Había cambiado desde los tiempos de New Haven. Ahora era un hombre de treinta años, fuerte, rubio como la paja, con un rictus de dureza en la boca y aires de suficiencia. Los ojos, brillantes de arrogancia, dominaban su cara y le daban aspecto de estar echado agresivamente hacia delante, siempre. Ni siquiera la elegancia ostentosa y afeminada del traje de montar lograba ocultar el enorme vigor de ese cuerpo: parecía llenar aquellas botas relucientes hasta tensar los cordones que las remataban, y era perceptible la reacción de la imponente masa muscular cuando el hombro se movía bajo la chaqueta ligera. Era un cuerpo capaz de desarrollar una fuerza enorme: un cuerpo cruel.
Cuando hablaba, su voz de tenor, ronca y bronca, aumentaba la impresión de displicencia que transmitía. Aquella voz tenía un dejo de desprecio paternal, incluso hacia la gente que le caía simpática. Había hombres en New Haven que lo detestaban.
«Bueno, no vayas a pensar que mi opinión es definitiva», parecía decir, «sólo porque sea más fuerte y más hombre que tú». Pertenecíamos a la misma asociación de estudiantes, y aunque nunca fuimos amigos íntimos, siempre tuve la impresión de caerle bien, de que necesitaba mi estima con aquel ansia triste, dura y desafiante, tan suya.
Hablamos unos minutos en el porche, al sol.
—Está bien este sitio —dijo, mirando a todas partes con ojos inquietos.
Hizo que me volviera, cogiéndome del brazo, y fue señalando con la mano grande y abierta el panorama que se extendía ante nosotros, incluyendo en su recorrido un jardín a la italiana, dos mil metros cuadrados de rosales de penetrante e intenso olor, y una lancha motora, chata de proa, a la que zarandeaba la marea a poca distancia de la costa.
—Era de Demaine, el del petróleo —otra vez me obligó a volverme, brusco y cortés—. Entremos.
Atravesamos un vestíbulo de techo muy alto hasta un espacio rosa y luminoso, que se unía frágilmente a la casa por dos puertas de cristales. Las cristaleras estaban entreabiertas y brillaban, blancas, en contraste con la hierba fresca del exterior, que casi parecía entrar dentro de la casa. En la habitación soplaba una brisa ligera: agitaba las cortinas como banderas pálidas y divididas entre el interior y el exterior, las retorcía hacia el techo, una especie de tarta de boda, y rizaba el tapiz de color vino, oscureciéndolo, como el viento oscurece el mar.
El único objeto que permanecía absolutamente inmóvil en la habitación era un enorme sofá en el que dos jóvenes flotaban como sobre un globo sujeto a tierra. Las dos iban de blanco y sus vestidos ondeaban y aleteaban como recién llegados de un vuelo fugaz alrededor de la casa. Tuve que permanecer de pie un rato, escuchando los latigazos de las cortinas y el chirriar de un cuadro en la pared. Entonces se oyó una explosión: Tom Buchanan había cerrado las ventanas traseras, y cesó el viento atrapado en la habitación, y las cortinas, los tapices y los vestidos de las dos mujeres volvieron a posarse lentamente en el suelo.
No conocía a la más joven. Se había tendido en la parte que ocupaba en el sofá, completamente quieta, con el mentón un poco levantado, como si mantuviera en equilibrio algo que estaba a punto de derrumbarse. Si me había visto de reojo, no lo demostró, y casi me sorprendí murmurando una disculpa por haberla molestado al entrar en la habitación.
La otra chica, Daisy, hizo ademán de levantarse —se inclinó hacia delante con expresión decidida—, y entonces se rió, con una risilla absurda y encantadora, y yo también me reí y me acerqué.
—Estoy pa… paralizada de felicidad.
Volvió a reírse, como si hubiera dicho algo muy ingenioso, y retuvo mi mano un instante, mirándome a los ojos, prometiendo que no había nadie en el mundo a quien deseara ver más. Así era ella. Me dijo en un susurro que el apellido de la joven equilibrista era Baker. (He oído decir que el único fin del susurro de Daisy era que la gente se inclinara hacia ella: una crítica irrelevante que no disminuía su encanto.)
Pero los labios de miss Baker se movieron, se inclinó casi imperceptiblemente para saludarme, e inmediatamente volvió a erguirse: el objeto que mantenía en equilibrio se había tambaleado y le había dado un susto. Otra vez me vino a los labios una especie de disculpa. Ante las demostraciones de suficiencia absoluta casi siempre me rindo, anonadado.
Miré de nuevo a mi prima, que empezó a hacerme preguntas con voz grave, perturbadora. Era una de esas voces que el oído sigue en sus descensos y subidas, como si cada frase fuera una sucesión de notas que jamás volverán a sonar juntas. Tenía una cara triste y deliciosa, con detalles luminosos —los ojos luminosos y la luz apasionada de la boca— y había en su voz una emoción que los hombres que la habían querido no podían olvidar: una vehemencia cantarina, un «óyeme» susurrado, la promesa de que acababa de vivir momentos felices y vibrantes y que momentos felices y vibrantes esperaban en la próxima hora.
Le conté que había pasado un día en Chicago, camino del Este, y que todo el mundo me había dado besos para ella.
—¿Me echan de menos? —exclamó extasiada.
—La ciudad entera está desolada. Todos los coches llevan la rueda izquierda trasera pintada de negro en señal de luto y, de noche, nunca se acaba el llanto en la orilla septentrional del lago
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—¡Es maravilloso! ¡Tenernos que volver, Tom! ¡Mañana! —e incoherentemente añadió—. Tienes que ver a la niña.
—Me encantaría.
—Está durmiendo. Tiene tres años. ¿No la has visto nunca?
—Nunca.
—Bueno, tienes que verla. Es…
Tom Buchanan, que no había parado de rondar por la habitación, se detuvo y me apoyó una mano en el hombro.
—¿A qué te dedicas, Nick?
—Vendo bonos.
—¿Con quiénes?
Se lo dije.
—Es la primera vez que oigo esos nombres —señaló tajantemente.
Me molestó.
—Los oirás —lo corté—. Los oirás si te quedas en el Este.
—Me quedaré en el Este, sí, no te preocupes —dijo, mirando a Daisy y luego otra vez a mí, como si esperara que añadiéramos algo—. Sería un imbécil de mierda si viviera en cualquier otra parte.
Entonces miss Baker soltó un «¡Por supuesto!» tan inesperado que me sobresalté: eran las primeras palabras que pronunciaba desde que yo había entrado en la habitación. Aquello la sorprendió tanto como a mí, evidentemente, porque bostezó y con una serie de movimientos ágiles y rápidos se puso de pie.
—No puedo moverme —se quejó—. Llevo tumbada en ese sofá desde que tengo uso de razón.
—A mí no me mires —replicó Daisy—. Llevo toda la tarde intentando llevarte a Nueva York.
—No, gracias —dijo miss Baker, a la vista de los cuatro cócteles que llegaban de la cocina en aquel preciso instante—. Estoy en pleno periodo de entrenamientos.
Su anfitrión la miró incrédulo.
—¡Entrenamientos! —Tom se bebió el cóctel como si fuera una gota en el fondo de un vaso—. No entiendo cómo consigues lo que consigues.
Miré a miss Baker, preguntándome qué sería lo que conseguía. Disfrutaba mirándola. Era una chica delgada, de pechos pequeños, que andaba muy derecha, algo que acentuaba echando los hombros hacia atrás como un cadete. Los ojos, grises, irritados por el sol, me correspondieron con igual curiosidad desde una cara triste, simpática, insatisfecha. Entonces me di cuenta de que la había visto antes en alguna parte, en persona o en una foto.
—Usted vive en West Egg —sentenció con desprecio—. Conozco a uno de allí.
—Yo no conozco a una sola…
—Tiene que conocer a Gatsby.
—¿Gatsby? —preguntó Daisy—. ¿Qué Gatsby?
Antes de que pudiera contestarle que era mi vecino, fue anunciada la cena; entrelazando fuerte y perentoriamente su brazo con el mío, Tom Buchanan me arrastró fuera de la habitación como si moviera una pieza en un tablero de ajedrez.
Delgadas y lánguidas, con las manos posadas sin peso en las caderas, las dos jóvenes nos precedieron en el porche rosa, abierto a la puesta de sol, donde, sobre la mesa, un viento apacible hacía temblar la luz de cuatro velas.
—¿Por qué velas? —protestó Daisy, frunciendo las cejas. Las apagó con los dedos—. El día más largo del año será dentro de dos semanas —nos miró radiante—. ¿No os pasáis el año esperando la llegada del día más largo y luego, cuando llega, ni os dais cuenta? Yo me paso el año esperando la llegada del día más largo y cuando llega ni me doy cuenta.
—Tenemos que planear algo —bostezó miss Baker, sentándose a la mesa como si se metiera en la cama.
—Estupendo —dijo Daisy—. ¿Qué podemos planear? —se volvió hacia mí, insegura—. ¿Qué planea la gente?
Antes de que pudiera contestarle, se quedó mirándose el dedo meñique con expresión de espanto.
—¡Mira! —se quejó—. Me he hecho daño.
Todos miramos. Tenía un cardenal en el nudillo.
—Has sido tú, Tom —dijo, acusando a su marido—. Sé que ha sido sin querer, pero has sido tú. Eso me pasa por haberme casado con un bruto, con una mole, con un grandísimo, inconmensurable ejemplar de…
—No soporto la palabra mole —dijo Tom, molesto—, ni de broma.
—Una mole —insistió Daisy.
A veces miss Baker y ella hablaban a la vez, sin levantar la voz, con una incoherencia bromista que jamás caía en el simple parloteo, tan imperturbable como sus vestidos blancos, como sus ojos impersonales y libres de todo deseo. Allí estaban las dos, y nos aceptaban a Tom y a mí, esforzándose si acaso, por educación y amabilidad, en entretenernos o entretenerse. Sabían que pronto acabaría la cena, como también acabaría la velada, que sería olvidada sin mayor importancia. Era muy distinto en el Oeste, donde una velada se precipitaba de fase en fase hacia su final en una sucesión de expectativas siempre defraudadas o en la pura angustia del momento.
—Haces que me sienta un ser incivilizado, Daisy —confesé al segundo vaso de un clarete con ligero sabor a corcho, pero impresionante—. ¿No puedes hablar de cosechas o algo por el estilo?
No quería decir nada en especial con mi observación, pero fue recibida de un modo inesperado.
—La civilización se derrumba —estalló Tom—. Me he vuelto terriblemente pesimista. ¿Has leído
El ascenso de los imperios de color
, de un tal Goddard?
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—La verdad es que no —respondí sorprendido por su tono.
—Bueno, es un gran libro, y debería leerlo todo el mundo. Su tesis es que, si no nos mantenemos en guardia, la raza blanca acabará… acabará hundiéndose completamente. Es un hecho científico, comprobado.
—Tom se está volviendo muy profundo —dijo Daisy, con un despreocupado aire de tristeza—. Lee libros profundos, llenos de palabras larguísimas. ¿Qué palabra era esa que…?
—Bueno, son libros científicos —insistió Tom, mirándola con impaciencia—. Ese Goddard ha entrado a fondo en el asunto. A nosotros, que somos la raza dominante, nos toca mantenernos vigilantes para que las otras razas no se hagan con el control de todo.
—Tenemos que aplastarlos —murmuró Daisy, guiñándole feroz al sol ardiente.
—Deberíais vivir en California —empezó miss Baker, pero Tom la interrumpió, agitándose pesadamente en su silla.
—La idea es que somos nórdicos. Yo soy nórdico, y tú, y tú, y… —después de un instante de duda infinitesimal, incluyó a Daisy agachando ligeramente la cabeza, y Daisy volvió a guiñarme—. Y nosotros hemos producido todas las cosas que constituyen la civilización, sí, la ciencia y el arte, y todo lo demás. ¿Entiendes?
Había algo patético en su concentración, como si su suficiencia, más profunda que nunca, ya no le bastara. Cuando, casi inmediatamente, sonó el teléfono dentro de la casa y el mayordomo salió del porche, Daisy aprovechó el momento de pausa y se inclinó hacía mí.
—Voy a contarte un secreto de familia —murmuró con entusiasmo—. Es sobre la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber la historia de la nariz del mayordomo?
—Para eso he venido esta noche.
—Bueno, no ha sido siempre mayordomo: solía limpiarle la plata a cierta gente de Nueva York que tenía una cubertería de plata para doscientas personas. Se pasaba limpiándola de la mañana a la noche, hasta que empezó a afectarle a la nariz…
—Las cosas fueron de mal en peor —sugirió miss Baker.
—Sí. Las cosas fueron de mal en peor, hasta que por fin tuvo que dejar el trabajo.
Por un instante, con romántico afecto, la última luz del sol le dio en la cara, resplandeciente: su voz me obligó a inclinarme hacia ella mientras la escuchaba sin respirar. Y luego el resplandor desapareció, cada una de las luces la fue abandonando con pesar, sin querer irse, como esos niños que tienen que dejar al anochecer el placer de la calle.
El mayordomo volvió y murmuró unas palabras al oído de Tom, que frunció las cejas, apartó la silla de la mesa y, sin una palabra, se metió en la casa. Como si aquella ausencia hubiera acelerado algo en su interior, Daisy volvió a acercárseme, y su voz se iluminaba, cantaba.
—Qué alegría verte en mi mesa, Nick. Me recuerdas a… una rosa, exactamente una rosa. ¿No? —se volvió hacia miss Baker en busca de confirmación—. Exactamente una rosa, ¿verdad?
No era verdad. Ni de lejos parezco una rosa. Daisy sólo estaba improvisando, pero desprendía una calidez excitante, como si su corazón quisiera escapar y entregarse oculto en una de aquellas palabras entrecortadas, perturbadoras. Entonces, de pronto, lanzó la servilleta a la mesa y entró en la casa.
Miss Baker y yo intercambiamos una mirada relámpago, premeditadamente desprovista de significado. Iba a hablar cuando ella se irguió en la silla, alerta, y dijo «Shhh», avisándome. De la habitación contigua llegaban murmullos apagados y apasionados, y miss Baker se adelantó, sin ninguna vergüenza, para intentar oír. El murmullo vibró en los límites de la coherencia, se hizo más débil, se elevó en una especie de arrebato, y cesó definitivamente.
—Ese mister Gatsby del que usted habla es vecino mío —dije.
—Calle. Quiero enterarme de lo que pasa.
—¿Pasa algo? —pregunté inocentemente.
—¿Está diciéndome que no lo sabe? —dijo miss Baker, sorprendida de verdad—. Yo creía que lo sabía todo el mundo.
—Yo no.
—Ah… —dijo, dubitativa—. Tom tiene una mujer, en Nueva York.
—¿Una mujer? —repetí sin comprender.
Miss Baker asintió.
—Podría tener la decencia de no llamarlo a la hora de la cena. ¿No cree?