El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (24 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—¿A mí? —dije sorprendido—. ¿Y por qué me necesita a mí? No tengo ningún talento especial, soy una persona normal y corriente. Francamente, no me imagino en qué puedo contribuir a la transformación del mundo.

—También nos lo preguntamos nosotros —dijo el canijo jugueteando con el encendedor—. Tenemos una idea, pero no estamos seguros. Sea como sea, él ha desarrollado sus investigaciones centrándose en ti. Y, finalmente, ha concluido los preparativos y ya está listo para acometer el estadio final. Y tú sin enterarte de nada, ¿verdad?

—Y vosotros planeabais apoderaros de mí y de su investigación en cuanto concluyera ese último estadio del que hablas, supongo.

—Pues sí. Pero las cosas se han puesto feas. La Factoría se ha olido algo y ha empezado a moverse. Así que nosotros también nos hemos tenido que mover. ¡Un verdadero problema!

—¿Y el Sistema sabe algo?

—No, creo que todavía no se ha dado cuenta de nada. Pero como conocen al profesor, seguro que andan con los ojos muy abiertos.

—¿Y el profesor quién es?

—Trabajó unos años en el Sistema. No me refiero a tareas prácticas como las que haces tú, claro está. Él estaba en los laboratorios centrales. Su especialidad...

—¿En el Sistema? —dije. La historia se complicaba más y más. Por lo visto, todo giraba alrededor de mí, pero yo era el único que estaba en ayunas.

—Exacto. En resumen, que antes el profesor era colega tuyo —dijo el canijo—. Nunca os visteis, supongo, pero estabais en la misma organización. ¡Uf! Es que, a pesar de ser un único Sistema, la organización de los calculadores abarca un ámbito de actividades tan amplio y tan complejo, y se desarrollan además con tanto secretismo, que sólo un puñado de individuos de la cúspide saben realmente qué pasa, dónde pasa y de qué manera. Es decir, que la mano izquierda no sabe lo que hace la derecha, y el ojo izquierdo y el derecho miran cosas distintas. En pocas palabras, que la información es excesiva para recaer sobre unos mismos hombros. Los semióticos tratan de robar esa información, y los calculadores intentan protegerla. Pero las dos organizaciones han crecido tanto que, en estos momentos, nadie puede procesar ese alud de información.

»En fin, que el profesor dejó la organización de los calculadores y emprendió su propia investigación. Sus estudios, que son interdisciplinarios, abarcan la fisiología cerebral, la fisiología, la craneología y la psicología. El profesor es una eminencia en todos los terrenos relacionados con los mecanismos que determinan la conciencia. Se puede decir, sin exagerar, que es un verdadero sabio, al estilo de los humanistas del Renacimiento, algo muy infrecuente en esta época.

Me sentí un pobre diablo al pensar que había estado explicándole qué era el lavado de cerebro y el
shuffling
a un personaje de tal envergadura.

—Tampoco exageraría si dijera que el sistema procesador de datos de los calculadores es, en su mayor parte, obra del profesor. Es decir, que vosotros sois unas abejitas a las que les han enchufado el sistema de funcionamiento técnico que él inventó. ¿Te molesta esta expresión?

—No, no. Adelante. No hagas cumplidos —contesté.

—En fin, que el profesor se fue. Cuando dejó el Sistema, los semióticos intentaron reclutarlo, por supuesto. Ya sabes que la mayoría de calculadores que dejan la organización se convierten en semióticos. Pero el profesor rechazó su oferta. Les dijo que realizaba una investigación independiente.
Y,
de este modo, se convirtió en enemigo tanto de los calculadores como de los semióticos. Para la organización de los calculadores, era un tipo que sabía demasiado, y para la de los semióticos, era un competidor. Ya sabes lo que ocurre con los semióticos: o estás con ellos o estás contra ellos. El profesor, muy consciente de eso, montó su laboratorio muy cerca de la guarida de los tinieblos. Has estado en su laboratorio, ¿verdad?

Asentí.

—Tuvo una gran idea. Con los tinieblos pululando por las inmediaciones, no hay quien se acerque al laboratorio. Porque frente a los tinieblos, ni la organización de los calculadores ni la de los semióticos llevan las de ganar, te lo digo yo. Para poder entrar y salir, el profesor emite unas ondas sonoras que los tinieblos detestan. Y, entonces, el paso queda libre, como Moisés cuando cruzó el mar Rojo. Un sistema defensivo perfecto. Aparte de la chica, creo que eres el único que ha entrado en su laboratorio. Imagínate lo valioso que eres para él. Sea como sea, parece que las investigaciones del profesor han entrado en su fase final y que, para completarlas, sólo le faltas tú. Por eso te ha llamado.

—Hum... —Era la primera vez en mi vida que yo significaba tanto para alguien. La idea de mi propia importancia me resultaba muy extraña. No conseguía acostumbrarme a ella—. Es decir —deduje—, que los datos que he procesado han sido un simple señuelo para atraerme y, por sí mismos, no tienen valor alguno, ¿no? Vamos, si es que el propósito del profesor era que yo fuese allí...

—No, ¡en absoluto! —saltó. Y echó otra ojeada al reloj de pulsera—. Los datos constituyen un programa creado con gran minuciosidad. Una especie de bomba de relojería. Ya sabes: cuando se agota el tiempo fijado por el temporizador, explota. Claro que todo esto son simples suposiciones. Hasta que no se lo preguntemos a él directamente, no sabremos la verdad de todo esto. ¡En fin! El tiempo se acaba y es mejor que dejemos la charla aquí. Porque tenemos cosas que hacer.

—¿Y qué le ha ocurrido a la nieta del profesor?

—¿Le ha pasado algo? —se extrañó—. Nosotros no sabemos nada. Es que no podemos controlarlo todo, ¿sabes? ¿Te interesa la chica?

—No —dije. Probablemente, no.

El canijo se levantó de la silla sin apartar los ojos de mi rostro, cogió el tabaco y el encendedor de encima de la mesa y se los guardó en el bolsillo.

—Creo que te han quedado las cosas muy claras y que has captado a la perfección en qué posición te encuentras tú y en qué posición estamos nosotros. Voy a añadir una cosa más. Nosotros tenemos un plan. Mira, nosotros, en estos momentos, conocemos mejor la situación que los semióticos y, por lo tanto, en esta carrera vamos en cabeza. Sin embargo, nuestra organización es mucho más débil que la Fábrica. Si ellos se lanzan a hacer un sprint, es muy probable que nos adelanten y que acaben pulverizándonos. Así que, antes de que esto ocurra, tenemos que distraer a los semióticos, tenemos que entretenerlos. ¿Entiendes?

—Sí —dije. Lo entendía muy bien.

—Pero eso no podemos hacerlo solos. Tenemos que pedir ayuda a alguien. Tú, en nuestro lugar, ¿a quién se la pedirías?

—Al Sistema —dije.

—¡Anda! ¡Fíjate tú! —volvió a decirle el canijo al gigantón—. Ya te lo he dicho antes, ¿no?, que era listo. —Me miró de frente—. Pero para eso necesitamos un señuelo. Sin señuelo, no cae nadie. Y el señuelo lo serás tú.

—Digamos que no me entusiasma la idea —repuse.

—No se trata de que te entusiasme o no. No tenemos alternativa. Y ahora te haré yo una pregunta: de este piso, ¿qué es lo que tiene más valor para ti?

—Nada —contesté—. No hay nada que valga gran cosa. Todo son baratijas.

—Eso salta a la vista. Pero algún objeto habrá, aunque sólo sea uno, que no querrías que rompiéramos, supongo. Por más barato que sea todo, vives aquí, así que...

—¿Romper? —me sorprendí—. ¿Qué quieres decir con «romper»?

—Pues romper es... simplemente eso: romper. Como la puerta —dijo el canijo señalando la puerta retorcida, arrancada de sus goznes—. Romper por romper. Vamos a destrozártelo todo.

—¿Y eso por qué?

—Es muy difícil explicarlo en dos palabras. Además, te lo explique o no, el resultado será el mismo: te lo vamos a romper igual. Así que dime lo que no querrías que rompiésemos. Es un buen consejo, créeme.

—El aparato de vídeo —dije, resignado—. Y el televisor. Los dos son caros y, encima, acabo de comprarlos. Y, luego, el whisky que guardo dentro del armario.

—¿Y qué más?

—La cazadora de cuero y un traje nuevo de tres piezas. La cazadora tiene el cuello de piel, como las de los aviadores del ejército americano.

—¿Y qué más?

Reflexioné unos instantes. No, no había nada más. No soy de los que atesoran en su casa objetos de valor.

—Sólo eso —dije.

El canijo asintió. El gigantón asintió.

Primero, el gigantón fue abriendo todos los armarios, uno tras otro. Y del interior de uno sacó de un tirón un
bullworker
[10]
que yo utilizaba a veces para trabajar la musculatura, se lo cruzó por la espalda e hizo un estiramiento dorsal completo. Jamás había visto a nadie que estirara completamente el
bullworker
por la espalda. Era la primera vez que presenciaba algo semejante. Era digno de verse.

Después agarró el
bullworker
con las dos manos, como si fuese un bate de béisbol, y se dirigió al dormitorio. Me asomé para ver qué hacía. Se plantó ante el televisor, blandió el
bullworker
por encima de la cabeza y, apuntando al tubo de rayos catódicos, lo golpeó con todas sus fuerzas. Acompañado del estrépito del cristal al romperse en añicos y de cien destellos de luz, el televisor de veintisiete pulgadas que me había comprado sólo tres meses atrás reventó como una sandía.

—¡Espera! —le dije haciendo ademán de levantarme, pero el canijo me detuvo dando una palmada sobre la mesa.

Acto seguido, el gigantón levantó el aparato de vídeo y golpeó repetidas veces, con todas sus fuerzas, el panel contra un trozo de televisor. Los botones salieron despedidos, el cable provocó un cortocircuito y un hilo de humo blanco flotó por el aire como un alma que ha alcanzado la salvación. Tras comprobar que el aparato de vídeo estaba destrozado, arrojó la chatarra contra el suelo y se sacó una navaja del bolsillo. La hoja afilada apareció con un nítido y seco chasquido. Luego abrió el armario ropero y me rajó de arriba abajo la cazadora de piloto y el traje de tres piezas de Brooks Brothers; las cuatro prendas me habían costado, en total, casi doscientos mil yenes.

—¡No hay derecho! —le grité al canijo—. ¿No me habías dicho que no me romperíais los objetos de valor?

—Yo no te he dicho eso —repuso el canijo, impasible—. Yo sólo te he preguntado si tenías algo que tuviese valor para ti. No te he dicho que no lo destrozaríamos. De hecho, eso es siempre lo primero que rompemos. Lógico, ¿no te parece?

—¡Estamos apañados! —exclamé, y saqué una lata de cerveza de la nevera y me la bebí. Y, junto al canijo, me quedé contemplando cómo el gigantón destrozaba por completo el pequeño y coqueto apartamento de dos dormitorios, sala y cocina.

14
EL FIN DEL MUNDO
El bosque

Pronto acabó el otoño. Una mañana, al despertarme, alcé los ojos al cielo y vi que el otoño ya se había ido. Las nubes otoñales de contornos nítidos habían sido sustituidas por plomizos nubarrones que asomaban por encima de la Sierra del Norte como mensajeros portadores de malas noticias. Para la ciudad, el otoño era un visitante hermoso y placentero, pero su estancia era demasiado breve, su partida demasiado repentina.

Cuando el otoño se hubo ido, se produjo un vacío provisional. Un vacío silencioso y extraño que no era ni otoño ni invierno. El color dorado que cubría los cuerpos de las bestias fue perdiendo poco a poco su fulgor y adoptó blancos tonos decolorados, anunciando a los habitantes de la ciudad que la llegada del invierno era inminente. Todos los seres vivos, todos los fenómenos de la naturaleza, escondían la cabeza entre los hombros y tensaban sus cuerpos en previsión de la estación helada. El presagio del invierno cubría la ciudad como un velo invisible. El rumor del viento y el susurro de los árboles, el silencio de la noche e incluso los pasos de las personas se hicieron pesados e indiferentes, como si anunciaran lo que iba a venir, y ni siquiera podía consolarme ya el agradable murmullo del agua de las isletas. Todas las cosas se iban encerrando en sus caparazones, a cal y canto, a fin de preservar su existencia; todo empezaba a teñirse de los colores del fin. El invierno era una estación singular, diferente de cualquier otra. El canto de los pájaros se volvió más agudo e intenso y sólo un esporádico batir de alas quebraba aquel vacío helado.

—Este invierno va a ser muy frío —dijo el anciano coronel—. Se puede saber por la forma de las nubes. Mira allá. —Me llamó junto a la ventana y me señaló unas nubes densas y oscuras suspendidas sobre la Sierra del Norte—. Al llegar esta época, sobre la Sierra del Norte aparecen las primeras nubes de invierno. Parecen exploradores del ejército, ¿sabes? Y, por su forma, podemos prever si el frío del invierno será muy intenso. Las nubes chatas y lisas anuncian un invierno templado. Cuanto más gruesas son las nubes, más crudo será el invierno. Y las peores son las que tienen la forma de un pájaro con las alas extendidas. Cuando llegan esas nubes, significa que se acerca un invierno gélido. Mira. Son aquéllas. Allí.

Entrecerrando los ojos, dirigí la vista hacia donde me decía. Aunque de forma muy vaga, distinguí las nubes. Se extendían de derecha a izquierda, alcanzando casi los dos extremos de la sierra, y, en el centro, mostraban una especie de protuberancia grande e hinchada, semejante a una montaña. En efecto, tal como decía el anciano, tenían la forma de un pájaro con las alas extendidas. Un enorme y funesto pájaro de color gris que llegara del otro lado de la cordillera.

—Será un invierno gélido, de los que sólo hay uno cada cincuenta o sesenta años —dijo el coronel—. Por cierto, ¿ya tienes abrigo?

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