El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (29 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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Cuando abrí los ojos, al otro lado de la ventana ya reinaba la oscuridad. El fuerte viento arrojaba las gotas de lluvia contra los cristales. El anciano estaba a la cabecera de la cama.

—¿Qué tal? Te encuentras mejor, ¿verdad?

—Sí, mucho mejor. ¿Qué hora es?

—Las ocho de la noche.

Intenté levantarme, pero apenas podía tenerme en pie.

—¿Adónde vas? —me preguntó el anciano.

—A la biblioteca. Tengo que leer viejos sueños —dije.

—¡No digas tonterías! Tal como estás, no podrías andar ni cinco metros.

—Es que no puedo faltar al trabajo.

El anciano sacudió la cabeza.

—Los viejos sueños pueden esperar. Tanto el guardián como la chica saben que no puedes moverte. Además, la biblioteca está cerrada. —El anciano suspiró, se acercó a la estufa, se sirvió una taza de té y volvió. El viento golpeaba la ventana a ráfagas regulares—, Al parecer, te gusta la chica de la biblioteca, ¿eh? —dijo el anciano—. No tenía intención de escuchar, pero no he podido evitarlo. He estado todo el rato junto a ti y, con la fiebre, delirabas. No tienes por qué avergonzarte. Es normal que los jóvenes se enamoren. ¿No crees?

Asentí en silencio.

—Es una buena chica. Y estaba muy preocupada por ti. —Tomó un sorbo de té—. Pero, tal como están las cosas, no es conveniente que te enamores de ella. No me gusta tener que decirte eso, pero debo explicarte algunas cosas al respecto.

—¿Y por qué no es conveniente?

—Porque ella jamás podrá corresponder a tus sentimientos. Nadie tiene la culpa. Ni la tienes tú, ni la tiene ella. Me atrevería a decir que la culpa es del mundo, por estar hecho de esta manera. Pero el mundo no se puede cambiar. Sería lo mismo que tratar de invertir el curso de un río.

Me incorporé sobre la cama y me froté las mejillas con ambas manos. Me pareció notar la cara un poco más flaca.

—Se refiere al corazón, ¿verdad?

El anciano asintió.

—¿Me está diciendo que, como yo tengo corazón y ella no, por más que la ame jamás podré recibir nada a cambio?

—Exacto. Lo único que conseguirás será ir destruyéndote. Porque ella, como muy bien dices, no tiene corazón. Tampoco yo lo tengo. Nadie lo tiene.

—Pero usted es muy amable conmigo. Se preocupa por mí, me está cuidando robándole horas al sueño. ¿No le parece que ésa es una de las formas en que se manifiesta el corazón?

—No, es distinto. La amabilidad es una función independiente. Para ser exactos, es una función superficial. Sólo una costumbre. El corazón es otra cosa, es algo más profundo, y más fuerte. Y también más contradictorio.

Cerré los ojos y reuní en uno solo todos mis pensamientos, que se dispersaban en varias direcciones.

—Lo que yo pienso —dije— es que la gente pierde el corazón cuando se les muere la sombra. Sucede así, ¿verdad?

—En efecto.

—Y como la sombra de la chica ya ha muerto, ella nunca podrá recuperar su corazón, ¿no es así?

El anciano asintió.

—He ido al ayuntamiento y he buscado el acta de defunción de su sombra. De modo que no hay error posible. Su sombra murió cuando ella tenía diecisiete años. Y fue enterrada, tal como establecen las leyes, en el manzanar. También hay constancia del entierro. Si quieres más detalles, es mejor que le preguntes directamente a ella. Seguro que te convencerán mucho más si los oyes de sus labios que de los míos. Pero si me dejas añadir algo más, te diré que, cuando le arrancaron la sombra, ella todavía no tenía uso de razón. De modo que ni siquiera recuerda que un día tuvo corazón. En este sentido, es diferente de las personas como yo, que perdimos la sombra, por voluntad propia, de viejos. Yo al menos puedo imaginar los movimientos de tu corazón; ella, ni siquiera eso.

—Pero ella se acuerda muy bien de su madre. Dice que su madre conservó el corazón. Incluso después de que muriera su sombra. No sé por qué ocurrió, pero ¿no ayudaría eso? A lo mejor ella ha heredado una parte del corazón de su madre. ¿No lo cree posible?

El anciano se bebió lentamente el resto de té frío tras agitar varias veces la taza para removerlo.

—Óyeme bien —dijo el coronel—. A la muralla no se le pasa por alto el más mínimo trozo de corazón. Si por casualidad quedara una pequeña fracción, la muralla la absorbería por completo. Y si no pudiera absorberlo, esa persona sería expulsada de la ciudad. Al parecer, eso fue lo que le ocurrió a su madre.

—¿O sea, que no tengo ninguna esperanza?

—No quiero decepcionarte. Pero esta ciudad es fuerte y tú débil. A raíz de lo que te ha sucedido, supongo que tú mismo te habrás dado cuenta. —El anciano permaneció unos instantes con la mirada clavada en el interior de su taza vacía—, Pero puedes conseguirla.

—¿Conseguirla?

—Sí. Puedes acostarte con ella, e incluso podéis vivir juntos. En esta ciudad puedes conseguir lo que quieras.

—Sin que el corazón tenga nada que ver con ello, ¿110?

—El corazón no existe —dijo el anciano—. Pero, dentro de poco, también el tuyo desaparecerá. Y, en cuanto eso suceda, ya no experimentarás sentimientos de pérdida o de desengaño. También se borrará ese amor sin rumbo. Sólo quedará la vida de todos los días. Una vida tranquila y silenciosa. A ti te gusta ella y tú le gustas a ella. Si eso es lo que deseas, tuyo es. Nadie te lo puede arrebatar.

—Es extraño —dije—. Yo aún tengo corazón y, sin embargo, a veces lo pierdo de vista. No. Mejor dicho, posiblemente está siempre perdido y sólo en ocasiones lo recobro. A pesar de eso, tengo la certeza de que volverá, en un momento u otro, y esta certeza es la que, en definitiva, vertebra y sostiene mi existencia. Por eso me cuesta tanto imaginar qué significa perder el corazón.

El anciano asintió repetidas veces en silencio.

—Reflexiona sobre ello con calma. Tú todavía tienes tiempo para reflexionar.

—Eso haré —dije yo.

Después, el sol no mostró su faz durante muchos días. Cuando me bajó la fiebre, salí de la cama, abrí la ventana y respiré el aire del exterior. Incluso entonces, tras levantarme, durante dos días me sentí sin fuerzas, incapaz de sujetarme siquiera a la barandilla de las escaleras o de agarrar el pomo de la puerta. Mientras tanto, el coronel me hacía beber todas las noches aquel brebaje amargo y me preparaba gachas de arroz. Luego, se sentaba a la cabecera de la cama y me contaba historias de antiguas batallas. No volvió a hablarme ni de ella ni de la muralla, y yo tampoco me atreví a hacerle ninguna pregunta. Porque pensé que si hubiera tenido necesidad de explicarme algo, ya lo habría hecho.

Al tercer día me había recuperado hasta el punto de pedirle prestado el bastón al anciano y salir a pasear, despacio, por los alrededores de la Residencia Oficial. Al caminar, me di cuenta de que mi cuerpo se había vuelto terriblemente ingrávido. Probablemente la alta fiebre me había hecho perder peso, pero me daba la sensación de que éste no era el único factor. El invierno confería un peso extraño a todas las cosas que me rodeaban. Y yo era el único que se había quedado a las puertas de ese mundo pesado.

Desde la pendiente de la colina donde se hallaba la Residencia Oficial, se divisaba toda la mitad oeste de la ciudad. Se veía el río, se veía la torre del reloj, se veía la muralla y, a lo lejos, se vislumbraba lo que parecía ser la Puerta del Oeste. Mis débiles ojos ocultos tras las gafas oscuras no lograban distinguir los detalles con mayor precisión; sin embargo, me di cuenta de que el aire invernal dotaba a los contornos de la ciudad una nitidez desconocida. Era como si el gélido viento que soplaba desde la Sierra del Norte barriera por completo aquel polvo de vagos matices oscuros adherido a cada uno de los rincones de la ciudad.

Mientras contemplaba el paisaje me acordé del mapa que tenía que entregarle a mi sombra. Por culpa de mi enfermedad, ya llevaba casi una semana de retraso respecto al día en que había prometido dárselo. Mi sombra debía de estar preocupada por mí, o tal vez hubiese renunciado ya a sus planes creyendo que la había abandonado. Al pensarlo, me entristecí.

Le pedí al coronel unas viejas botas de trabajo y despegué la suela; introduje el mapa, tras doblarlo muchas veces hasta hacerlo diminuto, y volví a pegar la suela. Tenía la certeza de que a mi sombra se le ocurriría desmontar el zapato para buscar el mapa. Luego le di los zapatos al coronel y le pedí que fuera en busca de mi sombra y le entregara los zapatos.

—Es que sólo tiene unas zapatillas ligeras de deporte y, cuando se acumule la nieve, se lastimará los pies —expliqué—. Y del guardián no me fío. Usted seguro que consigue verla.

—Por una nimiedad como ésa, no creo que haya ningún problema —dijo el anciano, y cogió los zapatos.

Al atardecer, volvió diciendo que había visto a mi sombra y que le había entregado los zapatos en mano.

—Estaba preocupada por ti —dijo el anciano coronel.

—¿Qué aspecto tenía?

—Parece que se resiente un poco del frío. Pero todavía está bien. No tienes por qué preocuparte.

Un atardecer, diez días después del acceso de fiebre, al fin pude bajar la colina e ir a la biblioteca.

Tal vez fuesen imaginaciones mías, pero, al empujar la puerta de entrada, la atmósfera del interior me pareció más estancada que antes.

No percibí el menor signo de vida, como si el edificio llevase largo tiempo abandonado. El fuego de la estufa estaba apagado; la cafetera, fría. Al levantar la tapa, vi en su interior un café turbio. El techo me pareció más alto que de costumbre. La luz estaba apagada; sólo mis pisadas resonaban entre las tinieblas de un modo extrañamente polvoriento. No había ni rastro de la bibliotecaria y una fina capa de polvo cubría el mostrador.

Como no sabía qué hacer, tomé asiento en el banco de madera y esperé a que viniera. La puerta no estaba cerrada con llave, de modo que tendría que aparecer en algún momento. La esperé con paciencia, tiritando de frío. Pero, por más que esperé, no apareció. Sólo las tinieblas se hicieron más profundas. Me daba la impresión de que todas las cosas de este mundo habían desaparecido, dejándonos a mí y a la biblioteca atrás. Yo era el único que quedaba en medio del fin del mundo. Por más que alargara la mano, no había nada que tocar.

El peso del invierno se percibía en la estancia. Todos los objetos parecían estar firmemente sujetos, al suelo o a la mesa, con clavos. Y yo, solo, sentado en las tinieblas, tenía la sensación de que diferentes partes de mi cuerpo iban perdiendo el peso que les correspondía y se iban alargando y reduciendo a su antojo. Igual que si estuviera de pie ante un espejo deformante y me moviera despacio.

Me levanté del banco para accionar el interruptor de la luz. Cogí carbón del cubo, lo arrojé en la estufa, prendí una cerilla y, tras encender el fuego, volví a sentarme. Al prender la luz, las tinieblas se tornaron aún más profundas; al encender la estufa, el frío se volvió aún más intenso.

Quizá estuviese demasiado absorto en mis pensamientos. O quizá aquel entumecimiento que quedaba en lo más profundo de mi ser me hubiera sumido en un breve sueño. Pero, de súbito, me di cuenta de que ella estaba de pie ante mí, mirándome en silencio. Los gruesos granos de luz amarillenta de la lámpara bañaban su espalda, desdibujando su silueta. Permanecí unos instantes con los ojos clavados en ella. Llevaba el mismo abrigo azul de siempre, y el pelo recogido en una cola, echado hacia un lado y oculto bajo la solapa del abrigo. Su cuerpo olía a viento frío de invierno.

—Pensaba que ya no vendrías —dije—. Te he estado esperando mucho tiempo.

Ella arrojó el café frío en el fregadero y, tras lavar la cafetera con agua, la llenó de agua limpia y la dejó encima de la estufa. Luego, liberó la mata de pelo de debajo de la solapa, se quitó el abrigo y lo colgó de una percha.

—¿Y por qué pensabas que ya no vendría? —me dijo.

—No lo sé. Simplemente, me daba esa impresión.

—Mientras me necesites, vendré. Y tú me necesitas, ¿verdad?

Asentí. La necesitaba, sin duda. Por más que mi sentimiento de pérdida se intensificara al verla, la necesitaba.

—Quiero que me hables de tu sombra —le pedí—. Tal vez fue a ella a quien encontré en el viejo mundo.

—Puede ser. Eso pensaba yo al principio, cuando decías que quizá me habías conocido antes. —Se sentó ante la estufa y contempló las llamas unos instantes—. Cuando yo tenía cuatro años, me separaron de mi sombra y a ella la echaron al otro lado de la muralla. Y mi sombra vivió en el mundo exterior y yo viví en este mundo. No sé qué hizo allí fuera. Y ella tampoco supo nada de mí. Cuando cumplí los diecisiete años, mi sombra volvió a la ciudad y murió. Cuando una sombra está a punto de morir, siempre vuelve, ¿sabes? Y el guardián la enterró en el manzanar.

—Y entonces tú te convertiste en una verdadera habitante de la ciudad, ¿verdad?

—Sí. El corazón que me quedaba fue enterrado junto a mi sombra. Tú dijiste que el corazón es como el viento, pero somos nosotros los que nos parecemos al viento, ¿no te parece? Porque nosotros nos limitamos a pasar de largo, sin pensar, sin sentir nada. Sin envejecer y sin morir.

—Y cuando tu sombra volvió, ¿la viste?

Ella sacudió la cabeza.

—No, no la vi. Me dio la sensación de que no había razón alguna para verla. Seguro que era completamente distinta a mí.

—Pero es posible que ella fueses tú.

—Quizá sí —dijo—. En todo caso, ahora ya no tiene ninguna importancia. El círculo se ha cerrado.

Sobre la estufa, la cafetera empezó a borbotear, pero ese sonido se me antojó tan lejano como el rugido del viento que soplaba a muchos kilómetros de distancia.

—A pesar de todo, ¿me necesitas todavía?

—Te necesito —respondí.

17
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Fin del mundo. Charlie Parker. Bomba de relojería

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