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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

El gran cuaderno (8 page)

BOOK: El gran cuaderno
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Una vez terminada nuestra canción, levantamos los ojos hacia los rostros cansados y vacíos. Una mujer ríe y aplaude. Un hombre joven a quien le falta un brazo dice con voz ronca:

—Seguid. ¡Tocad otra cosa!

Intercambiamos los papeles. El que antes tocaba la armónica se la pasa al otro, y empezamos otra canción.

Un hombre muy delgado se acerca a nosotros tambaleándose y nos grita a la cara:

—¡Silencio, perros!

Nos empuja brutalmente uno a la derecha y el otro a la izquierda; perdemos el equilibrio, se nos cae la armónica. El hombre sube por la escalera apoyándose en la pared. Le oímos gritar todavía desde la calle:

—¡Que se calle todo el mundo!

Recogemos la armónica, la limpiamos. Alguien dice:

—Está sordo.

Otro dice:

—No sólo está sordo. También está completamente loco.

Un viejo nos acaricia el pelo. Unas lágrimas salen de sus ojos hundidos, bordeados de negro.

—¡Qué desgracia! ¡Qué mundo de desgracias! ¡Pobres niños! ¡Pobre mundo!

Una mujer dice:

—Sordo o loco, el caso es que ha vuelto. Y tú también has vuelto.

Se sienta encima de las rodillas del hombre a quien le falta un brazo. El hombre dice:

—Tienes razón, guapa, he vuelto. Pero, ¿cómo voy a trabajar? ¿Con qué voy a sujetar las tablas para serrarlas? ¿Con la manga vacía de mi chaqueta?

Otro joven, sentado en un banco, dice, riendo:

—Yo también he vuelto. Sólo que estoy paralizado por abajo. Las piernas y todo lo demás. Ya no me empalmaré nunca más. Habría preferido morirme de golpe, mira, quedarme allí, de una vez.

Otra mujer dice:

—No estáis contentos nunca. Los que veo morir en el hospital dicen: «fuese cual fuese mi estado, me gustaría sobrevivir, volver a mi casa, ver a mi mujer, a mi madre, no importa cómo, vivir un poco más aún».

Un hombre dice:

—Tú, cierra el pico. Las mujeres no han visto nada de la guerra.

La mujer dice:

—¿Que no hemos visto nada? ¡Imbécil! Nosotras hacemos todo el trabajo, tenemos todas las preocupaciones: alimentar a los niños, cuidar a los heridos... Vosotros, una vez acaba la guerra, sois todos unos héroes. Muertos: héroes. Supervivientes: héroes. Mutilados: héroes. Y por eso habéis inventado la guerra vosotros, los hombres. Es vuestra guerra. Vosotros la habéis querido; ¡hacedla pues, héroes de mierda!

Todos se pusieron a hablar y a gritar. El viejo, cerca de nosotros, dijo:

—Nadie ha querido esta guerra. Nadie, nadie.

Nosotros salimos de la bodega; decidimos volver a casa.

La luna ilumina las calles y la carretera polvorienta que lleva a casa de la abuela.

El desarrollo de nuestros espectáculos

Aprendemos a hacer malabarismos con frutas: manzanas, nueces, albaricoques. Primero con dos. Es fácil. Después con tres, cuatro, hasta que llegamos a cinco.

Inventamos números de prestidigitación con cartas y cigarrillos.

Nos entrenamos también en las acrobacias. Sabemos hacer la rueda, saltos mortales, volteretas hacia delante y hacia atrás, y somos capaces de caminar con las manos con absoluta facilidad.

Nos ponemos una ropa vieja demasiado grande para nosotros que hemos encontrado en el baúl del desván: americanas a cuadros, grandes y desgarradas, grandes pantalones que nos atamos a la cintura con un cordón. También hemos encontrado un sombrero negro redondo y duro.

Uno de nosotros se pone un pimiento rojo en la nariz y el otro un falso bigote hecho con pelos de maíz. Conseguimos un pintalabios y nos agrandamos la boca hasta las orejas.

Así, disfrazados de payasos, vamos a la plaza del mercado. Allí es donde hay más tiendas y más gente.

Empezamos nuestro espectáculo armando mucho escándalo con la armónica, y con una calabaza vacía transformada en tambor. Cuando hay suficientes espectadores a nuestro alrededor, hacemos malabarismos con unos tomates o incluso con unos huevos. Los tomates son tomates de verdad, pero los huevos están vacíos y llenos de arena fina. Como la gente no lo sabe, gritan, se ríen y aplauden cuando nosotros fingimos atrapar uno por los pelos.

Seguimos nuestro espectáculo con unos números de prestidigitación y lo acabamos con acrobacias. Mientras uno de nosotros sigue haciendo la rueda y saltos mortales, el otro va dando vueltas junto a los espectadores andando con las manos, con el viejo sombrero entre los dientes.

Por la noche vamos a los bares sin disfraz.

Conocemos muy bien todos los bares de la ciudad, las bodegas donde el viticultor vende su propio vino, las tabernas donde se bebe de pie, los cafés donde va la gente bien vestida y algunos oficiales que buscan chicas.

La gente que bebe da fácilmente su dinero. Se confían fácilmente también. Aprendemos toda clase de secretos sobre toda clase de gente.

A menudo nos ofrecen de beber, y poco a poco nos acostumbramos al alcohol. Fumamos también los cigarrillos que nos dan.

En todas partes tenemos mucho éxito. Dicen que tenemos una bonita voz; nos aplauden y nos llaman a saludar muchas veces.

Teatro

A veces, si la gente está atenta, no están demasiado borrachos y no arman demasiado ruido, les representamos una de nuestras pequeñas piezas de teatro, por ejemplo, la
Historia del pobre y del rico.

Uno de nosotros hace de pobre, otro de rico.

El rico está sentado a la mesa y fuma. Entra el pobre:

—Ya he acabado de cortar su leña, señor.

—Muy bien. El ejercicio es muy saludable. Tienes muy buen aspecto. Tienes las mejillas rojas.

—Tengo las manos heladas, señor.

—¡Acércate! ¡Que te vea! ¡Ah, qué asqueroso! ¡Tienes las manos llenas de grietas y de forúnculos!

—Son los sabañones, señor.

—Vosotros los pobres tenéis siempre unas enfermedades repugnantes. Sois sucios, ése es el problema. Toma, por tu trabajo.

Y lanza un paquete de cigarrillos al pobre, que enciende uno y empieza a fumar. Pero no hay cenicero donde se encuentra, junto a la puerta, y no se atreve a acercarse a la mesa. Por lo tanto, se echa la ceniza en la palma de la mano. El rico, al que le gustaría que el pobre se fuese, finge no ver que el hombre necesita un cenicero. Pero el pobre no quiere irse todavía, porque tiene hambre. Dice:

—Huele bien en su casa, señor.

—Es la limpieza.

—Huele a sopa caliente. Yo no he comido nada todavía hoy.

—Pues tendrías que haberlo hecho. Yo, por mi parte, voy a ir a comer al restaurante, porque he dado permiso a mi cocinero.

El pobre husmea.

—Pero aquí huele a buena sopa bien caliente.

El rico grita:

—¡No puede oler a sopa en mi casa, nadie está preparando sopa en mi casa, debe de venir de casa de los vecinos, o bien será tu imaginación! Vosotros, los pobres, sólo pensáis en vuestro estómago: por eso no tenéis nunca dinero. Os gastáis todo lo que tenéis en sopa y en salchichón. Sois unos guarros, eso es lo que sois, y ahora me estás manchando el parqué con la ceniza de tu cigarrillo. ¡Vete de aquí y que no te vuelva a ver!

El rico abre la puerta, da una patada al pobre, que cae en la acera.

El rico cierra la puerta de nuevo, se sienta delante de un plato de sopa y dice, uniendo las manos:

—Gracias, Jesucristo Señor Nuestro, por todos tus dones.

Las alertas

Cuando llegamos a casa de la abuela había pocas alertas en el pueblo. Ahora cada vez hay más. Las sirenas se ponen a ulular en cualquier momento del día o de la noche, exactamente igual que en la ciudad. La gente corre a protegerse, refugiándose en las bodegas. Durante este tiempo las calles están desiertas. A veces, las puertas de casas y tiendas permanecen abiertas. Nosotros aprovechamos para entrar y coger tranquilamente lo que nos apetece.

No nos refugiamos jamás en nuestra bodega. La abuela tampoco. Por el día seguimos con nuestras ocupaciones, por la noche seguimos durmiendo.

La mayor parte del tiempo los aviones no hacen otra cosa que atravesar nuestro pueblo para ir a bombardear al otro lado de la frontera. Alguna vez ocurre que una bomba cae en una casa, sin embargo. En ese caso, localizamos el lugar por la dirección de la humareda y vamos a ver quién ha sido destruido. Si queda algo que podamos coger, lo cogemos.

Hemos observado que la gente que se encuentra en la bodega de una casa bombardeada siempre está muerta. Por el contrario, la chimenea de la casa casi siempre queda en pie.

También ocurre que un avión lanza un ataque en picado para ametrallar a gente en los campos o en la calle.

El ordenanza nos ha enseñado que hay que prestar atención cuando el avión avanza hacia nosotros, pero que una vez se encuentra justo encima de nuestras cabezas, el peligro ha pasado.

A causa de las alertas está prohibido encender lámparas por la noche antes de haber tapado completamente las ventanas. La abuela piensa que es más práctico no encenderlas en absoluto. Algunas patrullas hacen la ronda toda la noche para que se respete el reglamento.

En el curso de una cena hablamos de un avión que hemos visto caer en llamas. También hemos visto al piloto saltar en paracaídas.

—No sabemos qué ha sido del piloto enemigo.

La abuela dice:

—¿Enemigo? Son amigos, hermanos nuestros. Pronto llegarán.

Un día, nos paseamos por ahí durante una alerta. Un hombre muy alarmado se precipita hacia nosotros:

—No debéis quedaros fuera durante los bombardeos.

Nos tira del brazo y nos lleva hacia una puerta:

—Entrad, entrad ahí dentro.

—No queremos.

—Es un refugio. Ahí estaréis seguros.

Abre la puerta y nos empuja delante de él. La bodega está llena de gente. Reina un silencio total. Las mujeres aprietan a sus niños contra ellas.

De golpe, en algún lugar, explotan las bombas. Las explosiones se acercan. El hombre que nos ha llevado a la bodega se arroja en un montón de carbón que se encuentra en un rincón e intenta enterrarse debajo de él.

Algunas mujeres ríen con desprecio. Una mujer anciana dice:

—Tiene los nervios destrozados. Está de permiso por eso.

De repente, nos cuesta respirar. Abrimos la puerta de la bodega. Una mujer grande y gorda nos empuja hacia dentro y cierra la puerta. Grita:

—¿Estáis locos? No podéis salir ahora.

Decimos:

—La gente muere siempre en las bodegas. Queremos salir.

La mujer gorda se apoya contra la puerta. Nos enseña su brazalete de la Protección Civil.

—¡Soy yo la que manda aquí! ¡Os quedaréis ahí!

Le hundimos los dientes en los antebrazos carnosos y le damos patadas en las tibias. Ella grita, intenta pegarnos. La gente se ríe. Al final dice, roja de cólera y de vergüenza:

—¡Marchaos! ¡Largaos de aquí! ¡Reventad ahí fuera! No será una gran pérdida.

Fuera respiramos. Es la primera vez que hemos sentido miedo.

Las bombas continúan cayendo.

El rebaño humano

Hemos ido a buscar nuestra ropa limpia a la rectoría. Comemos pan con mantequilla con la sirvienta en la cocina. Oímos gritos que proceden de la calle. Dejamos las rebanadas de pan y salimos. La gente está delante de sus puertas y mira en dirección a la estación. Unos niños emocionados corren y gritan:

—¡Ya vienen! ¡Ya vienen!

En la esquina de la calle aparece un jeep militar con unos oficiales extranjeros. El jeep rueda lentamente, seguido por unos militares que llevan los fusiles en bandolera. Detrás, una especie de rebaño humano. Niños como nosotros. Mujeres como nuestra madre. Viejos como el zapatero.

Son doscientos o trescientos que van avanzando, rodeados por los soldados. Algunas mujeres llevan a sus niños pequeños a la espalda, encima de los hombros o apretados contra su pecho. Una de ellas cae; unas manos cogen al niño y a la madre y les ayudan, ya que un soldado les ha apuntado ya con su fusil.

Nadie habla, nadie llora: los ojos están fijos en el suelo. Solamente se oye el ruido de los zapatos claveteados de los soldados.

Justo delante de nosotros un brazo delgado sale de la multitud, se tiende una mano sucia, una voz pide:

—Pan.

La sirvienta, sonriente, hace el ademán de ofrecer el resto de su rebanada, la acerca a la mano tendida y después, con una risotada, se lleva el trozo de pan a la boca, lo muerde y dice:

—¡Yo también tengo hambre!

Un soldado que lo ha visto todo le da una palmada en las nalgas a la sirvienta, le pellizca la mejilla y ella le hace señas con el pañuelo hasta que no vemos más que una nube de polvo en el sol poniente.

Volvemos a la casa. Desde la cocina vemos al señor cura arrodillado delante del gran crucifijo de su habitación.

La sirvienta dice:

—Acabaos el pan.

Le decimos:

—Ya no tenemos hambre.

Nos vamos a la habitación. El cura se vuelve:

—¿Queréis rezar conmigo, hijos?

—No rezamos nunca, ya lo sabe. Queremos comprender.

—No podéis comprenderlo. Sois demasiado jóvenes.

—Pero usted no es demasiado joven. Por eso le preguntamos: ¿quién es toda esa gente? ¿Adónde se los llevan? ¿Por qué?

El cura se levanta, viene hacia nosotros. Dice, cerrando los ojos:

—Los caminos del Señor son inescrutables.

Abre los ojos, nos pone las manos en las cabezas:

—Es muy lamentable que os hayáis visto obligados a asistir a semejante espectáculo. Os tiembla todo el cuerpo.

—A usted también, señor cura.

—Sí, soy viejo, tiemblo.

—Y nosotros tenemos frío. Hemos venido con el torso desnudo. Vamos a ponernos una de las camisas que ha lavado su sirvienta.

Vamos a la cocina. La sirvienta nos tiende el paquete con nuestra ropa limpia. Cogemos una camisa cada uno. La sirvienta dice:

—Sois demasiado sensibles. Lo mejor que podríais hacer es olvidar lo que habéis visto.

—Nosotros no olvidamos nada, nunca.

Ella nos empuja hacia la salida.

—¡Venga, tranquilizaos! Todo esto no tiene nada que ver con vosotros. A vosotros nunca os pasará eso. Esa gente de ahí son como animales.

Las manzanas de la abuela

De la rectoría nos vamos corriendo hasta la casa del zapatero. Los cristales de su ventana están rotos, la puerta hundida. En el interior lo han saqueado todo. En las paredes hay escritas palabras groseras.

Una vieja está sentada en un banco delante de la casa vecina. Le preguntamos:

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