El gran Gatsby (4 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Drama

BOOK: El gran Gatsby
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—Trae sillas, que se pueda sentar la gente.

—Ah, sí —asintió inmediatamente Wilson, y fue a la oficina, confundiéndose en el acto con el color cemento de las paredes.

Polvo blanco y ceniciento le cubría el traje oscuro y el pelo pálido como cubría todo lo que había a su alrededor, excepto a su mujer, que se había acercado a Tom.

—Quiero verte —dijo Tom con decisión—. Coge el próximo tren.

—Muy bien.

—Espérame en el puesto de periódicos del andén de abajo.

La mujer asintió y se separó de Tom en el momento preciso en que George Wilson salía de la oficina con dos sillas.

La esperamos en la carretera, donde no podían vernos. Faltaban pocos días para el Cuatro de Julio, y un niño italiano, gris y escuálido, ponía una fila de petardos en la vía del tren.

—Terrible lugar, ¿verdad? —dijo Tom, intercambiando con el doctor Eckleburg una mirada de disgusto.

—Horrible.

—A ella le viene bien salir.

—¿Al marido no le importa?

—¿Wilson? Cree que va a Nueva York a ver a su hermana. Es tan tonto que ni siquiera sabe que está vivo.

Así que Tom Buchanan, su chica y yo fuimos juntos a Nueva York. O no exactamente juntos, porque mistress Wilson viajó discretamente en otro vagón. Era una deferencia de Tom con la susceptibilidad de los habitantes de East Egg que pudieran ir en el tren.

Mistress Wilson se había cambiado el vestido por uno de muselina marrón estampada que se le ajustó restallante a las anchas caderas cuando Tom la ayudó a apearse en el andén de Nueva York. En el puesto de periódicos compró el
Town Tattle
[6]
y una revista de cine, y en el
drugstore
de la estación crema facial y un perfume. Arriba, en la entrada solemne y llena de ecos, rechazó cuatro taxis antes de elegir uno, nuevo, de color lavanda, con la tapicería gris, y en él nos alejamos de la gran estación, hacia la espléndida luz del sol. Pero inmediatamente mistress Wilson dejó de prestar atención a la ventanilla, se inclinó hacia delante, y golpeó en el cristal que nos separaba del chófer.

—Quiero uno de esos perros —dijo muy seria—. Quiero uno para el apartamento. Es bueno tener… un perro.

Dimos marcha atrás en busca de un viejo ceniciento que se parecía de un modo absurdo a John D. Rockefeller. En una cesta que le colgaba del cuello se encogían de miedo un puñado de cachorros recién nacidos, de raza indeterminada.

—¿Qué tipo de perros son? —preguntó mistress Wilson con verdadera ilusión, cuando el hombre se acercó a la ventana del taxi.

—De todos los tipos. ¿Qué tipo busca usted, señora?

—Me gustaría un perro policía, pero supongo que no tendrá ninguno de esa raza.

El hombre miró con ojos inseguros dentro de la cesta, metió la mano y sacó un cachorro que no paraba de moverse, cogiéndolo por el cuello.

—No es un perro policía —dijo Tom.

—No, no es exactamente un perro policía —dijo el hombre, con algo de decepción—. Yo más bien diría que es un Airedale —pasó la mano por el lomo pardo, que parecía un paño de cocina—. Fíjese en el pelo. Qué pelo. Este perro jamás le dará la lata con un resfriado.

—Me parece precioso —dijo mistress Wilson con entusiasmo—. ¿Cuánto cuesta?

—¿Este perro? —el hombre lo miró con verdadera admiración—. Para usted serán diez dólares.

El Airedale —indudablemente había implicado algún remoto Airedale en el asunto, aunque aquellas patas fueran llamativamente blancas— cambió de dueño y fue a caer en el regazo de mistress Wilson, que acarició con arrobo aquel pelaje a prueba de las inclemencias del tiempo.

—¿Es niño o niña? —dijo con delicadeza.

—¿Este perro? Es niño.

—Es una perra —dijo Tom terminantemente—. Aquí tiene su dinero. Vaya y cómprese diez perros más.

Entramos en la Quinta Avenida, cálida y adormilada, casi pastoral, en la tarde veraniega de domingo. No me hubiera extrañado ver aparecer en una esquina un gran rebaño de ovejas blancas.

—Pare —dije—. Tengo que dejaros aquí.

—De eso nada —me interrumpió Tom—. Myrtle se ofendería si no subes al apartamento. ¿Verdad, Myrtle?

—Venga —me insistió mistress Wilson—. Llamaré por teléfono a mi hermana Catherine. Los que entienden dicen que es muy guapa.

—Me gustaría ir, pero…

No nos detuvimos, volvimos a acortar por Central Park hacia el oeste y las calles Cien. En la calle Ciento cincuenta y ocho el taxi se paró ante un trozo del gran pastel blanco de un edificio de apartamentos. Lanzando al vecindario una mirada de reina que vuelve al hogar, mistress Wilson cogió el perro y sus otras compras y entró en la casa con aires de grandeza.

—Voy a llamar a los McKee —anunció mientras subíamos en el ascensor—. Y a mi hermana, claro.

El apartamento estaba en el ático: una pequeña sala de estar, un pequeño comedor, un pequeño dormitorio y un cuarto de baño. Hasta la puerta del cuarto de estar se acumulaban los muebles, tapizados y demasiado grandes, y dar un paso significaba tropezarse con escenas de damas columpiándose en los jardines de Versalles. El único cuadro era una fotografía muy ampliada, desenfocada, de lo que parecía ser una gallina posada en una piedra. Mirada desde lejos, sin embargo, la gallina se convertía en una cofia, y el semblante de una dama anciana y corpulenta resplandecía en la habitación. Había encima de la mesa varios números atrasados de
Town Tattle
, un ejemplar de
Simón, llamado Pedro
[7]
y algunas revistas de cotilleos de Broadway. Mistress Wilson se preocupó del perro ante todo. Un ascensorista fue de mala gana a por leche y un cajón con paja, a lo que añadió por iniciativa propia una lata de galletas para perro grandes y duras, una de las cuales pasó la tarde deshaciéndose apáticamente en el cuenco de leche. Y, mientras, Tom sacó una botella de whisky de una cómoda cerrada con llave.

Sólo me he emborrachado dos veces en mi vida, y la segunda fue aquella tarde, así que una confusa capa de niebla empaña todo lo que pasó, aunque un sol espléndido iluminó el apartamento hasta pasadas las ocho. Sentada encima de Tom, mistress Wilson llamó por teléfono a varias personas, y luego se acabaron los cigarrillos, y bajé a comprar a la tienda de la esquina. Cuando volví, los amantes habían desaparecido, y yo me senté prudentemente en el cuarto de estar y leí un capítulo de
Simón, llamado Pedro
: o era infame o el whisky distorsionaba las cosas, porque aquello no tenía ningún sentido.

En el momento en que Tom y Myrtle (después de la primera copa mistress Wilson y yo nos tuteamos) reaparecieron, los invitados empezaron a llegar al apartamento.

La hermana, Catherine, era una chica delgada y con mucho mundo de unos treinta años, pelirroja, pelada como un muchacho y peinada con brillantina, y de una blancura láctea, cosmética. Se había depilado las cejas y se las había repintado en un ángulo más elegante, pero los esfuerzos de la naturaleza para restaurar la línea antigua le daban a la cara una expresión incoherente. Cuando Catherine se movía, el cascabeleo en sus brazos de las innumerables pulseras baratas producía un tintineo incesante. Entró con tal ansiedad de propietaria, y miró el mobiliario tan posesivamente, que pensé que quizá fuera aquélla su casa. Pero se lo pregunté y se echó a reír de un modo exagerado, repitiendo mi pregunta en voz alta. Me dijo que vivía con una amiga en un hotel.

Mister McKee era un hombre femenino, pálido, el vecino del piso de abajo. Acababa de afeitarse, porque tenía una mancha blanca de espuma en la mejilla, y mostró un extraordinario respeto al saludar a cada uno de los presentes. Me informó de que trabajaba «en el mundillo artístico», y más tarde me enteré de que era fotógrafo y de que había hecho la borrosa ampliación de la madre de mistress Wilson que flotaba en la pared como un ectoplasma. Su mujer era estridente, lánguida, bella y horrible. Me dijo con orgullo que su marido la había fotografiado ciento veintisiete veces desde el día de la boda.

Mistress Wilson se había cambiado de ropa poco antes, y ahora lucía un complicado vestido de tarde de gasa color crema que dejaba a su paso un frufrú permanente cuando se movía por la habitación. Bajo la influencia del vestido su personalidad también experimentó un cambio. La intensa vitalidad del garaje, tan perceptible, se había transformado en una impresionante fatuidad. Su risa, sus gestos, sus afirmaciones fueron volviéndose más afectados por momentos, y, conforme ella se expandía, la habitación menguaba a su alrededor, hasta que, ruidosa y chirriante, mistress Wilson pareció girar sobre una peana en el aire lleno de humo.

—Tesoro —le gritó a su hermana, con voz remilgada y aguda—, toda esa gentuza te engañará siempre. Sólo piensan en el dinero. Vino una mujer la semana pasada a arreglarme los pies y, cuando me dio la cuenta, era como si me hubiera operado de apendicitis.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó mistress McKee.

—Mistress Eberhardt. Se dedica a arreglar pies a domicilio.

—Me encanta tu vestido —observó mistress McKee—. Me parece maravilloso.

Mistress Wilson rechazó el cumplido levantando desdeñosamente una ceja.

—Está viejísimo —dijo—. Sólo me lo pongo cuando no me importa la pinta que llevo.

—Pues te sienta de maravilla, no sé si me entiendes —continuó mistress McKee—. Si Chester te fotografiara en esa pose, haría algo aprovechable.

Todos miramos en silencio a mistress Wilson, que se apartó de los ojos un mechón de pelo y nos devolvió la mirada con una sonrisa radiante. Mister McKee la estudió con atención, ladeando la cabeza, y luego se puso la mano delante de la cara y la movió hacia atrás y hacia delante.

—Cambiaría la luz —dijo al cabo de un momento—. Me gustaría resaltar el modelado de las facciones, e intentaría captar el pelo de la nuca.

—Yo no cambiaría la luz —proclamó mistress McKee—. Me parece que es…

Su marido dijo «Shsss» y todos volvimos a mirar a la modelo, cuando Tom bostezó audiblemente y se puso de pie.

—Beban algo, pareja —les dijo a los McKee—. Trae más hielo y más agua mineral, Myrtle, antes de que se duerma todo el mundo.

—Mira que le dije al chico que trajera hielo —Myrtle levantó las cejas, desesperada por la holgazanería de las clases bajas—. ¡Qué gente! Tienes que estar detrás de ellos todo el tiempo.

Me miró y se rió sin motivo. Luego cogió y besó al perro en un arrebato y entró majestuosamente en la cocina como si un equipo de cocineros estuviera esperando sus órdenes.

—En Long Island he hecho cosas muy interesantes —declaró mister McKee.

Tom lo miró sin entenderlo.

—Dos las tenemos enmarcadas abajo.

—¿Dos qué? —preguntó Tom.

—Dos estudios. Uno lo he titulado
Montauk Point: las gaviotas
, y el otro
Montauk Point: el mar
.

Catherine, la hermana, se sentó a mi lado en el sofá.

—¿Tú también vives en Long Island? —me preguntó.

—Vivo en West Egg.

—¿Sí? Estuve allí en una fiesta, hace un mes más o menos. En casa de un tal Gatsby. ¿Lo conoces?

—Vive al lado de mi casa.

—Dicen que es sobrino o primo del káiser Guillermo. Que por eso tiene tanto dinero.

—¿Sí?

Asintió.

—Me da miedo. No me gustaría nada que la tomara conmigo.

Esta apasionante información sobre mi vecino fue interrumpida por mistress McKee, que de repente señalaba a Catherine con el dedo.

—Chester, creo que podrías hacer algo con ella —proclamó, pero el señor McKee se limitó a asentir con aire de aburrimiento, y volvió a concentrar su atención en Tom.

—Si pudiera introducirme, me gustaría trabajar más en Long Island. Lo único que pido es que me dejen empezar.

—Hable con Myrtle —dijo Tom, soltando una risotada y aprovechando que mistress Wilson llegaba de la cocina con una bandeja—. Ella le dará una carta de presentación, ¿verdad, Myrtle?

—¿Dar qué? —preguntó, sorprendida.

—Le darás a McKee una carta de presentación para tu marido, para que haga unos cuantos estudios suyos —siguió moviendo los labios, en silencio, mientras inventaba—.
George B. Wilson en el surtidor de gasolina
, o algo así.

Catherine se inclinó sobre mí, muy cerca, y me murmuró al oído:

—Ninguno de los dos soporta a la persona con la que están casados.

—¿No?

—No los aguantan —miró a Myrtle y luego a Tom—. Y digo yo: ¿por qué siguen viviendo con esas personas si no las aguantan? Si yo fuera ellos, me divorciaría y volvería a casarme inmediatamente.

—¿Ella tampoco quiere a Wilson?

La respuesta fue inesperada, porque vino de Myrtle, que había oído mi pregunta. Y fue violenta y obscena.

—Ya ves —exclamó Catherine triunfalmente. Volvió a bajar la voz—. Es la mujer de él la que los separa. Es católica, y los católicos no creen en el divorcio.

Daisy no era católica, y me impresionó un poco lo rebuscado de la mentira.

—Cuando se casen —continuó Catherine— se irán al Oeste por un tiempo, hasta que todo haya pasado.

—Sería más discreto irse a Europa.

—Ah, ¿te gusta Europa? —exclamó, sorprendiéndome—. Acabo de volver de Montecarlo.

—¿Sí?

—El año pasado. Fui con otra chica.

—¿Estuvisteis mucho tiempo?

—No, fuimos a Montecarlo y volvimos. Fuimos vía Marsella. Teníamos más de mil doscientos dólares cuando empezamos, y en dos días nos habían desplumado hasta el último centavo. Lo pasamos fatal en el viaje de regreso, te lo puedo asegurar. ¡Dios mío, qué ciudad tan aborrecible!

El cielo del atardecer, semejante a la miel azul del Mediterráneo, resplandeció un instante en la ventana, y entonces la voz estridente de mistress McKee me devolvió a la habitación.

—También yo estuve a punto de cometer un error —afirmaba con energía—. Estuve a punto de casarme con un judío insignificante que llevaba años detrás de mí. Yo sabía que no estaba a mi altura. Y todos me decían: «Lucille, ese hombre no está a tu altura». Pero se habría salido con la suya, seguro, si no hubiera conocido a Chester.

—Sí, pero escucha —dijo Myrtle Wilson, moviendo la cabeza arriba y abajo—, tú por lo menos no te casaste.

—Por supuesto.

—Yo sí me casé —dijo Myrtle, en un tono de ambigüedad.

—¿Por qué te casaste, Myrtle? —preguntó Catherine—. Nadie te obligó.

Myrtle meditó la respuesta.

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