a una vida de ocio total es mucho más pequeño de lo que comúnmente se supone. Soportar a tales parásitos era una carga muchísimo menos pesada que sostener todo un ejército de recolectores de formularios, contadores, empleados de banco, corredores de bolsa, y otros similares cuya función principal, cuando se lo considera globalmente, consiste en pasar los asientos de un libro a otro.
Se había calculado que un cuarto casi de la actividad humana se empleaba en deportes de toda especie, desde ocupaciones tan sedentarias como el ajedrez, hasta otras mortales como la de esquiar por valles montañosos. Como inesperada consecuencia los deportistas profesionales se habían extinguido. Había muchos brillantes aficionados y el cambio de las condiciones económicas había hecho totalmente anticuado el viejo sistema.
Junto con los deportes, el entretenimiento, en todas sus formas, era la mayor de las industrias. Durante más de un siglo mucha gente había podido creer que la capital del mundo era Hollywood. Tenían ahora más razones aún para esta creencia; pero es bueno declarar que la mayor parte de las producciones del año 2050 hubiesen parecido incomprensiblemente complejas en 1950. Había habido algunos progresos: las ganancias ya no eran lo más importante.
Sin embargo, en medio de todas las distracciones y diversiones de un planeta a punto de convertirse en un inmenso campo de juegos, había algunos que todavía encontraban tiempo para repetir una vieja y nunca contestada pregunta:
—¿A dónde vamos por este camino?
Jan se apoyó en el elefante y tocó la piel, rugosa como la corteza de un árbol. Luego alzó los ojos hacia los grandes colmillos y la trompa ondulada, admirando la habilidad del taxidermista que había logrado reproducir el momento del desafío o del saludo. ¿Qué extrañas criaturas, se preguntó, de qué mundos desconocidos, admirarían a este desterrado?
—¿Cuántos animales les has enviado a los superseñores? —le preguntó a Rupert.
—Cincuenta por lo menos, aunque claro éste es el más grande. Es magnífico, ¿no es cierto? Casi todos los otros eran bastante pequeños: mariposas, serpientes, monos, etcétera. Aunque el año pasado cacé un hipopótamo.
Jan sonrió cansadamente.
—Es una idea enfermiza, pero supongo que ya deben de tener un grupo bien disecado del Homo Sapiens. ¿Quiénes habrán tenido ese honor?
—Tienes razón probablemente —dijo Rupert con bastante indiferencia. Los hospitales podrían suministrar fácilmente el material.
—¿Qué pasaría —continuó Jan pensativamente— si alguien se ofreciera como voluntario para ir como ejemplar vivo? Con la garantía del regreso, claro.
Rupert se rió con simpatía.
—¿Es una oferta? ¿Debo de transmitírsela a Rashaverak?
Jan consideró la idea un momento, casi seriamente. Al fin sacudió la cabeza.
—Este... no. Estaba pensando en voz alta. Seguro que no me aceptarían. A propósito, ¿has visto a Rashaverak recientemente?
—Me llamó hace unas seis semanas. Había descubierto un libro que yo estaba buscando. Muy simpático de su parte.
Jan caminó lentamente alrededor del monstruo disecado, admirando la técnica que había paralizado para siempre al animal en el momento de su mayor vigor.
—¿Has descubierto qué estaba buscando? —preguntó—. Quiero decir, es tan difícil conciliar la ciencia de los superseñores con todo ese interés por el ocultismo.
Rupert miró a Jan sospechosamente, preguntándose si su cuñado no estaría tomándole el pelo.
—La explicación de Rashy parece correcta. Como antropólogo, está interesado en todos los aspectos de nuestra cultura. Recuerda que les sobra tiempo. Pueden entrar en detalles a los que nunca ha llegado la investigación humana. Leer toda mi biblioteca ha sido apenas un esfuerzo para Rashy.
Podía ser ésa la respuesta, aunque Jan no se convenció. A veces había deseado confiarle el secreto a Rupert, pero era de naturaleza reservada y había callado. Cuando volviera a encontrarse con el amigo Rashy, Rupert dejaría escapar algo probablemente. La tentación sería demasiado grande.
—Otra cosa —dijo Rupert, cambiando repentinamente el tema—, si crees que éste es un gran trabajo, tendrías que ver el que le encargaron a Sullivan. Ha prometido entregar dos enormes criaturas: una ballena y un pulpo gigante. Aparecerán trabados en un combate mortal. ¡Qué cuadro!
Por un momento Jan no contestó. La idea que le había estallado en el cerebro era demasiado desaforada y fantástica para tomársela en serio. Sin embargo, por ser precisamente tan osada, podía tener éxito...
—¿Qué te pasa? —dijo Rupert, ansioso—. ¿Te está haciendo daño el calor?
Jan se sacudió volviendo a la realidad.
—Estoy bien —dijo—. Me preguntaba solamente cómo harán los superseñores para recoger un paquetito semejante.
—Oh —dijo Rupert—, descenderán en una de esas naves de carga, se abrirá una escotilla, y lo meterán adentro.
—Exactamente lo que yo pensaba —dijo Jan.
Hubiese podido ser la cabina de una nave del espacio. Las paredes estaban cubiertas con medidores e instrumentos; no había ventanas, sólo una vasta pantalla ante el asiento del piloto. El navío podía llevar a seis personas, pero Jan era el único pasajero.
Estaba mirando atentamente la pantalla, absorbiendo el desfile de imágenes de esa extraña y desconocida región. Desconocida, sí, tan desconocida como la que podría encontrar más allá de las estrellas, si ese plan alocado tenía éxito. Estaba entrando en un reino de pesadilla, pasando de una a otra criatura en medio de una oscuridad que no había sido perturbada desde los orígenes del mundo. Era un reino sobre el que habían navegado los hombres durante miles de años; un reino que se extendía a un kilómetro de profundidad, bajo las quillas de las naves, y que sin embargo, hasta los últimos cien años, había sido menos conocido que la cara visible de la Luna.
El piloto estaba descendiendo desde las cimas oceánicas hacia la vastedad todavía inexplorada de la cuenca del Pacífico sur. Seguía, como lo sabía Jan, una red invisible de ondas sonoras creadas por rayos que recorrían el fondo del océano. Navegaban aún tan lejos de ese fondo como las nubes de la superficie de la Tierra...
Había poco que ver; los aparatos registradores del submarino investigaban en vano las aguas. Las perturbaciones creadas por las turbinas de reacción habían asustado probablemente a los peces menores; si se acercaba alguna criatura sería bastante grande como para no conocer el significado del miedo.
La pequeña cabina vibraba sacudida por la energía... la energía que sostenía el inmenso peso de las aguas y creaba la burbujita de luz y aire en la que podían vivir los hombres. Si esa energía fallaba, pensó Jan, quedarían encerrados en una tumba de metal, hundidos en el cieno del fondo del mar.
—Vamos a parar un momento —dijo el piloto. Movió una serie de llaves y el submarino comenzó a detenerse suavemente mientras las turbinas dejaban de funcionar. El navío estaba inmóvil ahora, flotando como un globo atmosférico.
Le llevó sólo un instante registrar la posición con el sonar.
—Antes de poner otra vez en marcha los motores, veamos si se puede oír algo —dijo el piloto cuando terminó de leer los instrumentos.
El altavoz llenó el silencioso cuartito con un apagado y continuo murmullo. Jan no distinguía ningún ruido especial. Era un fluir tranquilo en el que se confundían todos los sonidos individuales. Estaban escuchando, sabía Jan, cómo hablaban entre ellas las miríadas de criaturas marinas. Era como si se encontrase en el centro de un bosque lleno de vida, pero allí hubiese podido reconocer algunas de las voces. Aquí ningún hilo del tapiz sonoro podía ser separado e identificado. Era algo tan extraño, tan distinto de todo lo que había conocido, que Jan sintió que un estremecimiento le recorría el espinazo. Y sin embargo aquello era parte del mundo terrestre.
El chillido se destacó sobre el fondo vibrante como un rayo luminoso sobre una oscura nube de tormenta. Se apagó rápidamente hasta convertirse en un largo gemido, un murmullo ululante que tembló y murió, pero que poco después se repitió, más lejos. En seguida estalló un coro de gritos, un pandemónium que obligó al piloto a lanzarse hacia el control del volumen.
—¿Qué era eso, en nombre de Dios? —exclamó Jan.
—¿Extraño, eh? Un cardumen de ballenas, a unos diez kilómetros. Sabía que no estaban muy lejos, y pensé que le gustaría escucharlas.
Jan se estremeció.
—¡Y yo que siempre creí que en el mar no había ruidos! ¿Por qué organizaban ese alboroto?
—Hablaban entre ellas, me imagino. Así lo afirma Sullivan. Dice que hasta se puede identificar a las ballenas por sus voces, aunque me cuesta creerlo. ¡Hola, tenemos compañía!
Un pez con mandíbulas increíblemente exageradas apareció en la pantalla. Parecía bastante grande, pero Jan ignoraba la escala de la imagen. Justo bajo las agallas le colgaba un largo apéndice terminado en un órgano irreconocible, de forma acampanada.
—Estamos viéndolo con luz infrarroja —dijo el piloto—. Veamos la imagen normal.
El pez desapareció. Sólo era visible ahora el órgano colgante, de una vívida fosforescencia. Luego, durante un instante muy breve, la forma de la criatura osciló hasta hacerse visible mientras una línea de luces le recorría el cuerpo.
—Es un pejesapo. Usa ese cebo para atraer a los otros peces. ¿Fantástico, no es verdad? Aunque no entiendo cómo el cebo no atrae a peces más grandes, capaces de comérselo a él. Pero no podemos pasarnos aquí todo el día. Mire cómo se escapa cuando enciendo las turbinas.
La cabina volvió a vibrar mientras la nave se deslizaba hacia adelante. El gran pez luminoso encendió de pronto todas sus luces, como una frenética señal de alarma, y partió como un meteoro hacia la oscuridad de los abismos.
Luego de otros veinte minutos de lento descenso los invisibles dedos de los rayos registradores tocaron por primera vez el lecho del océano. Allá abajo, muy lejos, desfilaba una hilera de bajas colinas de bordes curiosamente suaves y redondos. Cualesquiera que fuesen sus antiguas irregularidades, habían sido borradas por la incesante lluvia que caía sobre ellas desde las cimas acuosas. Aun aquí, en medio del Pacífico, lejos de los grandes estuarios que barrían lentamente los continentes hacia el mar, esa lluvia nunca dejaba de caer. Venía de las tormentosas faldas de los Andes, de los cuerpos de un billón de criaturas vivientes, del polvo de los meteoros que había errado por el espacio durante años y años y al fin había llegado a descansar aquí. En esa noche eterna estaban depositándose los cimientos de las tierras futuras.
Las colinas quedaron atrás. Eran los puestos de avanzada, como Jan podía ver en los mapas, de una ancha llanura muy profunda a la que no llegaban los aparatos registradores.
El submarino continuó adelantándose suavemente.
Ahora otra imagen comenzaba a formarse en la pantalla. A causa de la posición de la nave, Jan tardó en interpretar lo que estaba viendo. Luego comprendió que se acercaban a una montaña sumergida.
Las imágenes eran ahora más claras y precisas. Jan alcanzaba a ver los peces extraños que se perseguían entre las rocas. En una ocasión una criatura de venenoso aspecto y mandíbulas entreabiertas cruzó lentamente ante un arrecife semiescondido. Un largo tentáculo surgió de las rocas, con tanta rapidez que el ojo no pudo seguirlo, y arrastró al pez hacia su destino mortal.
—Estamos cerca —dijo el piloto—. Podrá ver el laboratorio dentro de un minuto.