Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
Con todo, entre la destrucción del laboratorio y las otras dos, había una diferencia fundamental. En el laboratorio, los asaltantes habían establecido una distinción muy clara entre lo que querían destruir y lo que no. Lo que querían romper, lo habían roto a conciencia, pero lo demás ni lo habían tocado. El ordenador, el aparato transmisor, el dispositivo de eliminación del sonido y la instalación generadora de electricidad estaban intactos, y bastaba apretar un botón para que funcionaran sin problemas. Al gran aparato emisor de ondas sonoras para repeler a los tinieblos le habían arrancado, a fin de inutilizarlo, algunas piezas; aun así, en cuanto se instalaran otras de recambio, podría funcionar de nuevo.
La habitación del fondo ofrecía un aspecto similar. A primera vista, se encontraba en un estado de caos irreparable, pero éste parecía calculado con gran detenimiento. Los cráneos alineados en las estanterías se habían librado de la destrucción, al igual que el instrumental necesario para la investigación. Únicamente habían destrozado aparatos no excesivamente caros, fáciles de reemplazar, y algún material para los experimentos.
La joven se dirigió hacia la caja de caudales de la pared y la abrió para inspeccionar su interior. No estaba cerrada con ningún código. Con ambas manos, sacó puñados de ceniza blanca, restos de papeles quemados, y la esparció por encima de la mesa.
—Por lo visto, el dispositivo de emergencia de incineración automática ha funcionado bien —dijo—. Esa gentuza no ha podido llevarse nada.
—¿Quiénes crees que han sido?
—Han sido humanos —contestó—. Los semióticos, o tal vez otros, han llegado hasta aquí con la complicidad de los tinieblos y han abierto la puerta. En el laboratorio sólo han penetrado los humanos y lo han puesto patas arriba. Y para poder utilizar después el laboratorio (juraría que porque planean obligar a mi abuelo a proseguir aquí sus investigaciones), no han estropeado los aparatos importantes. Al marcharse, han cerrado para evitar que los tinieblos entraran y lo arrasaran todo.
—Pero no han conseguido apoderarse de nada de valor.
—No.
—En cambio, se han llevado a tu abuelo —dije echando una mirada circular a la habitación—, que es lo más valioso que había aquí, ¿no te parece? Por culpa de eso, yo seguiré sin saber qué me instaló el profesor en el cerebro. No sé qué hacer.
—No te precipites —me calmó la joven—, A mi abuelo no lo han cogido. Tranquilo. Hay un pasadizo secreto, seguro que ha huido por ahí. Con un aparato para ahuyentar a los tinieblos, como nosotros.
—¿Y cómo lo sabes?
—No tengo pruebas, pero lo sé. Mi abuelo es una persona extraordinariamente precavida, no se dejaría atrapar tan fácilmente. Mientras estaban forzando la puerta, seguro que huyó por el pasadizo.
—Entonces, en estos momentos, el profesor está arriba, sano y salvo.
—No —dijo la joven—. No es tan fácil. El pasadizo es una especie de laberinto que pasa por el centro de la guarida de los tinieblos y, desde aquí, por más rápido que vayas, se tarda unas cinco horas en recorrerlo. Teniendo en cuenta que el aparato para repeler a los tinieblos dura media hora, lo más seguro es que mi abuelo esté todavía en el pasadizo.
—O que haya caído en manos de los tinieblos.
—No lo creo. Mi abuelo, en previsión de situaciones como ésta, construyó un refugio de seguridad subterráneo al que los tinieblos no pueden acercarse. Probablemente esté allí, escondido, esperándonos.
—Pues sí, muy precavido —reconocí—. ¿Y tú sabes dónde está ese sitio?
—Creo que sí. Mi abuelo me explicó el camino con pelos y señales. Además, en la agenda hay dibujado un plano esquemático, con los puntos peligrosos por donde tenemos que andarnos con mucho cuidado.
—¿Y qué peligros son ésos?
—Es mejor que no te los diga —dijo la joven—. Me da la impresión de que te pondrías demasiado nervioso.
Con un suspiro, renuncié a seguir preguntando sobre los peligros que se cernirían sobre mí en un futuro inmediato. Ya estaba lo bastante nervioso.
—¿Y cuánto se tarda en llegar a ese refugio adonde no pueden acercarse los tinieblos?
—Se tarda de veinticinco a treinta minutos en alcanzar la entrada. Desde allí hasta donde está mi abuelo, se tarda de hora a hora y media. En cuanto alcancemos la entrada, ya no tendremos que preocuparnos más de los tinieblos. El problema está en llegar allí. Si no avanzamos lo suficientemente rápido, se nos agotará la batería.
—¿Y si se nos agotara la batería a medio camino?
—Entonces tendríamos que encomendarnos a la suerte —dijo la joven—, Habría que huir a toda prisa, y agitar la luz de las linternas a nuestro alrededor para que no se nos acerquen los tinieblos. Odian que les dé la luz. Pero sólo con que nos descuidásemos un segundo y encontraran el mínimo resquicio en la luz, meterían la mano por ahí y nos agarrarían.
—¡Estamos apañados! —dije con voz desfallecida—. ¿Ya se ha cargado la batería?
Miró el contador y echó una ojeada a su reloj de pulsera.
—Faltan cinco minutos.
—Será mejor que nos apresuremos —dije—. Si mis suposiciones son correctas, los tinieblos ya deben de haber avisado a los semióticos de que estamos aquí y ellos deben de haber dado marcha atrás inmediatamente.
Se quitó el impermeable y las botas de goma, y se puso las zapatillas de deporte y la chaqueta del ejército americano.
—Será mejor que tú también te cambies. A partir de ahora, si no vamos ligeros, no llegaremos —dijo.
Me quité el impermeable, como ella, y encima del jersey me puse el anorak de nailon y me abroché la cremallera hasta debajo de la barbilla. Me cargué la mochila a la espalda y me cambié las botas de goma por unas zapatillas de deporte. El reloj marcaba casi las doce y media.
La joven se dirigió a la habitación del fondo, arrojó las perchas del armario al suelo, agarró con las dos manos la barra de acero de donde colgaban las perchas y empezó a hacerla rodar. Al poco, se oyó el ruido de un engranaje en funcionamiento. Ella siguió haciendo rodar la barra, siempre en el mismo sentido, y entonces en la pared del armario, abajo, a la derecha, se abrió un agujero de unos setenta centímetros de alto. Al asomarme, vi unas sombras tan densas que daba la impresión de que podían cogerse con las manos. Percibí un viento helado, con olor a moho, que soplaba hacia el interior de la habitación.
—No está mal, ¿eh? —dijo la joven volviéndose hacia mí sin soltar la barra.
—Nada mal —me admiré—. A nadie se le ocurriría buscar un pasadizo dentro de un armario. Tu abuelo es un poco obseso, ¿no?
—No, en absoluto. Un obseso es alguien que se obstina en mirar en una sola dirección, o que tiene una única tendencia, ¿no? Mi abuelo, por el contrario, sobresale en todos los ámbitos. Desde la astronomía hasta la genética y también en la carpintería, claro —dijo—. Nadie lo iguala. Hay mucha gente que sale en la televisión o en las revistas presumiendo, pero ésos son unos fantasmas. Un verdadero genio se nutre de todo lo que existe en el mundo.
—De acuerdo, pero aunque uno sea un genio, los que te rodean no lo son, e intentarán utilizar su talento. Ya ves lo que está ocurriendo ahora. Seas una lumbrera o un imbécil, no puedes permanecer aislado en un mundo virgen, al margen de los demás. Aunque te encierres bajo el suelo, aunque te rodees de altas murallas. Siempre habrá alguien que te encuentre y destruya tu mundo. Y tu abuelo no es una excepción. Por su culpa, a mí me han rajado la barriga de un navajazo y el mundo se va a acabar dentro de poco más de treinta y cinco horas.
—Si encontramos a mi abuelo, todo se solucionará —dijo.
Se acercó a mí, se puso de puntillas y me dio un pequeño beso bajo el lóbulo de la oreja. Su beso me caldeó un poco el cuerpo, incluso me pareció que la herida me dolía un poco menos. Quizá debajo de la oreja haya un punto específico que produzca este efecto. O quizá se debía a que hacía mucho tiempo que no me besaba una chica de diecisiete años. Porque ya habían transcurrido dieciocho años desde la última vez que me había besado una chica de esa edad.
—Si crees que todo va a salir bien, entonces se te quita el miedo, ¿sabes? —dijo.
—Con la edad, uno cree cada vez en menos cosas —dije—. Igual que se van gastando los dientes. No es que uno se vaya volviendo un cínico o un escéptico, no, simplemente uno se va gastando. Y ya está.
—¿Tienes miedo?
—Sí —dije. Me incliné y me asomé otra vez al agujero—. Nunca he podido soportar los sitios angostos y oscuros.
—No podemos retroceder. No tenemos otra opción que seguir adelante.
—Claro. Ésa es la teoría —dije. Empezaba a sentir que mi cuerpo ya no me pertenecía. En el instituto, cuando jugaba al baloncesto, a veces me asaltaba esta sensación. Cuando la pelota iba demasiado deprisa y mi cuerpo intentaba alcanzarla, mi conciencia se iba quedando atrás.
La joven tenía los ojos clavados en el contador. Poco después, dijo:
—Vamos.
La batería ya estaba cargada.
Igual que antes, la joven se puso en cabeza y yo la seguí. Tras penetrar en el agujero, se volvió y cerró la puerta haciendo girar una rueda que había junto a la boca de entrada. Conforme la puerta se iba cerrando, el rectángulo de luz que penetraba en el interior del agujero se fue haciendo paulatinamente más delgado hasta que, al fin, se convirtió en un hilo vertical y desapareció. Reinó una oscuridad todavía más compacta que antes, y sentí cómo las sombras más densas que había visto jamás caían sobre mí. Ni siquiera la luz de la linterna conseguía rasgarlas y se limitaba a proyectar un débil puntito de luz.
—No lo entiendo. ¿Cómo es que a tu abuelo se le ocurrió elegir un pasadizo que cruza el centro de la guarida de los tinieblos?
—Porque es el lugar más seguro —dijo la joven iluminándome con su linterna—. Ahí hay un territorio sagrado donde no pueden penetrar.
—¿Por razones religiosas?
—Sí, creo que sí. Yo no lo he visto nunca, pero mi abuelo me lo contó. Me dijo que era espeluznante hablar de fe en estos casos, pero que se trataba de una especie de religión, sin duda alguna. Su dios es un pez. Un enorme pez sin ojos. —Tras pronunciar estas palabras, dirigió el haz de luz hacia delante—, Y ahora, sigamos. Tenemos poco tiempo.
El techo de la gruta era tan bajo que había que inclinarse mucho para avanzar. Aunque la superficie rocosa era lisa y resbaladiza, de vez en cuando me golpeaba la cabeza con alguna roca que sobresalía. Pero no tenía tiempo de quejarme. Caminaba como un auténtico poseso, manteniendo el haz de luz clavado en la espalda de la joven para no perderla de vista. Para lo gruesa que estaba, sus movimientos eran muy ágiles, su paso rápido, y poseía una notable capacidad de aguante. Yo también era bastante fuerte, pero andar encorvado me producía punzadas en el abdomen. Me dolía como si me clavaran una cuña de hielo en el vientre. La camisa, empapada en sudor, se me adhería, helada, al cuerpo. Sin embargo, era preferible el dolor de la herida a la idea de quedarme solo en la negra oscuridad.
Conforme avanzaba, se iba intensificando más y más la sensación de que el cuerpo ya no me pertenecía. Me dije que probablemente se debía a que no podía verme a mí mismo. Aunque me llevara la palma de la mano ante los ojos, no podía distinguirla.
Ser incapaz de ver tu propio cuerpo es algo muy extraño. Cuando eso se prolonga largo tiempo, te acabas preguntando si tu cuerpo no será más que una simple hipótesis. Cierto que, al golpearme la cabeza, me hacía daño, y que la herida del vientre no me daba tregua. Y que sentía el suelo bajo las plantas de los pies. Pero no eran más que un simple dolor y una simple percepción. Podía decirse que no era más que un concepto que se asentaba sobre la hipótesis de que mi cuerpo me pertenecía. Por lo tanto, no se podía descartar la idea de que mi cuerpo hubiese desaparecido y que sólo quedase el concepto, que funcionaba de manera autónoma. Exactamente igual que una persona a la que le han amputado una pierna en una operación quirúrgica continúa sintiendo el picor en la punta de los dedos de los pies de la pierna amputada.
Intenté varias veces enfocar mi cuerpo con la luz de la linterna para comprobar su existencia, pero, como temía perder de vista a la chica, al final lo dejé correr. «Mi cuerpo todavía existe», me dije, tratando de convencerme a mí mismo. «Si mi cuerpo hubiese desaparecido, dejando sólo a mi alma atrás, seguro que me sentiría mejor. Porque si el alma tuviese que arrastrar eternamente heridas en la barriga, úlceras gástricas y hemorroides, ¿dónde diablos se hallaría la salvación? Y si el alma no se separase del cuerpo, ¿dónde diablos se encontraría su razón de existir?»
Absorto en estas cavilaciones, iba siguiendo la chaqueta militar color verde oliva, la falda rosa, ajustada como un guante, que asomaba por debajo, y las zapatillas de deporte Nike de color rosa. Los pendientes de oro se balanceaban brillando en la oscuridad. Parecía que un par de luciérnagas revoloteara alrededor de su cuello.
Ella proseguía la marcha en silencio sin volverse hacia mí. Parecía que hubiese olvidado mi existencia por completo. Seguía hacia delante, inspeccionando los ramales y las grutas con rápidos destellos de la luz de la linterna. Al llegar a una bifurcación, se detuvo, sacó del bolsillo del pecho el mapa y lo iluminó para comprobar el camino que teníamos que seguir. Mientras, yo logré darle alcance.
—¿Qué? ¿Vamos bien? —le pregunté.
—Sí. Tranquilo. Vamos bien. De momento —me respondió con voz segura.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues porque vamos bien —dijo y dirigió la luz a sus pies—. Mira ahí, en el suelo.
Me agaché y clavé la vista en el círculo de tierra iluminado. En un hueco de la roca había unos pequeños objetos de color plateado que brillaban. Al recoger uno, descubrí que se trataba de clips metálicos.
—¡Lo ves! Mi abuelo ha pasado por aquí. Y, como calculaba que lo seguiríamos, nos ha dejado esta señal.
—Ya veo —dije.
—Ya han pasado quince minutos. Tenemos que apresurarnos.
Más adelante se abrían más bifurcaciones, pero en cada una de ellas encontramos clips esparcidos por el suelo indicándonos el camino, de modo que pudimos seguir adelante sin vacilar y ahorrarnos, así, un tiempo precioso.
Aquí y allá, profundos agujeros abrían sus bocas a nuestros pies. Su ubicación estaba señalada en el mapa con rotulador rojo. Al aproximarnos a ellos, reducíamos un poco la velocidad y avanzábamos iluminando el suelo con grandes precauciones. Los agujeros medían entre cincuenta y setenta centímetros de diámetro, de modo que los sorteamos sin dificultad, bien saltando por encima, bien rodeándolos. Por curiosidad, tiré una piedra del tamaño de un puño dentro de uno de los agujeros, pero, por más que esperé, no oí nada. Me dio la impresión de que la piedra había atravesado la Tierra hasta llegar a Brasil o a Argentina. Sólo con imaginar la posibilidad de dar un paso en falso y caer dentro de uno de aquellos agujeros, sentía cómo se me cerraba la boca del estómago.