El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (56 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—Adelante —dijo ella apartando la mano de mi brazo y poniéndose en pie—. Ya va siendo hora de salir.

Asentí, me levanté y descendí a la vía tras ella. Y empezamos a caminar en dirección a Aoyama Itchôme.

30
EL FIN DEL MUNDO
El agujero

Cuando me desperté por la mañana, me asaltó la impresión de que los sucesos del bosque habían acaecido en sueños. Sin embargo, no lo había soñado. Sobre la mesa, acurrucado como un animalito indefenso, descansaba el viejo acordeón. Todo pertenecía a la realidad. El ventilador que giraba movido por el viento procedente del subsuelo; el encargado de la central eléctrica, aquel joven de expresión desdichada; la colección de instrumentos musicales...

Por otra parte, un ruido insólitamente irreal resonaba sin cesar dentro de mi cabeza. Era como si me martillearan el cerebro. El ruido proseguía sin pausa y, también sin pausa, algo plano se me iba clavando en el cráneo. No es que me doliera la cabeza. Mi cabeza se hallaba en perfecto estado. Sólo que era irreal.

Desde la cama barrí con la mirada la habitación, pero nada parecía haber cambiado. El techo, las cuatro paredes, el suelo ligeramente combado, la ventana, las cortinas: todo permanecía igual. Estaba la mesa y, sobre la mesa, el acordeón. En la pared, colgaban mi abrigo y mi bufanda. Y por el bolsillo del abrigo asomaban los guantes.

Comprobé entonces si me respondían todos los músculos. Las distintas partes de mi cuerpo se movían con normalidad. No había nada anómalo en ninguna parte.

No obstante, aquel sonido plano seguía resonando dentro de mi cráneo. Era irregular, coral. Una mezcla de varios sonidos homogéneos. Intenté averiguar de dónde procedía, pero, por más que agucé el oído, no logré descubrir de qué dirección venía. Debía de nacer en mi cabeza.

Para acabar de cerciorarme, salté de la cama y miré por la ventana. Entonces, finalmente, descubrí el origen del sonido. En el descampado de debajo de la ventana, tres ancianos excavaban con palas un gran agujero. El ruido lo producían las palas al clavarse en la tierra helada y endurecida. En el aire, muy seco, el sonido cobraba una cadencia extraña: eso era lo que me había desconcertado. Los acontecimientos de los últimos días me habían alterado algo los nervios.

El reloj marcaba casi las diez. Era la primera vez que dormía hasta tan tarde. ¿Por qué no me habría despertado el coronel? Excepto cuando tenía fiebre, me había despertado todos los días a las nueve, trayendo la bandeja del desayuno para nosotros dos.

Esperé hasta las diez y media, pero el coronel no aparecía. Resignado, bajé a la cocina, cogí pan y algo de beber, volví a mi cuarto y desayuné solo. Quizá porque estaba acostumbrado a tomarlo en compañía, el desayuno me pareció insípido. Me comí sólo la mitad del pan y dejé el resto para las bestias. Luego, mientras la estufa caldeaba la habitación, me quedé sentado en la cama, inmóvil, envuelto en mi abrigo.

El idílico buen tiempo del día anterior se había esfumado durante la noche y el opresivo aire frío de siempre invadía la habitación. Apenas soplaba viento, pero el paisaje había recuperado los colores invernales, y nubes hinchadas de nieve cubrían el cielo bajo y asfixiante que se extendía de la Sierra del Norte a los páramos del sur.

En el descampado situado bajo mi ventana, los cuatro ancianos seguían cavando el agujero.

¿Cuatro?

Antes, cuando había mirado por la ventana, eran sólo tres. Tres ancianos excavando un agujero con palas. Pero ahora eran cuatro. Supuse que se había incorporado un cuarto anciano. No era extraño. En la Residencia Oficial había tantos ancianos que casi era imposible contarlos. Los cuatro ancianos se habían dividido el trozo de tierra y cada uno cavaba a sus pies en silencio. De vez en cuando, una caprichosa ráfaga de viento hacía restallar los faldones de sus delgadas chaquetas, pero ellos, indiferentes al frío, seguían hincando sin parar las palas en la tierra con las mejillas enrojecidas. Uno incluso sudaba y se había quitado la chaqueta. Y la chaqueta, colgada de la rama de un árbol como una muda vacía, ondeaba al viento.

Cuando la habitación se caldeó, me senté en una silla, tomé el acordeón y extendí y plegué lentamente el fuelle. Al contemplarlo en mi cuarto, me di cuenta de que el instrumento había sido elaborado con mucha más minuciosidad de lo que había supuesto al verlo por primera vez en el bosque. Los botones y el fuelle habían adquirido una sucia pátina, pero la pintura de la madera no tenía un solo desconchón y el primoroso arabesco dibujado en el borde seguía intacto. Más que un instrumento musical, cabía hablar de una obra de arte. En todo caso, el fuelle estaba algo endurecido y sus movimientos eran un poco rígidos. Probablemente llevaba largo tiempo abandonado sin que nadie lo tocara. E ignoraba qué clase de persona lo había tocado antes o por qué conductos había llegado hasta el encargado de la central eléctrica. Todo permanecía envuelto en el misterio.

El acordeón era una delicada joya, no sólo desde el punto de vista decorativo, sino también como instrumento musical. En primer lugar, era pequeño. Plegado, cabía en el bolsillo del abrigo. Sin embargo, su tamaño no iba en detrimento de la calidad musical, y al acordeón no le faltaba ninguna pieza.

Lo extendí y plegué repetidas veces y, ya familiarizado con el movimiento del fuelle, fui pulsando, por orden, los botones de la caja derecha mientras apretaba la llave de los acordes de la izquierda. Tras haberle arrancado varias notas, paré y apliqué el oído a los sonidos de los alrededores.

Los ancianos seguían cavando en el solar. Las cuatro palas se hincaban en la tierra a un ritmo irregular y desacompasado que penetraba en mi habitación con nitidez sorprendente. De vez en cuando el viento azotaba mi ventana. Fuera, se veía la pendiente de la colina, cubierta a trechos de restos de nieve. No sabía si la música del acordeón llegaba a los oídos de los ancianos. Me dije que no era probable. El sonido era débil y el viento soplaba en dirección contraria.

Hacía mucho tiempo que no tocaba el acordeón y, además, estaba acostumbrado a un teclado moderno, de modo que me costó bastante familiarizarme con un mecanismo tan antiguo y con aquella disposición de los botones. En consonancia con su tamaño, el acordeón tenía unos botones diminutos y muy próximos entre sí, lo que lo hacía idóneo para un niño o una mujer. Sin embargo, lógicamente, a un adulto de manos grandes le habría resultado bastante difícil tocarlo.

A pesar de ello, al cabo de una hora o dos había logrado arrancarle algunos acordes. Con todo, no me vino a la cabeza ninguna melodía. Por más que, una y otra vez, pulsé los botones intentando acordarme de alguna canción, sólo conseguí una sucesión de notas musicales sin la menor melodía. De vez en cuando, algunas notas tocadas al azar me llevaban a creer que estaba a punto de recordar algo, pero estos destellos de memoria desaparecían de inmediato, absorbidos por el aire.

Me daba la impresión de que mi incapacidad para recordar una melodía se debía al ruido de las palas de los ancianos. No era sólo eso, por supuesto, pero ciertamente el ruido me desconcentraba. El golpeteo de sus palas resonaba en mis oídos con excesiva nitidez, tanto que había empezado a parecerme que el agujero lo estaban haciendo en mi cráneo. Cuanto más cavaban, más grande era el vacío que se abría en mi cabeza.

A mediodía, de repente el viento cobró ímpetu y empezó a mezclarse con la nieve. La ventisca golpeaba con un ruido seco los cristales de las ventanas. Los pequeños y blancos copos de una nieve dura como el hielo se esparcían azarosamente por el alféizar de la ventana para, al poco, ser arrastrados por el viento. Aquel polvo de nieve no llegaría a cuajar, pero sin duda enseguida daría paso a grandes copos de nieve blanda cargados de humedad. Es el orden habitual. La tierra no tardaría en cubrirse de nuevo de una blanca capa de nieve. La nieve dura presagia una gran nevada.

Pero los ancianos seguían excavando sin preocuparse de la nieve. Parecía que supieran de antemano que iba a nevar. Ninguno alzó la vista al cielo, ninguno abandonó la tarea, ninguno dijo nada. Incluso la chaqueta colgada de la rama siguió en el mismo sitio, azotada por la ventisca.

El número de ancianos había aumentado a seis. Los dos últimos manejaban un pico y una carretilla. El anciano del pico había saltado dentro del agujero y rompía la tierra helada; el de la carretilla cogía a paletadas la tierra apilada junto al agujero, la cargaba en la carretilla, la transportaba hasta la pendiente y la echaba abajo. El agujero les llegaba ya a la cintura. Ni siquiera el fuerte viento sofocaba el estrépito de las palas y del pico.

Renuncié a seguir buscando melodías, dejé el acordeón sobre la mesa y fui hasta la ventana para contemplar por unos instantes cómo trabajaban. Nadie parecía dirigir la labor. Todos trabajaban por igual, nadie daba órdenes ni indicaciones. El anciano que sostenía el pico rompía la tierra con gran eficacia, otros cuatro la sacaban a paletadas del agujero y el último, con la carretilla, la transportaba en silencio hasta la pendiente.

Mientras observaba el agujero, empezaron a intrigarme varias cosas. Una era que el agujero parecía demasiado grande para echar en él la basura; otra, que iba a nevar de un momento a otro. Los ancianos debían de cavar ese agujero con algún propósito que se me escapaba.

Pero si la nieve se amontonaba dentro del agujero, a la mañana siguiente estaría completamente tapado. A los ancianos les hubiese bastado con echar simplemente una ojeada a las nubes cargadas de nieve para saberlo. La Sierra del Norte ya aparecía cubierta de nieve hasta media ladera.

Tras reflexionar unos instantes, concluí que no encontraba ningún sentido a su trabajo. Volví junto a la estufa y me quedé contemplando el carbón convertido en rojas ascuas. «Quizá ya no pueda volver a acordarme de ninguna canción», me dije. «Es igual que tenga un instrumento musical o que no lo tenga. Aunque encadene sonidos, no serán más que una serie de notas sin sentido.» El acordeón que descansaba sobre la mesa era sólo un
objeto
hermoso. De pronto creí comprender a la perfección lo que me había dicho el encargado de la central eléctrica. No hacía falta arrancarle notas o saber tocarlo. Era tan bonito que bastaba con mirarlo. Cerré los ojos y me quedé escuchando cómo la ventisca azotaba la ventana.

Al llegar la hora del almuerzo, los ancianos por fin dejaron de trabajar y volvieron a la Residencia Oficial. Arrojaron al suelo palas y pico y allí se quedaron.

Sentado en una silla junto a la ventana, yo contemplaba el agujero desierto cuando mi vecino, el coronel, llamó a la puerta. Llevaba el grueso abrigo de siempre y una gorra de trabajo con visera calada hasta las cejas. En el abrigo y en la gorra llevaba adheridas diminutas motas del polvo de nieve.

—Parece que esta noche va a nevar de lo lindo, ¿eh? —dijo—. ¿Traigo la comida?

—Se lo ruego —dije.

Unos diez minutos más tarde regresó con una olla y la depositó sobre la estufa. Después, igual que los crustáceos que, al llegar la estación, van desprendiéndose de sus caparazones, fue quitándose con cuidado la gorra, el abrigo y los guantes. Por último, se pasó los dedos por el pelo blanco alborotado, se sentó en una silla y suspiró.

—Siento no haber podido venir a desayunar —dijo—. He estado tan ocupado desde primera hora de la mañana que aún no he tenido ni tiempo para comer.

—¿Usted no estaba cavando el agujero?

—¿El agujero? ¡Ah, ese agujero! No, ésa no es tarea mía. No es que me disguste cavar la tierra, pero no —dijo soltando una risita—. Yo he estado trabajando en la ciudad.

Cuando la olla estuvo caliente, distribuyó la comida en dos platos y los depositó sobre la mesa. Era un estofado de verduras con fideos. Se lo comió con apetito, soplando para que se enfriara.

—¿Y para qué es ese agujero? —le pregunté al coronel.

—Para nada —contestó llevándose la cuchara a la boca—. Lo han cavado por cavarlo. En este sentido, es un agujero puro.

—No lo entiendo.

—Es muy simple. Les apetecía hacerlo. Es su única finalidad.

Mastiqué el pan mientras reflexionaba sobre el agujero puro.

—De vez en cuando cavan un agujero —contó el anciano—. Puede que, en el fondo, sea lo mismo que mi pasión por el ajedrez. No tiene sentido, no lleva a ninguna parte. Pero eso no importa. Nadie necesita que tenga un sentido, nadie desea llegar a ninguna parte. Nosotros, aquí, abrimos un agujero puro tras otro. Actos sin finalidad, esfuerzos sin progreso, pasos que no conducen a ninguna parte, ¿no te parece maravilloso? Nadie resulta herido, nadie hiere. Nadie adelanta, nadie es adelantado. Sin victoria, sin derrota.

—Creo que le entiendo.

El anciano, tras asentir varias veces, inclinó el plato y se tomó el último bocado de estofado.

—Quizá a ti algunas cosas de la ciudad se te antojen poco normales. Pero, para nosotros, son del todo naturales. Naturales, puras y pacíficas. Estoy seguro de que tú también lo entenderás algún día. Espero que así sea. Yo, durante mucho tiempo, fui militar y no me arrepiento de ello. Mi vida ha sido dichosa, a su modo. La humareda de los cañones, el olor de la sangre, el destello de las bayonetas, el toque de carga: aún hoy los recuerdo a veces. Sin embargo, soy incapaz de recordar lo que nos empujaba a la lucha: el honor, el patriotismo, la combatividad, el odio, esas cosas. Tú ahora quizá temas perder tu corazón. Yo también lo temía. No tienes por qué avergonzarte de ello. —Se interrumpió y por unos instantes buscó las palabras con la mirada perdida—, Pero cuando pierdas tu corazón, tu alma se llenará de paz. De una paz tan profunda como jamás la hayas experimentado. Recuerda mis palabras.

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