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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

El gran cuaderno (7 page)

BOOK: El gran cuaderno
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—Buenos días, amiguitos, buenos días, linda señorita. ¿Cerezas ya maduras? Yo gustar mucho cerezas, yo gustar mucho linda señorita.

El oficial llama por la ventana. El ordenanza debe entrar en casa. La sirvienta nos dice:

—¿Por qué no me habíais dicho que había hombres en vuestra casa?

—Son extranjeros.

—¿Y qué? ¡Qué guapo que es el oficial!

Le preguntamos:

—¿Y el ordenanza, no te gusta?

—Es bajito y gordo.

—Pero es amable y divertido. Y habla bien nuestro idioma.

Ella dice:

—Qué tontería. Es el oficial el que me gusta.

El oficial viene a sentarse en el banco ante su ventana. La cesta de la sirvienta ya está llena de cerezas, podría volver a la rectoría, pero se queda allí. Mira al oficial y se ríe muy fuerte. Se cuelga de una rama del árbol, se balancea, salta, se echa en la hierba y finalmente lanza una margarita al oficial. El oficial se levanta, entra de nuevo en su habitación. Poco después sale y se va con el jeep.

El ordenanza se asoma a la ventana y grita:

—¿Quién venir a ayudar a un pobre hombre a limpiar habitación muy sucia?

Le decimos:

—Nosotros queremos ayudarte.

—Necesitar mujer para ayudar. Necesitar linda señorita.

Le decimos a la sirvienta:

—Ven. Vamos a ayudarle un poco.

Vamos los tres a la habitación del oficial. La sirvienta coge la escoba y empieza a barrer. El ordenanza se sienta en la cama. Dice:

—Yo soñar. Una princesa ver en ese sueño. Princesa debe pellizcar para despertar.

La sirvienta se ríe, pellizca muy fuerte la mejilla del ordenanza.

El ordenanza grita:

—¡Ahora yo despierto! Yo también querer pellizcar princesita mala.

Coge a la sirvienta entre sus brazos y le pellizca las nalgas. La sirvienta se debate, pero el ordenanza la coge muy fuerte. Nos dice:

—¡Vosotros, fuera! Y cerrar puerta.

Le preguntamos a la sirvienta:

—¿Quieres que nos quedemos?

Ella se ríe.

—¿Para qué? Yo me sé defender muy bien sola.

Entonces salimos de la habitación, cerramos la puerta después. La sirvienta se acerca a la ventana, nos sonríe, tira de los postigos y cierra la ventana. Subimos al desván y por los agujeros vemos lo que pasa en la habitación del oficial.

El ordenanza y la sirvienta están echados en la cama. La sirvienta está desnuda, el ordenanza lleva solamente la camisa y los calcetines. Está acostado encima de la sirvienta y los dos se mueven de delante atrás y de derecha a izquierda. El ordenanza gruñe como el cerdo de la abuela, y la sirvienta lanza gritos como si le hiciesen daño, pero se ríe al mismo tiempo, y grita:

—¡Ah, sí, sí, oh, oh, oh!

Desde ese día, la sirvienta vuelve a menudo y se encierra con el ordenanza. Nosotros les miramos a veces, pero no siempre.

El ordenanza prefiere que la sirvienta se agache o que se ponga a cuatro patas y la toma por detrás.

La sirvienta prefiere que el ordenanza esté echado de espaldas. Entonces ella se sienta encima del vientre del ordenanza y se mueve de arriba abajo, como si montase un caballo.

El ordenanza a veces le regala unas medias o agua de colonia a la sirvienta.

El oficial extranjero

Hacemos nuestro ejercicio de inmovilidad en el jardín. Hace calor. Estamos echados de espaldas a la sombra del nogal. A través de las hojas vemos el cielo, las nubes. Las hojas de los árboles están inmóviles; las nubes también lo parecen, pero, si las miramos mucho rato, atentamente, nos damos cuenta de que se deforman y se estiran.

La abuela sale de casa. Al pasar junto a nosotros, de una patada, nos echa arena y grava encima de la cara y el cuerpo. Farfulla algo y se va a la viña a echar la siesta.

El oficial está sentado, con el torso desnudo y los ojos cerrados, en el banco que hay delante de su habitación, con la cabeza apoyada en el muro blanco, a pleno sol. A menudo viene hacia nosotros; nos habla, pero nosotros no le respondemos ni le miramos. Se vuelve hacia su banco.

Más tarde, el ordenanza nos dice:

—El señor oficial querer que venir a hablar con él.

Nosotros no respondemos. Él insiste:

—Levantar y venir. El oficial enfadar si vosotros no obedecer.

No nos movemos.

El oficial dice algo y el ordenanza entra en la habitación. Se le oye cantar haciendo la limpieza.

Cuando el sol toca el tejado de la casa al lado de la chimenea, nos levantamos. Vamos ante el oficial y nos quedamos ante él. Éste llama al ordenanza. Preguntamos:

—¿Qué quiere?

El oficial hace unas preguntas y el ordenanza traduce:

—El señor oficial preguntar, ¿por qué no mover, por qué no hablar?

Nosotros respondemos:

—Hacemos nuestro ejercicio de inmovilidad.

El ordenanza traduce más:

—El señor oficial decir vosotros hacer muchos ejercicios. De otros tipos. Os ha visto golpear el uno al otro con cinturón.

—Era nuestro ejercicio de endurecimiento.

—El señor oficial decir, ¿por qué hacer todo eso?

—Para habituarnos al dolor.

—Él preguntar, ¿vosotros gustar hacer daño?

—No. Sólo queremos vencer el dolor, el calor, el frío, el hambre, todo lo que hace daño.

—El señor oficial admirar vosotros. Encontrar extraordinarios.

El oficial añade algunas palabras. El ordenanza nos dice:

—Bueno, acabado. Yo tener que ir ahora. Vosotros también salir pitando, ir a pescar.

Pero el oficial nos retiene por el brazo sonriendo y hace señas al ordenanza de que se vaya. El ordenanza da algunos pasos, se vuelve:

—¡Vosotros, ir! ¡Rápido! Ir pasear al pueblo.

El oficial le mira y el ordenanza se aleja hasta la puerta del jardín, desde donde nos grita:

—¡Largar, vosotros! ¡No quedar! ¿No entendido, idiotas?

Se va. El oficial nos sonríe, nos hace entrar en su habitación. Se sienta en una silla, nos atrae hacia él, nos levanta, nos hace sentar en sus rodillas. Nosotros pasamos los brazos en torno a su cuello, nos apretamos contra su pecho velludo. Él nos acuna.

Debajo de nosotros, entre las piernas del oficial, notamos un movimiento cálido. Nos miramos y después miramos al oficial a los ojos. Él nos empuja suavemente, nos alborota el pelo, se pone de pie. Nos tiende dos fustas y se acuesta en la cama, de cara. Dice una sola palabra que, sin conocer su idioma, entendemos.

Le golpeamos. Una vez uno, otra vez el otro.

La espalda del oficial se llena de rayas rojas. Le golpeamos cada vez más y más fuerte. El oficial gime y, sin cambiar de posición, se baja el pantalón y el calzoncillo hasta los tobillos. Le golpeamos las nalgas blancas, los muslos, las piernas, la espalda, el cuello, los hombros con todas nuestras fuerzas, y todo se vuelve rojo.

El cuerpo, los cabellos, la ropa del oficial, las sábanas, la alfombra, nuestras manos, nuestros brazos, todo está rojo. La sangre se nos mete incluso en los ojos, se mezcla con nuestro sudor y continuamos golpeando hasta que el hombre lanza un grito final, inhumano, y nosotros caemos, agotados, al pie de su cama.

El idioma extranjero

El oficial nos trae un diccionario con el cual se puede aprender su idioma. Aprendemos las palabras y el ordenanza nos corrige la pronunciación. Algunas semanas más tarde hablamos con fluidez ese idioma nuevo. No dejamos de hacer progresos. El ordenanza ya no tiene que hacer de intérprete. El oficial está muy contento con nosotros. Nos ofrece una armónica. Nos da también una llave de su habitación para que podamos entrar cuando queramos (ya habíamos entrado con nuestra llave, pero a escondidas). Ahora no tenemos necesidad de escondernos y podemos hacer lo que nos dé la gana: comer galletas y chocolate, fumar cigarrillos.

Vamos a menudo a aquella habitación, ya que allí todo está limpio y estamos más tranquilos que en la cocina. Allí es donde hacemos los deberes a menudo.

El oficial posee un gramófono y algunos discos. Acostados en la cama, escuchamos música. Una vez, para complacer al oficial, ponemos el himno nacional de su país. Pero él se enfada y rompe el disco de un puñetazo.

A veces nos dormimos en la cama, que es muy grande. Una mañana el ordenanza nos encuentra allí; no está nada contento.

—¡Qué imprudencia! No más hacer tonterías así. ¿Qué pasar un día si oficial llegar por la noche?

—¿Qué podría pasar? Hay bastante sitio para él también.

El ordenanza dice:

—Vosotros muy tontos. Una vez pagar la tontería. Si oficial hacer daño a vosotros, yo matar.

—No nos hará daño. No te preocupes por nosotros.

Una noche, el oficial vuelve y nos encuentra dormidos en su cama. La luz de la lámpara de petróleo nos despierta. Le preguntamos:

—¿Quiere que nos vayamos a la cocina?

El oficial nos acaricia la cabeza y dice:

—Quedaos. Quedaos por favor.

Se desnuda y se acuesta entre los dos. Nos rodea con sus brazos, nos cuchichea al oído:

—Dormid. Os amo. Dormid tranquilamente.

Nos volvemos a dormir. Más tarde, ya de día, queremos levantarnos, pero el oficial nos retiene:

—No os mováis. Dormid un poco más.

—Tenemos que ir a orinar. Tenemos que salir.

—No salgáis. Hacedlo aquí.

Nosotros le preguntamos:

—¿Dónde?

Él dice:

—Encima de mí. Sí. No tengáis miedo. ¡Mead! En mi cara.

Lo hacemos, y después salimos al jardín, porque la cama está toda mojada. El sol ya sale y empezamos nuestros trabajos de la mañana.

El amigo del oficial

El oficial vuelve a veces con un amigo, otro oficial más joven. Pasan la tarde juntos y el amigo se queda también a dormir. Nosotros les hemos observado varias veces por el agujero practicado en el techo.

Es una tarde de verano. El ordenanza prepara algo en el infiernillo de alcohol. Pone un mantel en la mesa y nosotros colocamos unas flores. El oficial y su amigo están sentados a la mesa y beben. Más tarde, comen. El ordenanza come junto a la puerta, sentado en un taburete. Después, beben más aún. Mientras tanto nosotros nos ocupamos de la música. Cambiamos los discos, damos cuerda al gramófono.

El amigo del oficial dice:

—Esos críos me ponen nervioso. Échalos fuera.

El oficial le pregunta:

—¿Celoso?

El amigo responde:

—¿De ésos? ¡Grotesco! Son dos pequeños salvajes.

—Pero son muy guapos, ¿no te parece?

—Quizá. No los he mirado.

—Vaya, así que no los has mirado. Entonces míralos.

El amigo se pone rojo.

—¿Pero qué quieres? Me ponen nervioso con su aire hipócrita. Como si nos escuchasen y nos espiasen.

—Es que nos escuchan. Hablan perfectamente nuestro idioma. Lo entienden todo.

El amigo se pone pálido, se levanta:

—¡Esto es demasiado! ¡Me voy!

El oficial dice:

—No seas idiota. Salid, chicos.

Nosotros salimos de la habitación y subimos al desván. Miramos y escuchamos.

El amigo del oficial dice:

—Me has dejado en ridículo delante de esos críos estúpidos.

El oficial dice:

—Son los niños más inteligentes que he visto jamás.

El amigo dice:

—Dices eso para herirme, para hacerme daño. Lo haces para atormentarme, para humillarme. ¡Un día te mataré!

El oficial echa su revólver encima de la mesa.

—¡No pido otra cosa! Cógela. ¡Mátame! ¡Venga!

El amigo coge el revólver y apunta al oficial.

—Lo haré. Ya lo verás, lo haré. La próxima vez que me hables de él, del otro, te mato.

El oficial cierra los ojos, sonríe.

—Era guapo... joven... fuerte... gracioso... delicado... cultivado... tierno... soñador... valiente... insolente... Yo le amaba. Murió en el frente del Este. Tenía diecinueve años. No puedo vivir sin él.

El amigo arroja el revólver encima de la mesa y dice:

—¡Cabrón!

El oficial abre los ojos y mira a su amigo.

—¡Qué falta de valor! ¡Qué falta de carácter!

El amigo dice:

—Sólo tienes que hacerlo tú mismo, si tanto valor tienes, si tanta pena sientes. Si no puedes vivir sin él, síguele en la muerte. ¿Quieres que te ayude? ¡No estoy loco! ¡Revienta! ¡Muérete tú solo!

El oficial coge el revólver y se lo apoya en la sien. Nosotros bajamos del desván. El ordenanza está sentado delante de la puerta abierta de la habitación. Le preguntamos:

—¿Crees que se va a matar?

El ordenanza se ríe.

—No tener miedo. Ellos siempre hacer esto cuando demasiado beber. Yo descargar dos revólveres antes.

Entramos en la habitación y le decimos al oficial:

—Nosotros le mataremos si de verdad lo quiere. Denos su revólver.

El amigo dice:

—¡Pequeños monstruos!

El oficial dice, sonriente:

—Gracias. Sois muy amables. Sólo estábamos jugando. Id a dormir.

Se levanta para cerrar la puerta después de nosotros, y ve al ordenanza:

—¿Aún estás ahí?

—No he recibido permiso para retirarme.

—¡Vete! ¡Quiero que me dejen en paz! ¿Entendido?

A través de la puerta le oímos aún decir a su amigo:

—¡Qué lección para ti, blanducho!

Oímos también ruidos de pelea, de golpes, estruendo de sillas volcadas, una caída, gritos, jadeos. Después el silencio.

Nuestro primer espectáculo

La sirvienta canta a menudo. Canciones populares antiguas y canciones nuevas de moda que hablan de la guerra. Escuchamos las canciones, las repetimos con nuestra armónica. Pedimos también al ordenanza que nos enseñe canciones de su país.

Una noche, tarde, cuando la abuela ya se ha acostado, nos vamos al pueblo. Junto al castillo, en una calle vieja, llegamos a una casa baja. Ruido, voces y humo proceden de la puerta que se abre a una escalera. Bajamos los escalones de piedra y desembocamos en una bodega dispuesta como bar. Unos hombres, de pie o sentados en bancos de madera y toneles, beben vino. La mayor parte son viejos, pero también hay algunos jóvenes, así como tres mujeres. Nadie nos hace el menor caso.

Uno empieza a tocar la armónica y el otro a cantar una canción conocida, donde se habla de una mujer que espera a su marido que se fue a la guerra y que volverá pronto, victorioso.

La gente, poco a poco, se vuelve hacia nosotros: las voces se callan. Nosotros cantamos, tocamos cada vez más fuerte, oímos resonar nuestra melodía, hacer eco en la bóveda de la bodega, como si fuese otro el que tocase y cantase.

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