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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (26 page)

BOOK: El Gran Rey
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»Y por eso has venido para cumplir la voluntad de tu amo —añadió Dallben.

El rojo de la ira se extendió por el rostro de Pryderi.

—¡Yo soy mi único amo! —gritó—. Si se me da poder para servir a Prydain, ¿acaso temeré utilizarlo? No soy ningún Cazador que mata por el placer de matar. Hago lo que ha de hacerse, y no tiemblo ante la perspectiva. Mi propósito es más grande que la vida de un hombre o de un millar de hombres. Y si debes morir, Dallben…, entonces que así sea.

Pryderi arrancó la espada de su cinto y golpeó al encantador en un movimiento tan veloz como repentino, pero Dallben había sujetado su báculo con más fuerza y lo alzó contra el golpe. La hoja de Pryderi se hizo añicos al chocar con la esbelta rama de fresno y los trozos de metal cayeron al suelo con un suave tintineo.

Pryderi arrojó la empuñadura lejos de él, pero lo que había en sus ojos no era miedo sino un desprecio burlón.

—Se me ha advertido de tus poderes, hechicero. He decidido ponerlos a prueba en persona.

Dallben no se había movido.

—¿Realmente se te ha advertido de ellos? Yo creo que no. Si te hubieran advertido no habrías osado enfrentarte a mí.

—Tu fuerza es grande, hechicero —replicó Pryderi—, pero no tanto como tu debilidad. Conozco tu secreto. Puedes oponerte a mí cuanto quieras, pero al final soy yo quien debe salir vencedor. De todos los poderes que posees hay uno que te está prohibido usar, y si intentas infringir esa prohibición el precio que pagarás es tu muerte. ¿Eres dueño y señor de los vientos? ¿Puedes hacer temblar la tierra? Eso no son más que jugueteos que no sirven de nada. No puedes hacer lo que está al alcance del guerrero más bajo: no puedes matar.

Pryderi sacó de entre los pliegues de su capa una daga negra de hoja corta en cuyo pomo estaba grabado el sello de Annuvin.

—Pero yo no estoy atado por ninguna prohibición —dijo—. Se me ha advertido, y me he preparado debidamente. Esta hoja procede de la mano del mismísimo Arawn. Puede ser blandida a pesar de todos tus encantamientos.

Una expresión de profunda pena y compasión se extendió por las facciones de Dallben.

—Pobre estúpido… —murmuró—. Es cierto. Esa arma de Annuvin puede arrebatarme la vida y no puedo detener tu mano, pero estás tan ciego como el topo que se afana cavando debajo de la tierra. Pregúntate ahora quién es el amo y quién el esclavo, señor Pryderi. Arawn te ha traicionado.

»Sí, te ha traicionado —dijo Dallben, y su voz se volvió seca y gélida—. Pensaste que le convertirías en tu servidor, pero sin saberlo ni quererlo le has servido mejor que cualquiera de sus esbirros. Te ha enviado para matarme, y te ha proporcionado los medios para hacerlo. Y, ciertamente, quizá me mates…, pero el triunfo será de Arawn, no tuyo. En cuanto hayas llevado a cabo los designios del Señor de Annuvin pasarás a ser un cascarón vacío que ya no le servirá de nada. Arawn sabe muy bien que nunca te permitiré salir vivo de Caer Dallben, señor Pryderi. Aún estás en pie, pero ya eres un hombre muerto.

Pryderi alzó la daga negra.

—Intentas escapar a la muerte con palabras.

—Mira por la ventana —replicó Dallben.

Mientras hablaba un resplandor carmesí entró por el hueco de la ventana. Un cinturón de llamas había surgido de la nada y envolvía a Caer Dallben en un círculo de fuego. Pryderi vaciló y dio un paso hacia atrás.

—Has creído en medias verdades —dijo Dallben—. Ningún hombre ha sufrido jamás la muerte a mis manos, pero quienes desprecian mis encantamientos tienen que pagar un alto precio por ello. Mátame, señor Pryderi, y las llamas que ves caerán sobre Caer Dallben en un instante. No hay escapatoria para ti.

Los rasgos dorados de Piyderi se habían tensado en una mueca de incredulidad a la que se iba añadiendo el miedo creciente provocado por las palabras del encantador.

—Mientes —murmuró con voz enronquecida—. Las llamas morirán cuando tú mueras.

—Eso es algo que tendrás que averiguar por ti mismo —dijo Dallben.

—¡Tengo mi prueba! —gritó Pryderi—. Arawn nunca destruiría aquello que más anhela. ¡Había dos tareas que llevar a cabo! Toda tu sabiduría no te ha permitido adivinarlo. Tu muerte sólo era una. La otra era adueñarme de
El Libro de los Tres
.

Dallben meneó la cabeza con expresión apenada y volvió la mirada hacia el grueso volumen encuadernado en cuero.

—En tal caso has sido doblemente traicionado. Este libro no le sirve de nada a Arawn porque no puede ser utilizado con ningún propósito maligno…, y a ti tampoco te servirá de nada, señor Pryderi.

La fuerza de la voz del anciano era como un viento helado.

—Te has empapado las manos en sangre y tu orgullo te ha impulsado a juzgar a tus congéneres. ¿Es cierto que sólo querías servir a Prydain? Bien, pues el medio que has escogido para ello no puede ser más maligno. El bien no puede surgir del mal. Te aliaste con Arawn por lo que considerabas era una noble causa. Ahora te has convertido en un prisionero del mismo mal que esperabas vencer…, eres su prisionero y su víctima, pues ya estás marcado para la muerte en
El Libro de los Tres
.

Los ojos de Dallben llameaban y la verdad que había en sus palabras pareció aferrar a Pryderi por la garganta. El rostro del rey se había vuelto de un color gris ceniza. Pryderi arrojó la daga al suelo y se lanzó sobre el enorme volumen. Sus manos se alargaron desesperadamente hacia él como si quisiera partirlo por la mitad.

—¡No lo toques! —ordenó Dallben.

Pero Pryderi ya había agarrado
El Libro de los Tres
, y apenas lo hizo un relámpago cegador surgió como un árbol en llamas del antiguo volumen. El alarido de muerte de Pryderi resonó en toda la habitación.

Dallben le dio la espalda e inclinó la cabeza como bajo el peso de una pena insoportable. Las llamas del círculo de fuego que había envuelto la pequeña granja se fueron empequeñeciendo y acabaron esfumándose en el silencio del amanecer.

17. La tempestad de nieve

Todos los guerreros del Pueblo Rubio salvo Doli habían vuelto sobre sus pasos y se dirigían hacia la hilera de riscos desnudos de árboles que marcaban el límite oriental de las colinas de Bran-Galedd, pues más allá de aquel punto la tierra se hallaba sometida al poder de Arawn, el Señor de la Muerte. Los compañeros ya llevaban algunos días avanzando penosamente a través de una desolación pétrea donde ni siquiera los musgos o los líquenes florecían. El cielo estaba gris, y las escasas nubes que se veían en él sólo eran hilachas de un gris más oscuro. Era como si una neblina maligna hubiese rezumado de la fortaleza de Annuvin aniquilando a todas las cosas vivas bajo ella y dejando sólo aquella desnudez rocosa.

Los compañeros procuraban conservar sus fuerzas y apenas hablaban. Desde el primer día en que rebasaron las fronteras de la Tierra de la Muerte se habían visto obligados a desmontar y avanzar a pie guiando a sus cansadas monturas por aquellos pasos traicioneros. Incluso Melynlas mostraba señales de fatiga. Su poderoso cuello se inclinaba hacia el suelo, y trastabillaba de vez en cuando; pero Llyan se desplazaba ágilmente a lo largo de las cornisas más estrechas y peligrosas. La enorme gata solía saltar de un risco a otro mientras los compañeros bajaban lentamente por una escarpada pendiente para iniciar el ascenso de una cuesta todavía más abrupta, y cuando conseguían terminar la subida se la encontraban con el rabo enroscado alrededor de los cuartos traseros esperando a que Fflewddur le rascara las orejas, después de lo cual se alejaba una vez más dando saltos.

Doli avanzaba al frente del pequeño grupo aferrando su báculo con su capuchón blanco tapándole la cara. Taran nunca dejaba de asombrarse ante aquel enano incansable que parecía poseer un sexto sentido gracias al cual lograba encontrar senderos ocultos y angostos caminos que ayudaban a hacer más rápido aquel duro viaje.

Pero pasado un tiempo el caminar de Doli empezó a hacerse más lento y vacilante. Taran vio con creciente preocupación e inquietud que de vez en cuando perdía el equilibrio y que sus zancadas se habían vuelto repentinamente inseguras. Cuando Doli tropezó y tuvo que poner una rodilla en el suelo Taran corrió hacia él, muy alarmado, e intentó levantarle del suelo. Los compañeros se apresuraron a reunirse con ellos.

El rostro normalmente rubicundo de Doli se había llenado de manchitas rojizas, y su respiración se había vuelto estertorosa y difícil. El enano se esforzó por incorporarse.

—Maldito sea este reino maligno —murmuró—. No lo aguanto tan bien como me imaginaba… ¡No os quedéis ahí mirándome con la boca abierta! Ayudadme a levantarme.

El enano se negó tozudamente a montar en un caballo insistiendo en que se encontraba mejor cuando tenía los pies en el suelo. Cuando Taran le apremió a descansar Doli meneó malhumoradamente la cabeza.

—He dicho que encontraría un paso por el que pudierais avanzar —dijo secamente—, y tengo intención de hacerlo. No aguanto los trabajos hechos a medias… Cuando el Pueblo Rubio pone manos a la obra hace las cosas bien y no pierde el tiempo con tonterías.

Pero pasado un rato Doli accedió de mala gana a montar sobre Melynlas. El enano empezó a luchar con los estribos, pero a pesar de sus dificultades lanzó un gruñido de irritación cuando Fflewddur le ayudó a instalarse sobre la silla.

El alivio que le proporcionó el ir montado no duró demasiado. La cabeza del enano no tardó en inclinarse hacia adelante como si pesara demasiado para que pudiese mantenerla erguida, y Doli resbaló a lo largo de la grupa de Melynlas y cayó al suelo antes de que Taran pudiera llegar hasta él.

Taran se apresuró a dar la orden de detenerse.

—Hoy no seguiremos avanzando —le dijo al enano—. Mañana habrás recuperado las fuerzas.

Doli meneó la cabeza. Su rostro estaba blanco, y sus ojos carmesíes habían perdido su brillo habitual.

—Esperar no servirá de nada —jadeó—. Llevo demasiado tiempo aquí… Mi estado empeorará. Debemos seguir adelante mientras todavía pueda guiaros.

—No al precio de tu vida —dijo Taran—. Hevydd el Herrero cabalgará contigo hasta la frontera. Llassar, Hijo de Drudwas, nos ayudará a encontrar el camino que buscamos.

—No lo conseguirá —murmuró el enano—. Sin la habilidad de un guerrero del Pueblo Rubio se tardaría demasiado… Átame a la silla —ordenó.

Doli luchó por levantarse del suelo, pero cayó hacia atrás y se quedó inmóvil. Su respiración se fue volviendo cada vez más jadeante y entrecortada.

—¡Se está muriendo! —exclamó Taran, muy alarmado—. Deprisa, Fflewddur, ayúdame a colocarle sobre la grupa de Llyan… Es la montura más veloz de que disponemos. Regresa a la frontera con él. Quizá todavía estemos a tiempo de salvarle…

—Dejadme aquí —jadeó Doli—. No podéis prescindir de Fflewddur. Su espada vale por diez…, bueno, o por seis. Marcharos, deprisa.

—No lo haré —replicó Taran.

—¡Idiota! —se atragantó el enano—. ¡Hacedme caso! —ordenó—. Debe hacerse… ¿Eres un líder de guerreros o un Ayudante de Porquerizo?

Taran se arrodilló junto al enano, que había entrecerrado los ojos, y puso con gran delicadeza una mano sobre el hombro de Doli.

—¿Hace falta que me lo preguntes, viejo amigo? Soy un Ayudante de Porquerizo.

Taran se puso en pie para recibir al bardo, quien había venido corriendo con Llyan, pero cuando se volvió hacia el enano el suelo estaba vacío. Doli se había esfumado.

—¿Dónde ha ido? —gritó Fflewddur.

Una voz muy enfadada que parecía venir de al lado de un peñasco cercano llegó a sus oídos.

—¡Aquí! ¿Dónde creíais que me había ido?

—¡Doli! —exclamó Taran—. Estabas a punto de morir, y ahora…

—Me he vuelto invisible, como puede ver cualquier gigantón patoso que tenga un poco de sentido común dentro de su dura cabezota —bufó Doli—. Tendría que habérseme ocurrido hace mucho rato… Cuando estuve antes en Annuvin permanecí invisible durante la mayor parte del tiempo. Nunca había caído en la cuenta de lo mucho que me protegía eso.

—¿Crees que te servirá de algo ahora? —preguntó Taran, quien aún estaba un poco aturdido—. ¿Te atreves a seguir avanzando?

—Pues claro que sí —replicó el enano—. Ya me encuentro mejor, pero tendré que seguir siendo invisible. ¡Mientras pueda aguantarlo, claro está! ¡Invisible! ¡Montones de abejas y avispas dentro de mis oídos!

—¡El bueno de Doli! —gritó Taran buscando en vano la mano invisible del enano para estrechársela.

—¡No vuelvas a empezar con eso! —dijo secamente el enano—. No haría esto…, oh, mis oídos…, por ningún mortal de Prydain…, oh, mi cabeza…, que no fueses tú. ¡Y no grites! ¡Mis pobres oídos no lo soportan!

El báculo de Doli, que había caído al suelo, pareció levantarse por sí solo cuando el enano invisible lo recogió. El movimiento del báculo indicó a Taran que Doli había reanudado la marcha.

Los compañeros le siguieron guiándose por el trozo de madera, pero podrían haber sabido dónde se encontraba incluso sin verlo gracias a los continuos y enfurecidos gruñidos que lanzaba Doli.

Fflewddur fue el primero en ver a los gwythaints. Tres negras siluetas aladas trazaban círculos en la lejanía revoloteando sobre una cañada poco profunda.

—¿Qué han encontrado? —exclamó el bardo—. ¡Sea lo que sea, espero que no seamos su próximo hallazgo!

Taran hizo sonar su cuerno y ordenó a los guerreros que buscaran la protección que pudieran ofrecerles los enormes peñascos. Eilonwy no hizo caso de las órdenes de Taran y trepó a lo alto de una gran piedra que sobresalía del suelo.

—No estoy segura —dijo haciéndose sombra en los ojos con una mano—, pero me parece que han acorralado algo. Pobre criatura… No durará mucho tiempo contra ellos.

Gurgi se acurrucó contra una roca e intentó hacerse tan plano como un pez mientras ponía cara de terror.

—Y el pobre Gurgi tampoco si le ven —gimoteó—. ¡Su pobre y tierna cabeza sufrirá sus picotazos y zarpazos!

—¡Pasemos de largo! —gritó Glew con su pequeño rostro contorsionado por el miedo—. Están muy ocupados con su presa… No nos quedemos aquí a mirar como una pandilla de tontos. Alejémonos todo lo que podamos. ¡Oh, si volviera a ser un gigante no me encontraríais aquí perdiendo el tiempo!

Los gwythaints estrecharon su círculo y empezaron a descender preparándose para acabar con su víctima. Pero de repente lo que parecía una nube negra con una forma oscura al frente surgió a toda velocidad del confín este del cielo. Antes de que los sorprendidos compañeros pudieran seguir el veloz movimiento con que se desplazaba por encima de sus cabezas la nube, como obedeciendo una orden de su líder, se convirtió en un sinfín de fragmentos alados que se lanzaron sobre las enormes aves. Incluso desde aquella distancia Taran pudo oír los gritos de furia que lanzaron los gwythaints cuando remontaron el vuelo para enfrentarse a aquellos extraños atacantes.

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