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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Drama

El gran Gatsby (15 page)

BOOK: El gran Gatsby
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Cuando Tom levantó el auricular el calor comprimido estalló en sonidos y oímos los acordes portentosos de la
Marcha nupcial
de Mendelssohn, procedentes de la planta de abajo, del salón de baile.

—Imaginaos casarse con este calor —dijo Jordan con tono sombrío.

—Calla, que yo me casé en pleno mes de junio —recordó Daisy—. ¡Louisville en junio! Uno se desmayó. ¿Quién se desmayó, Tom?

—Biloxi —respondió, seco.

—Uno que se llamaba Biloxi, «Blocks» Biloxi, fabricante de cajas (esto es auténtico), y era de Biloxi, en Tennessee.

—Lo llevaron a mi casa —dijo Jordan— porque vivíamos a dos pasos de la iglesia. Y se quedó tres semanas, hasta que papá le dijo que se fuera. Al día siguiente papá murió —al cabo de unos segundos añadió—. No hay relación entre las dos cosas.

—Yo conocía a un tal Bill Biloxi, de Memphis —señalé.

—Era su primo. Me contó toda la historia de la familia antes de irse. Me regaló un
putter
de aluminio que uso todavía.

La música se había extinguido cuando empezó la ceremonia y en aquel momento nos llegó por la ventana una larga ovación, seguida por gritos intermitentes de «Sí, Sí, Sí», y, por fin, una explosión de
jazz
que marcó el comienzo del baile.

—Nos estamos haciendo viejos —dijo Daisy—. Si fuéramos jóvenes, nos levantaríamos y nos pondríamos a bailar.

—Acuérdate de Biloxi —la previno Jordan—. ¿Dónde lo conociste, Tom?

—¿Biloxi? —hizo un esfuerzo para concentrarse—. Yo no lo conocía. Era amigo de Daisy.

—No —dijo Daisy—. Yo no lo había visto en mi vida. Llegó en uno de los vagones alquilados.

—Bueno, él dijo que te conocía. Decía que se había criado en Louisville. Asa Bird nos lo trajo a última hora y preguntó si teníamos sitio para él.

Jordan sonrió.

—Probablemente quería volver a casa de gorra. Me dijo que era presidente de vuestro curso en Yale.

Tom y yo nos miramos sin entender.

—¿Biloxi?

—En primer lugar, no teníamos presidente.

El pie de Gatsby golpeaba ritmicamente el suelo, nervioso, y Tom lo miró de repente.

—Por cierto, mister Gatsby, tengo entendido que es usted antiguo alumno de Oxford.

—No exactamente.

—Sí, tengo entendido que fue a Oxford.

—Sí, fui a Oxford.

Pausa. Y luego la voz de Tom, incrédula e insultante.

—Debió de ser por la misma época en que Biloxi fue a New Haven.

Otra pausa. Un camarero llamó a la puerta con menta y hielo picados pero ni su «gracias» ni la puerta que se cerró suavemente rompieron el silencio. Aquel detalle extraordinario iba a aclararse por fin.

—Ya le he dicho que estuve en Oxford.

—Lo he oído, pero me gustaría saber cuándo.

—Fue en 1919. Sólo estuve cinco meses. Por eso no puedo considerarme antiguo alumno de Oxford.

Tom echó un vistazo a su alrededor para ver si, como un espejo, reflejábamos su incredulidad. Pero nosotros mirábamos a Gatsby.

—Fue una oportunidad que se les dio a algunos oficiales después del armisticio —continuó—. Podíamos ir a cualquier universidad de Inglaterra o Francia.

Me dieron ganas de levantarme y darle una palmada en la espalda. Sentí uno de esos renacimientos de absoluta confianza en él que ya había experimentado otras veces.

Daisy se levantó, sonriendo débilmente, y se acercó a la mesa.

—Abre el whisky, Tom —ordenó—. Y te prepararé un julepe de menta. Luego no te sentirás tan estúpido… Dime cuánta menta te pongo.

—Espera un segundo —la interrumpió Tom, violento—. Quiero hacerle a mister Gatsby una pregunta más.

—Adelante —dijo Gatsby, muy correcto.

—¿Qué tipo de conflicto está usted intentando provocar en mi casa?

Por fin hablaban abiertamente y Gatsby parecía satisfecho.

—No está provocando ningún conflicto —Daisy miró con desesperación a uno y a otro—. Lo estás provocando tú. Por favor, contrólate un poco.

—¡Que me controle! —repitió Tom, incrédulo—. Supongo que la última moda es sentarte y dejar que un don Nadie de No sé dónde enamore a tu mujer. Bueno, si la idea es ésa, no contéis conmigo… Hoy día se empieza por despreciar la vida de familia y la institución familiar, y el siguiente paso será tirar todo por la borda y permitir los matrimonios entre blancos y negros.

En la euforia de sus apasionados despropósitos, ya se veía defendiendo solo la última barrera de la civilización.

—Aquí todos somos blancos —murmuró Jordan.

—Sé que no resulto demasiado simpático. No doy grandes fiestas. Supongo que tienes que convertir tu casa en una pocilga para tener amigos… en el mundo moderno.

Aunque me había puesto de mal humor —como todos—, sentía verdaderas tentaciones de reírme cada vez que Tom abría la boca. Su transición de libertino a mojigato había sido perfecta.

—Tengo algo que decirle, compañero —empezó Gatsby.

Pero Daisy le adivinó la intención.

—¡Basta, por favor! —lo interrumpió con un gesto de impotencia—. Por favor, vámonos a casa. ¿Por qué no nos vamos todos a casa?

—Es una buena idea —me levanté—. Vamos, Tom. A nadie le apetece una copa.

—Quiero saber lo que mister Gatsby tiene que decirme.

—Su mujer no lo quiere —dijo Gatsby—. Nunca lo ha querido. Me quiere a mí.

—¡Usted debe de estar loco! —exclamó Tom automáticamente.

Gatsby se puso en pie de un salto, tenso por la emoción.

—Nunca lo ha querido, ¿lo oye? —gritó—. Sólo se casó con usted porque yo era pobre y estaba cansada de esperarme. Fue un terrible error, pero en su corazón nunca ha querido a nadie, sólo a mí.

En ese momento Jordan y yo intentamos irnos, pero Tom y Gatsby, compitiendo en firmeza, insistieron en que nos quedáramos, como si ninguno de los dos tuviera nada que esconder y fuera un privilegio compartir indirectamente sus emociones.

—Siéntate, Daisy —Tom buscaba, sin éxito, un tono paternal—. ¿Qué ha pasado? Quiero saberlo todo.

—Ya le he dicho lo que ha pasado —dijo Gatsby—. Durante cinco años… Y usted no lo sabía.

Tom, cortante, se volvió hacia Gatsby.

—¿Llevas cinco años viendo a este tipo?

—Viendo, no —dijo Gatsby—. No, no podíamos. Pero nos hemos querido durante todo ese tiempo, compañero, y usted no lo sabía. A veces me reía —pero no había risa en sus ojos— al pensar que usted no lo sabía.

—Ah, eso es todo —Tom unió sus dedos gordos como un sacerdote y se retrepó en el sillón—. ¡Está usted loco! —estalló—. No puedo hablar de lo que pasó hace cinco años, porque entonces yo no conocía a Daisy. Pero que me condene si entiendo cómo pudo usted acercarse a menos de un kilómetro de Daisy a no ser que llevara los ultramarinos a la puerta de servicio. Todo lo demás es una maldita mentira. Daisy me quería cuando se casó conmigo y me sigue queriendo.

—No —dijo Gatsby, moviendo la cabeza.

—Me quiere, a pesar de todo. El problema es que a veces se le meten en la cabeza tonterías y no sabe lo que hace —Tom asintió como un sabio—. Y, lo que es más, yo también quiero a Daisy. De vez en cuando me pego una juerga y me porto como un idiota, pero vuelvo siempre y, en lo más profundo de mi corazón, nunca he dejado de quererla.

—Eres repugnante —dijo Daisy. Se volvió hacia mí, y su voz, descendiendo una octava, llenó la habitación de emoción y desprecio—. ¿No sabes por qué nos fuimos de Chicago? Me asombra que no te hayan contado la historia de esa juerga.

Gatsby dio unos pasos y se puso a su lado.

—Daisy, todo eso ha terminado —dijo con pasión—. Ya no importa. Dile la verdad, que nunca lo has querido, y todo habrá acabado para siempre.

Daisy lo miró sin verlo.

—Pero ¿cómo, cómo habría podido quererlo?

—Nunca lo has querido.

Daisy dudó. Nos miró a Jordan y a mí como suplicando, como si por fin se diera cuenta de lo que estaba haciendo, y como si nunca, durante todo aquel tiempo, hubiera tenido la menor intención de hacer nada. Pero ya estaba hecho. Era demasiado tarde.

—Nunca lo he querido —dijo con evidente reticencia.

—¿Ni siquiera en Kapiolani? —preguntó Tom de repente.

—No.

Del salón de baile, entre oleadas de aire caliente, nos llegaban acordes apagados y sofocantes.

—¿Ni el día que te llevé en brazos desde el Punch Bowl para que no se te mojaran los zapatos, Daisy? —había una ternura ronca en su tono.

—Por favor, basta —la voz sonó fría, pero el rencor había desaparecido. Miró a Gatsby—. Ya ves, Jay —dijo, pero le temblaba la mano cuando intentó encender un cigarrillo. De pronto tiró el cigarrillo y la cerilla encendida a la alfombra—. ¡Pides demasiado! —le gritó a Gatsby—. Te quiero, ¿no es suficiente? No puedo borrar el pasado —empezó a sollozar sin poder contenerse—. Lo he querido, pero también te quería a ti.

Los ojos de Gatsby se abrieron y se cerraron.

—¿También me querías a mí? —repitió.

—Incluso eso es mentira —dijo Tom despiadadamente—. Ni siquiera sabía si usted seguía vivo. Hay cosas entre Daisy y yo que usted no conocerá jamás, cosas que ninguno de los dos olvidará nunca.

Las palabras parecían morder en el cuerpo de Gatsby.

—Quiero hablar a solas con Daisy —insistió—. Ahora está demasiado alterada…

—Ni siquiera a solas puedo decir que nunca he querido a Tom —admitió Daisy con la voz quebrada—. No sería verdad.

—Por supuesto que no —convino Tom.

Daisy se volvió hacia su marido.

—Como si eso te importara —dijo.

—Por supuesto que me importa. Voy a cuidar mejor de ti de ahora en adelante.

—No ha comprendido usted —dijo Gatsby con una sombra de pánico—. No volverá a cuidar de ella.

—¿No? —Tom abrió los ojos de par en par y se echó a reír. Ya no tenía problemas para controlarse—. ¿Y eso por qué?

—Daisy va a dejarlo.

—Tonterías.

—Pues es verdad —dijo ella con evidente esfuerzo.

—¡Ella no va a dejarme! —las palabras de Tom cayeron súbitamente sobre Gatsby—. Y, desde luego, no por un vulgar estafador que tendría que robar el anillo que le pusiera en el dedo.

—¡Esto es insoportable! —gritó Daisy—. ¡Vámonos, por favor!

—Porque ¿quién es usted a fin de cuentas? —remató Tom—. Uno de la pandilla que rodea a Meyer Wolfshiem, por lo que he podido saber. He investigado un poco en sus asuntos, y mañana seguiré.

—Puede hacer al respecto lo que crea conveniente, compañero —dijo Gatsby con serenidad.

—He descubierto lo que eran sus
drugstores
—se dirigió a nosotros, hablando muy rápido—. Él y ese Wolfshiem compraron un montón de
drugstores
en callejuelas de aquí y de Chicago y se dedicaron a vender licor de contrabando. Ése es uno de sus trucos. Me pareció un contrabandista de alcohol la primera vez que lo vi, y no me equivoqué demasiado.

—¿Y qué? —dijo Gatsby con mucha corrección—. Creo que a su amigo Walter Chase el orgullo no le impidió participar en el negocio.

—Y usted lo dejó en la estacada, ¿no? Dejó que pasara un mes en la cárcel de Nueva Jersey. ¡Santo Dios! Tendría que oír lo que Walter dice de usted.

—Vino a nosotros sin un centavo. Se puso muy contento de llevarse algún dinero, compañero.

—¡No me llame compañero! —gritó Tom. Gatsby no dijo nada—. Walter podría haberlos denunciado por el asunto de las apuestas, pero Wolfshiem le metió miedo para que cerrara la boca.

La cara de Gatsby había recuperado esa expresión suya, extraña y, sin embargo, reconocible.

—El negocio de los
drugstores
sólo era calderilla —continuó Tom despacio—, pero ahora lleva entre manos algo de lo que Walter no se atreve a hablarme.

Observé a Daisy, que clavaba los ojos, aterrada, en Gatsby o en su marido, y a Jordan, que había empezado a mantener en equilibrio sobre el mentón un objeto invisible pero absorbente. Luego me volví hacia Gatsby y me asustó su expresión. Parecía —y lo digo con absoluto desprecio hacia las calumnias que se oían en su jardín— haber matado a alguien. Por un momento la expresión de su cara habría podido ser descrita de ese modo fantástico.

Pasó ese momento, y Gatsby empezó a hablar con Daisy muy nervioso, negándolo todo, defendiendo su nombre de acusaciones que nadie había hecho. Pero a cada palabra ella iba refugiándose más en sí misma, y Gatsby se rindió, y sólo el sueño muerto siguió su combate mientras la tarde se desvanecía, tratando de alcanzar lo que ya no era tangible, peleando sin fortuna y sin desesperar, buscando la voz perdida al fondo de la habitación.

La voz volvió a suplicar que nos fuéramos.

—¡Por favor, Tom! No aguanto más.

Sus ojos asustados decían que todo su valor y todos sus propósitos, hubieran sido los que hubieran sido, habían desaparecido definitivamente.

—Volved a casa los dos, Daisy —dijo Tom—. En el coche de mister Gatsby.

Daisy miró a Tom, alarmada, pero él insistió con magnánimo desprecio:

—Adelante. No te molestará. Creo que se ha dado cuenta de que su flirteo ridículo y presuntuoso se ha acabado.

Se fueron, sin una palabra, excluidos, convertidos en algo insignificante, aislados, como fantasmas, al margen, incluso, de nuestra piedad.

Unos minutos después Tom se levantó y empezó a envolver en la toalla la botella de whisky sin abrir.

—¿Queréis un trago? ¿Jordan? ¿Nick?

No contesté.

—¿Nick? —me preguntó otra vez.

—¿Qué?

—¿Quieres?

—No. Acabo de acordarme de que hoy es mi cumpleaños.

Cumplía treinta. Ante mí se extendía el camino portentoso y amenazador de una nueva década.

Eran las siete cuando nos subimos en el cupé con Tom y salimos hacia Long Island. Tom no paraba de hablar y reír, exultante, pero su voz nos parecía tan remota a Jordan y a mí como el clamar de los extraños en las aceras o el estrépito del tren elevado sobre nuestras cabezas. La compasión tiene sus límites, y nos alegrábamos de que las trágicas discusiones ajenas quedaran atrás y se desvanecieran como las luces de la ciudad. Treinta años: la promesa de una década de soledad, una lista menguante de solteros por conocer, una reserva menguante de entusiasmo, pelo menguante. Pero a mi lado estaba Jordan, que, a diferencia de Daisy, era demasiado lista para arrastrar de una época a otra sueños olvidados. Mientras atravesábamos el puente en penumbra su cara se apoyó pálida y perezosa en la hombrera de mi chaqueta y la presión tranquilizadora de su mano fue calmando el formidable golpe de los treinta años.

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