El gran Gatsby (11 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Drama

BOOK: El gran Gatsby
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—Quiero que me acompañéis a casa. Me gustaría enseñársela a Daisy.

—¿Estás seguro de que quieres que vaya yo?

—Absolutamente, compañero.

Daisy subió a lavarse la cara —y demasiado tarde me acordé, con humillación, de mis toallas— mientras Gatsby y yo esperábamos en el césped.

—Mi casa está bien, ¿verdad? —me preguntó—. Fíjate en cómo da la luz en la fachada.

Reconocí que era espléndida.

—Sí —la recorrió con la mirada, deteniéndose en el arco de cada puerta, en la solidez de cada torre—. Tardé tres años en ganar el dinero para comprarla.

—Creía que habías heredado tu dinero.

—Y lo heredé, compañero —dijo inmediatamente—, pero perdí casi todo en el gran pánico…, el pánico de la guerra.

Pensé que no sabía muy bien lo que decía, porque cuando le pregunté a qué tipo de negocios se dedicaba, me contestó: «Eso es asunto mío», antes de darse cuenta de que no era una respuesta adecuada.

—Ah, me he metido en varias cosas —corrigió—. Me he dedicado al negocio de los
drugstores
y al del petróleo. Pero he dejado los dos —me miró con más atención—. ¿Quieres decir que has pensado lo que te propuse la otra noche?

Antes de que pudiera responderle, Daisy salió de la casa y dos filas de botones de latón brillaron al sol.

—¿Esa enorme casa de ahí? —exclamó, señalando con el dedo.

—¿Te gusta?

—Me encanta, pero no sé cómo puedes vivir ahí completamente solo.

—La tengo siempre llena de gente interesante, día y noche. Gente que hace cosas interesantes. Gente famosa.

En lugar de tomar el atajo de la costa bajamos a la carretera y entramos por la gran cancela. Con susurros encantadores Daisy admiró este o aquel aspecto de la silueta feudal con el cielo como fondo, admiró los jardines, el olor chispeante de los junquillos, el burbujeante olor de los espinos y de los ciruelos en flor, y el pálido olor a oro de la milamores. Era extraño llegar a la escalinata de mármol y no encontrar un revuelo de vestidos radiantes, entrando y saliendo de la casa, y sólo oír el canto de los pájaros en los árboles.

Y dentro, mientras recorríamos salas de música a la María Antonieta y salones estilo Restauración, tuve la sensación de que había invitados escondidos detrás de cada sofá y cada mesa, con órdenes de guardar silencio, de ni respirar siquiera, hasta que hubiéramos pasado. Cuando Gatsby cerró la puerta de la «Merton College Library», hubiera jurado que oí la risa espectral del hombre de los ojos de búho.

Subimos a la segunda planta, pasamos por dormitorios de época tapizados en seda rosa y color lavanda y vivificados por flores frescas, y vestidores y salas de billar, y cuartos de baño con bañeras empotradas en el suelo, y aparecimos sin permiso en una habitación donde un hombre en pijama, tumbado y despeinado hacía ejercicios para el hígado. Era mister Klipspringer, el
Interno
. Esa mañana lo había visto deambular angustiado por la playa. Llegamos por fin al apartamento de Gatsby, un dormitorio con cuarto de baño, y un estudio estilo Adam, donde nos sentamos y bebimos un Chartreuse que guardaba en una alacena.

No había dejado de mirar a Daisy ni un momento, y creo que volvió a calcular el valor de todo lo que había en la casa según la reacción que provocaba en sus ojos bienamados. Y, a veces, miraba sus posesiones como aturdido, como si ante la presencia material y prodigiosa de Daisy nada fuera ya real. Estuvo a punto de caerse por las escaleras.

Su dormitorio era el más sencillo, salvo por un juego de tocador de oro puro mate que adornaba la cómoda. Daisy cogió el cepillo con deleite, y se alisó el pelo, ante lo cual Gatsby se sentó, se llevó la mano a los ojos y se echó a reír.

—Es lo más divertido, compañero —dijo, riendo—. No puedo… Cuando intento…

Había atravesado evidentemente dos estados de ánimo y alcanzaba un tercero. Después de la incomodidad y de la alegría irracional, ahora lo consumía el milagro de la presencia de Daisy. Se había dejado absorber por esa idea mucho tiempo, soñándola de principio a fin mientras esperaba apretando los dientes, por así decirlo, con un grado inimaginable de intensidad. Ahora, como reacción, empezaba a agotarse como un reloj con la cuerda pasada.

Se recuperó al momento y nos abrió dos pesados y poderosos armarios que contenían sus muchos trajes, batines y corbatas, y sus camisas, apiladas como ladrillos por docenas.

—Tengo en Inglaterra a alguien encargado de comprarme la ropa. Me manda una selección de prendas a principios de estación, en primavera y en otoño.

Cogió un montón de camisas y empezó a lanzarlas, una a una, ante nosotros, camisas de hilo puro, de seda tupida, de franela fina, que se desdoblaban al caer y cubrían la mesa en una confusión multicolor. Mientras expresábamos nuestra admiración, Gatsby siguió sacando camisas y el suave y suntuoso montón fue cobrando altura: camisas a rayas y con arabescos y estampados de color coral, verde manzana, lavanda y naranja claro, con monogramas de un tono añil. De repente, entre ruidos ahogados, Daisy hundió la cara en las camisas y empezó a llorar sin consuelo.

—Son unas camisas tan maravillosas —sollozó, y los pliegues, la tela, le apagaban la voz—. Lloro porque nunca había visto unas… unas camisas tan maravillosas.

Después de la casa, teníamos que ver los jardines y la piscina, el hidroplano y las flores propias del verano, pero volvía a llover, así que nos quedamos mirando desde la ventana de Gatsby las aguas onduladas del estrecho.

—Si no hubiera niebla, veríamos tu casa al otro lado de la bahía —dijo Gatsby—. Siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero.

Daisy lo cogió del brazo de pronto, pero Gatsby parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparado con la distancia inmensa que lo había separado de Daisy, la luz verde parecía muy cerca de ella, casi la tocaba. Parecía tan cerca como una estrella lo está de la luna. Y ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. El número de objetos encantados había disminuido en uno.

Empecé a pasear por la habitación, examinando las cosas, imprecisas en la semioscuridad. Me llamó la atención la gran foto de un hombre ya mayor y vestido para navegar en yate, que colgaba de la pared, sobre el escritorio.

—¿Quién es?

—¿Ése? Es mister Dan Cody, compañero.

El nombre me resultó vagamente familiar.

—Murió hace años. Fue mi mejor amigo.

Había una foto pequeña de Gatsby, también vestido para navegar, encima del buró —Gatsby, desafiante, echaba la cabeza hacia atrás—, de cuando debía de tener dieciocho años, más o menos.

—Me encanta —exclamó Daisy—. ¡El tupé! Nunca me habías dicho que tenías tupé, ni yate.

—Mira —se apresuró a decir Gatsby—. Hay un montón de recortes de periódico… sobre ti.

Uno junto al otro, de pie, se pusieron a verlos. Iba a pedirle que me enseñara los rubíes cuando sonó el teléfono y Gatsby descolgó.

—Sí… De acuerdo, pero ahora no puedo hablar… No puedo hablar, compañero… Dije una ciudad pequeña. Pequeña… Él sabe lo que es una ciudad pequeña, ¿no? Si para él Detroit es una ciudad pequeña, no nos sirve…

Colgó.

—¡Ven, ven, deprisa! —gritó Daisy en la ventana.

Seguía lloviendo, pero las sombras se habían dividido a occidente y había sobre el mar una oleada rosa y oro de nubes que parecían espuma.

—¡Mira! —susurró Daisy, y calló unos segundos—. Me gustaría coger una de esas nubes rosa y subirte y empujarte.

Intenté irme entonces, pero no querían ni oír hablar del asunto; quizá se sintieran mejor solos si estaba yo.

—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo Gatsby—. Klipspringer va a tocar el piano.

Salió de la habitación gritando «Ewing» y volvió a los pocos minutos acompañado por un joven algo estropeado, aturdido, con gafas con la montura de concha y el pelo ralo y rubio. En aquel momento vestía una camisa deportiva, abierta en el cuello, zapatos con suela de goma y pantalones de dril de un color nebuloso.

—¿Hemos interrumpido sus ejercicios? —preguntó Daisy, muy educada.

—Estaba durmiendo —se quejó mister Klipspringer con un escalofrío de vergüenza—. Es decir, había estado durmiendo. Luego me levanté y…

—Klipspringer toca el piano —dijo Gatsby, interrumpiéndolo—. ¿Verdad, compañero?

—No lo toco bien. No…, casi ni sé tocarlo. Y llevo sin tocar…

—Vamos abajo —lo cortó Gatsby.

Giró un interruptor. Las ventanas grises desaparecieron cuando la casa se inundó de luz.

En la sala de música Gatsby sólo encendió una lámpara, junto al piano. Acercó una cerilla temblorosa al cigarrillo de Daisy, y se sentó con ella en un sofá al fondo de la habitación, donde no había más luz que la que, procedente del vestíbulo, rebotaba en el suelo flamante.

Cuando Klipspringer tocó
El nido de amor
[15]
giró en su taburete y, desolado, buscó a Gatsby en la penumbra.

—Ya ven, tendría que ensayar más. Les había dicho que no sé tocar. Y tendría que ensa…

—No hables tanto, compañero —ordenó Gatsby—. ¡Toca!

De día,

de noche,

¿no lo pasamos bien?
[16]

Fuera soplaba fuerte el viento y había, muy débiles, truenos en el estrecho. En West Egg ya estaban encendidas todas las luces; los trenes eléctricos, que llegaban de Nueva York cargados de gente, corrían a casa a través de la lluvia. Era la hora en que se produce un cambio profundo en la humanidad y la atmósfera genera tensión.

Hay una cosa segura, más segura que ninguna:

los ricos hacen dinero y los pobres hacen… niños.

En las horas muertas,

entre rato y rato.

Cuando fui a despedirme vi que la expresión de perplejidad había vuelto a la cara de Gatsby, como si acabara de sentir una duda levísima acerca de la calidad de su felicidad presente. ¡Casi cinco años! Incluso aquella tarde tuvo que haber algún momento en que Daisy no estuviera a la altura de sus sueños, no tanto por culpa de la propia Daisy, sino por la colosal vitalidad de su propia ilusión. Su ilusión iba más allá de Daisy, más allá de todo. Y a esa ilusión se había entregado Gatsby con una pasión creadora, aumentándola incesantemente, engalanándola con cualquier pluma que cogiera al vuelo. No hay fuego ni frío que pueda desafiar a lo que un hombre guarda entre los fantasmas de su corazón.

Mientras yo lo observaba, se recompuso perceptiblemente. Su mano cogió la de Daisy, ella le dijo algo al oído y, al sentir su voz, Gatsby se volvió a mirarla, emocionado. Creo que aquella voz era lo que más lo subyugaba, con su calidez febril y vibrante, porque no cabía en un sueño: aquella voz era una canción inmortal.

Se habían olvidado de mí, pero Daisy levantó la vista y me hizo una señal con la mano; Gatsby ya no tenía conciencia de quién era yo. Los miré una vez más y ellos me devolvieron la mirada, desde muy lejos, poseídos por la intensidad de la vida. Entonces salí de la habitación y bajé los escalones de mármol bajo la lluvia, dejándolos juntos.

6

P
or aquel tiempo un periodista de Nueva York, joven y ambicioso, llegó una mañana a la puerta de Gatsby y le preguntó si tenía algo que decir.

—¿Algo que decir? ¿Sobre qué? —preguntó Gatsby, muy correcto.

—Bueno, alguna declaración que hacer.

Se supo al cabo de cinco minutos de confusión que aquel individuo había oído el nombre de Gatsby en el periódico en relación con algo que no quiso revelar o que no había entendido del todo. Era su día libre y había tomado inmediatamente la encomiable iniciativa de acercarse a «ver».

Disparaba al azar, pero su instinto periodístico era certero. La notoriedad de Gatsby, difundida por los cientos de personas que habían aceptado su hospitalidad para convertirse así en especialistas sobre su pasado, fue creciendo a lo largo del verano hasta el punto de que faltaba poco para que Jay Gatsby alcanzara la categoría de noticia. Leyendas contemporáneas, como la del «conducto subterráneo a Canadá»
[17]
, las relacionaban con él, y se decía con insistencia que no vivía en una casa, sino en un barco que parecía una casa y navegaba en secreto por la costa de Long Island. Por qué semejantes inventos eran una fuente de satisfacción para James Gatz, de Dakota del Norte, no es fácil de explicar.

James Gatz: ése era su verdadero nombre o, por lo menos, su nombre legal. Se lo cambió a la edad de diecisiete años en el momento exacto que fue testigo del comienzo de su carrera: cuando vio cómo el yate de Dan Cody echaba el ancla en el bajío más insidioso del lago Superior. Era James Gatz, el muchacho que haraganeaba por la playa aquella tarde con un jersey verde roto y unos pantalones de lona, pero ya era Jay Gatsby el que pidió prestado un bote de remos, se acercó al
Tuolomee
, e informó a Cody de que el viento podía sorprenderlo y destrozarlo en media hora.

Supongo que tenía preparado el nombre desde hacía mucho tiempo. Sus padres eran gente de campo, sin ambiciones ni fortuna: su imaginación jamás los aceptó como padres. La verdad era que Jay Gatsby, de West Egg, Long Island, surgió de la idea platónica de sí mismo. Era hijo de Dios —frase que, si significa algo, significa exactamente eso—, y debía ocuparse de los asuntos de su Padre
[18]
, al servicio de una belleza inmensa, vulgar y mercenaria. Así que inventó el tipo de Jay Gatsby que un chico de diecisiete años podía inventarse, y fue fiel a esa idea hasta el final.

Durante un año recorrió la costa sur del lago Superior, cogiendo almejas y pescando salmones, o dedicándose a cualquier otra cosa a cambio de comida y cama. Su cuerpo, bronceado y cada día más fuerte, aprovechó instintivamente aquellos días vigorizantes de trabajo, entre la dureza y la indolencia. Muy pronto conoció mujeres y, como lo mimaban, acabaron resultándole despreciables: las jóvenes vírgenes porque no sabían nada; las otras porque se ponían histéricas con cosas que él, de una presunción aplastante, daba por sentadas.

Pero su corazón vivía en una revuelta turbulenta, constante. Las más grotescas y fantásticas ambiciones lo asaltaban de noche, en la cama. Un universo de extravagancias indecibles se desarrollaba en su cerebro mientras el reloj hacía tictac sobre el lavabo y la luna bañaba de luz húmeda la ropa, tirada de cualquier forma en el suelo. Cada noche aumentaba la trama de sus fantasías hasta que el sopor ponía fin a alguna escena especialmente viva con un abrazo de olvido. Durante cierto tiempo esas ensoñaciones fueron un desahogo para su imaginación: eran un indicio satisfactorio de la irrealidad de la realidad, una promesa de que la roca del mundo se fundaba firmemente sobre el ala de un hada.

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