El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (25 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—No —contesté. Sólo tenía una chaqueta de algodón, no muy gruesa, que me habían entregado al llegar a la ciudad.

El anciano abrió el armario, sacó un capote militar de color azul marino y me lo dio. Lo cogí. Pesaba como una piedra y el burdo tejido de lana me producía un ligero picor en la piel.

—Es un poco pesado, pero es mejor eso que nada. Me hice con él hace poco, para dártelo a ti. Espero que sea de tu talla.

Deslicé los brazos por las mangas. Me iba un poco ancho de hombros y pesaba tanto que, mientras no me habituase a él, corría el peligro de perder el equilibrio y caer, pero era confortable. Además, tal como decía el anciano, mejor aquel abrigo que nada. Le di las gracias.

—Todavía estás dibujando el mapa, ¿verdad?

—Sí —le dije—. Aún me falta algún trozo, pero, si puedo, me gustaría acabarlo. Ya que he llegado hasta aquí...

—A mí no me parece mal que dibujes un mapa. Es cosa tuya y no molestas a nadie. Pero cuando llegue el invierno, olvídate de ir lejos. Es un buen consejo, créeme. No te alejes de las casas. Durante un invierno tan duro como el que se prepara, todas las precauciones son pocas. Esta tierra no es muy grande, pero en invierno hay un montón de parajes peligrosos que tú desconoces. Para acabar el mapa, espera a que llegue la primavera.

—De acuerdo —le dije—, Pero ¿cuándo empieza el invierno?

—Con la nieve. Con el primer copo de nieve que cae, empieza el invierno. Y cuando la nieve acumulada en las isletas empieza a fundirse, el invierno llega a su fin.

Así, tomamos el café de la mañana contemplando las nubes sobre la Sierra del Norte.

—¡Ah! Hay otra cosa que debes saber —me advirtió—. Cuando empiece el invierno, no te acerques al muro. Tampoco vayas al bosque. Porque en invierno cobran una gran fuerza.

—¿Y qué hay en el bosque?

—Nada —dijo el anciano tras reflexionar unos instantes—. No hay nada. Al menos, nada que necesitemos tú o yo. Para nosotros el bosque carece de valor.

—¿Y no vive nadie allí?

El anciano abrió la portezuela de hierro de la estufa, limpió el polvo del interior e introdujo algunos troncos delgados y trozos de carbón mineral.

—Ya va siendo hora de que la usemos. La encenderemos esta noche. Esta leña y este carbón son del bosque; y las setas, el té y otras cosas por el estilo, también. En este aspecto, sí lo necesitamos. Pero sólo para eso. Para nada más.

—Entonces, en el bosque debe de vivir gente. Personas que extraen el carbón, recogen la leña y buscan las setas...

—Sí, claro. Allí viven algunas personas. Nos suministran el carbón, la leña y las setas, y nosotros les damos cereales y ropa. El intercambio lo llevan a cabo, una vez a la semana, determinadas personas en cierto lugar. Pero ése es el único trato que tenemos con los del bosque. Ellos no se acercan por aquí y nosotros no vamos al bosque. Porque somos completamente distintos.

—¿En qué sentido?

—Pues en todos —prosiguió el anciano—, en todos los aspectos que puedas imaginar. Y escúchame bien: no quiero que te intereses por ellos. Son peligrosos. Podrían ejercer una mala influencia sobre ti. Porque tú, de algún modo, todavía no te has centrado. Y mientras no lo hagas, es mejor que no te expongas a peligros innecesarios. El bosque no es más que un bosque. Y, en el mapa, basta con que pongas: «bosque», y ya está. ¿Me has entendido? —Sí.

—Y, por lo que respecta a la muralla, ten cuidado. Entraña un gran peligro. Al llegar el invierno, el muro estrecha todavía más su cerco alrededor de la ciudad. Quiere asegurarse de que permanecemos todos encerrados en su interior. A la muralla no se le pasa por alto nada de lo que sucede entre sus muros. Así que evita cualquier clase de contacto con la muralla, no te acerques a ella. Te lo repito: tú todavía no te has centrado. Tienes dudas, contradicciones, a veces te arrepientes de lo que has hecho o te sientes débil. Para ti, el invierno es la estación más peligrosa del año.

Pero yo tenía que descubrir algo más sobre el bosque antes de que irrumpiera el invierno. Le había prometido a mi sombra que le entregaría el mapa antes de que acabara el otoño, y ella me había ordenado también que reuniera información sobre el bosque. Además, eso era lo único que me quedaba para concluir el mapa.

Las nubes que se cernían sobre la Sierra del Norte desplegaban sus alas con lenta certidumbre y, a medida que se iban adueñando del cielo de la ciudad, la luz del sol perdía con rapidez su brillo dorado. Una difusa capa de nubes cubría el cielo como si fuese fina ceniza, y la luz debilitada del sol se disipaba en el aire. Era la estación idónea para mis ojos heridos. Los días radiantes habían terminado, ya no cabía la posibilidad de que una repentina ráfaga de viento ahuyentara las nubes y luciera el sol.

Me interné en el bosque por el camino que bordeaba el río y, a fin de no extraviarme, decidí seguir el sendero desde el que se divisaba a cada tanto la muralla y observar desde allí la espesura. Así podría ir apuntando en el mapa la forma de la muralla que circundaba el bosque.

Sin embargo, la investigación no me resultó nada fácil. A medio camino tropecé con una profunda zanja de bordes escarpados, producto de un desprendimiento del terreno, donde crecían tupidos frambuesos de una altura superior a la mía. Una ciénaga me impedía el paso y, por todas partes, colgaban pegajosas telarañas que se me adherían a la cara, al cuello y a las manos. De vez en cuando oía el rumor difuso de algo que se movía entre la espesura. Las gigantescas ramas de los árboles se extendían sobre mi cabeza tiñendo el bosque de unos tonos sombríos que recordaban el fondo del mar. Al pie de los árboles, asomaban setas de diversos tamaños y colores que parecían fruto de una siniestra enfermedad cutánea.

Sin embargo, en una ocasión en que me separé del muro y me adentré unos pasos en el bosque, descubrí un mundo lleno de paz y silencio. La espesa vegetación silvestre exhalaba un fresco aliento que lo llenaba todo y tranquilizaba mi espíritu. Ante mis ojos no se extendía el peligroso paraje sobre el que me había prevenido el anciano coronel. Lo que había allí era el eterno ciclo vital de los árboles, de la hierba y de los pequeños seres vivos, y en cada piedra, en cada pedazo de tierra, se descubría el principio inmutable de la vida.

Cuanto más lejos estaba de la muralla, cuanto más me adentraba en el bosque, más intensa era esta impresión. Las sombras funestas palidecían deprisa, la forma de los árboles y el verde de las hojas se dulcificaban, los trinos de los pájaros eran más alegres y distendidos. Ni en los pequeños claros de hierba que se abrían a trechos, ni en el murmullo de la corriente que discurría entre los árboles, se apreciaba la tensión y la negrura que se percibía en el bosque próximo a la muralla. ¿Por qué serían tan diferentes ambos paisajes? No lo sabía. Quizá se debiera a que el poder del muro alteraba la atmósfera del bosque, o quizá a la configuración del terreno.

Sin embargo, por más agradable que me resultase andar por el interior del bosque, en ningún momento me separé completamente de la muralla. El bosque era extenso y, si me extraviaba, no lograría volver a orientarme. No había senderos, no había señales. Por lo tanto, avanzaba con mil precauciones para no perder de vista la muralla. Aún no sabía si el bosque era mi aliado o mi enemigo y, además, aquella sensación tan placentera podía ser una ilusión creada para arrastrarme hacia sus profundidades. En todo caso, tal como me había dicho el coronel, para la ciudad, yo era un ser débil e inestable. Toda precaución era poca.

Seguro que se debía a que no me había adentrado lo suficiente en el bosque, pero no descubrí el menor vestigio de sus habitantes. Ni de ellos ni de nada que hubiesen dejado atrás. Tenía tanto miedo a encontrarme con ellos como deseos de que eso sucediese. Sin embargo, a pesar de que recorrí aquellos parajes durante varios días, no hallé el menor indicio de su existencia. Supuse que vivirían más hacia el interior. O que, tal vez, me evitaban.

Al tercer o cuarto día de búsqueda, en el punto en que la muralla trazaba una amplia curva en dirección al sur, descubrí, pegado al muro, un pequeño claro de hierba. Encajado en el recoveco de la muralla, el claro se extendía en forma de abanico, formando un pequeño vacío donde no penetraba la exuberante vegetación de los alrededores. Me sorprendió no percibir allí la violenta tensión que se respiraba cerca de la muralla y que, por el contrario, reinasen la calma y el sosiego de las profundidades del bosque. Una blanda alfombra de hierba, corta y húmeda, recubría el suelo y, allá en lo alto, se extendía un cielo recortado en formas extrañas. En un rincón del claro quedaban restos de unos cimientos, lo que indicaba que, en el pasado, se había alzado allí una edificación. Cuando fui siguiendo las piedras, me di cuenta de que debía de haber sido una casa con unos planos bien dibujados. Como mínimo, no se trataba de una cabaña construida de modo provisional. La casa constaba de tres habitaciones independientes, cocina, baño y vestíbulo. Mientras reseguía los restos de los cimientos, intentaba imaginar qué aspecto había tenido la casa en el pasado. Sin embargo, no se me ocurría quién, ni con qué objeto, habría construido una casa en el bosque y por qué razón la habría abandonado después.

Detrás de la cocina quedaban vestigios de un pozo de piedra, pero estaba lleno de tierra y unos espesos hierbajos crecían en su superficie. Posiblemente habían cegado el pozo antes de abandonar la casa. Vete a saber por qué.

Me senté junto al pozo y, recostado en el brocal, alcé los ojos al cielo. El viento del norte mecía suavemente las ramas de los árboles que enmarcaban aquel fragmento de cielo de forma semicircular y hacía susurrar el follaje. Unos nubarrones cargados de humedad cruzaron lentamente el espacio. Con el cuello de la chaqueta levantado, seguí con los ojos el pausado discurrir de las nubes.

Detrás de las ruinas se erguía la muralla. Era la primera vez que, dentro del bosque, la tenía tan próxima. Desde una distancia tan corta podía, literalmente, percibir su respiración. Sentado en el claro del Bosque del Este con la espalda recostada en el brocal del viejo pozo, escuché el rumor del viento y supe que las palabras que había pronunciado el guardián eran ciertas. Si existía algo perfecto en este mundo, sólo podía ser la muralla. Quizá hubiese existido desde el principio. Igual que las nubes discurrían por el cielo y que el agua de la lluvia formaba ríos en la superficie de la tierra.

La muralla era demasiado grande para poder plasmarla en una sola hoja de papel, su aliento era demasiado vigoroso, sus curvas demasiado elegantes. Cada vez que intentaba dibujarla en mi álbum, me invadía una infinita sensación de impotencia. Según el ángulo de observación, la muralla cambiaba de aspecto de una forma asombrosa, y eso hacía difícil reproducirla con exactitud.

Cerré los ojos, decidido a descabezar un sueño. El agudo silbido del viento no cesaba un instante, pero los árboles y la muralla me resguardaban del frío. Antes de dormirme pensé en mi sombra. Había llegado la hora de entregarle el mapa. Los detalles todavía carecían de precisión, evidentemente, y el interior del bosque estaba en su mayor parte en blanco, pero el invierno era inminente y, en cuanto llegara, yo tendría que suspender mis pesquisas. Ya había dibujado la silueta aproximada de la ciudad, y la forma y ubicación de todo lo que contenía; además, había añadido unas notas con la información más exacta que había podido conseguir. A partir de esto, a la sombra seguro que se le ocurriría algo.

No estaba seguro de que el guardián me dejase verla, pero él me había prometido que, cuando los días empezaran a acortarse y la sombra se debilitara, me lo permitiría. Ahora que el invierno estaba tan cerca, se cumplían todas las condiciones.

Después, todavía con los ojos cerrados, pensé en la chica de la biblioteca. Sin embargo, cuanto más pensaba en ella, más profundo era el sentimiento de pérdida que me dominaba. Ignoraba de dónde surgía este sentimiento, ni cómo nacía, pero se trataba sin duda de un puro sentimiento de pérdida. «Estoy perdiendo algo que está relacionado con ella», me dije. Y también este pensamiento se iba perdiendo más y más.

La veía todos los días, pero eso no colmaba el vacío que se abría en mi interior. Cuando leía viejos sueños en la sala de la biblioteca, ella estaba a mi lado. Cenábamos juntos, tomábamos algo caliente y luego la acompañaba a casa. Por el camino charlábamos. Ella me contaba cosas de su padre, de sus dos hermanas pequeñas, de sus quehaceres diarios.

Pero cuando, al llegar a su casa, nos separábamos, me daba la impresión de que el sentimiento de pérdida era aún mayor que antes de verla. No sabía cómo dominar aquella incoherente sensación de vacío. Mi pozo era demasiado profundo, demasiado oscuro, y no existía suficiente cantidad de tierra para cegarlo.

Supuse que aquel sentimiento de pérdida estaba ligado a mis recuerdos desaparecidos. Mi memoria buscaba algo en la joven, pero ni yo sabía qué buscaba, y esta contradicción me dejaba un vacío insalvable. Sin embargo, en aquellos momentos, yo no podía asumir aquello. Yo mismo era demasiado débil, demasiado inseguro.

Ahuyenté esos quebraderos de cabeza y me sumí en las profundidades del sueño.

Cuando desperté de mi sueño, la temperatura había descendido de un modo sorprendente. Tiritando, apreté con fuerza la chaqueta contra mi cuerpo. Anochecía. Me levanté y, cuando me sacudía las briznas de hierba de la chaqueta, el primer copo de nieve me rozó la mejilla. Al levantar la vista al cielo, vi que las nubes eran mucho más bajas que antes, más negras, más siniestras. Grandes y amorfos copos de nieve descendían del cielo y, cabalgando en el viento, caían danzando al suelo. Había llegado el invierno.

Antes de irme miré de nuevo la muralla. Bajo aquel cielo espeso y oscuro donde bailaban los copos de nieve, la muralla erguía, con mayor majestad aún, su silueta perfecta. Cuando alcé los ojos hacia ella, tuve la sensación de que me contemplaba desde las alturas. Estaba plantada ante mí como una criatura primigenia que acabara de despertar.
«¿Por qué estás aquí?»,
parecía preguntarme.
«¿Qué buscas?»
Pero yo no podía responderle. El corto sueño a la intemperie me había robado todo el calor del cuerpo y mi mente se iba llenando a toda prisa de una confusa mezcla de formas extrañas. Mi cuerpo y mi mente se me antojaron ajenos, como si no fueran míos. Todo era pesado, y confuso.

Crucé el bosque, intentando no mirar la muralla, y corrí hacia la Puerta del Este. El camino era largo, las tinieblas se volvían cada vez más densas. Mi cuerpo había perdido su precario equilibrio. A medio camino, infinitas veces me detuve, descansé e hice acopio de fuerzas para seguir adelante, e intenté coordinar mis nervios embotados y dispersos. Sentía que algo, amparado en la oscuridad, gravitaba pesadamente sobre mí. Me pareció oír el sonido de un cuerno en el interior del bosque, pero el eco cruzó por mi conciencia sin apenas dejar rastro.

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