—Suelta eso, hombrecillo —le ordenó secamente—. Estamos en una mina del Pueblo Rubio, no en esa caverna infestada de murciélagos donde vivías antes.
Glew apretó su hallazgo contra su pecho.
—¡Es mía! —chilló—. Vosotros no la habíais visto. Si la hubieseis visto os la habríais quedado.
Doli echó un vistazo a la gema y dejó escapar un bufido despectivo.
—Basura —dijo el enano volviéndose hacia Taran—. Ningún artesano del Pueblo Rubio malgastaría su tiempo con algo semejante. Usamos joyas de mejor calidad que ésa para reparar un camino. Si ese amigo vuestro de la cara de champiñón quiere cargar con su peso se la puede quedar.
Glew no esperó a que se lo dijeran dos veces, y se apresuró a guardar la gema en la bolsita de cuero que colgaba de su costado, y sus fláccidos rasgos adoptaron una expresión que hasta entonces Taran sólo había visto cuando el antiguo gigante estaba absorto comiendo.
A partir de entonces y mientras los compañeros avanzaban por la mina los ojillos de Glew no pararon de mirar con interés en todas direcciones, y su caminar adquirió una energía y una decisión que no había tenido antes. El antiguo gigante no quedó decepcionado, pues las luces de las antorchas no tardaron en arrancar destellos a otras gemas medio enterradas en el suelo o que asomaban de las paredes. Glew se lanzaba sobre ellas nada más verlas para extraerlas con sus dedos regordetes y guardar los cristales resplandecientes en su bolsita de cuero. Cada nuevo hallazgo le excitaba un poco más, y no tardó en soltar risitas y murmurar para sí.
El bardo le lanzó una mirada llena de compasión.
—Bueno, parece que la pequeña comadreja por fin ha conseguido encontrar una forma de salir beneficiado —dijo—. Aunque para lo que le van a servir cuando hayamos vuelto al exterior… ¡Un puñado de rocas! El único uso que se me ocurre para ellas es que las arroje contra los Nacidos del Caldero.
Pero Glew estaba totalmente absorto en la tarea de acumular la mayor cantidad de gemas lo más deprisa posible, y no prestó ninguna atención a las observaciones de Fflewddur. En muy poco tiempo la bolsita de cuero del antiguo gigante ya había quedado repleta de joyas de un rojo vivo y un verde brillante, gemas tan límpidas como el agua y otras en cuyas profundidades iridiscentes brillaban chispazos de color oro y plata.
En los pensamientos de Taran no había lugar para las riquezas abandonadas de la mina, aunque las joyas parecieron hacerse más abundantes a medida que la larga columna de guerreros seguía adentrándose por el túnel. Por lo que podía juzgar Taran pensó que no debía de ser más tarde que el mediodía, y los compañeros ya habían recorrido una distancia considerable; y cuando el túnel se ensanchó y se volvió más recto la velocidad a la que avanzaban aumentó todavía más.
—Tan fácil como silbar —dijo Doli—. Un día y medio como mucho y saldremos al exterior en los Eriales.
—Es nuestra única esperanza —dijo Taran—, y gracias a ti es la mejor de la que disponemos. Pero los Eriales me preocupan… Si la tierra está desnuda tendremos muy poca protección para nosotros, y apenas ningún medio de retrasar a los Nacidos del Caldero.
—¡Hum! —exclamó Doli—. Hace un rato te dije que ahora estás en compañía del Pueblo Rubio, amigo mío. Cuando ponemos manos a la obra siempre lo hacemos a lo grande, sin pequeñeces ni mezquindades. Ya verás como se nos ocurre algo.
—Hablando de pequeñeces y mezquindades, ¿dónde está Glew? —preguntó Fflewddur.
Taran se detuvo y miró rápidamente a su alrededor. Al principio no vio ni rastro del antiguo gigante. Alzó su antorcha y gritó su nombre. Un instante después le vio y corrió hacia él, muy alarmado.
Su incesante búsqueda de tesoros había hecho que Glew trepara por una de las plataformas de madera. Una gema reluciente tan grande como su cabeza, estaba incrustada entre las rocas justo encima del arco que llevaba a la recámara siguiente. Glew había logrado instalarse precariamente en una angosta cornisa, y estaba tirando de la gema con todas sus fuerzas para arrancarla de la pared.
Taran le gritó que bajara, pero Glew no le hizo caso y siguió tirando aún más fuerte que antes. Taran soltó las riendas de Melynlas y se dispuso a ir en su busca para hacerle bajar, pero Doli le agarró por el brazo.
—¡No lo hagas! —dijo secamente el enano—. Las vigas no aguantarían tu peso. —Lanzó un silbido e hizo señas a dos guerreros del Pueblo Rubio para que treparan por la plataforma, que había empezado a balancearse peligrosamente de un lado a otro debido a los frenéticos esfuerzos con que Glew intentaba arrancar la gema—. ¡Deprisa! —gritó Doli—. ¡Bajad de ahí a ese idiota!
Y en ese instante la bolsa de cuero de Glew, que ya estaba repleta de joyas, se desgarró. Las gemas cayeron en un diluvio resplandeciente, y Glew lanzó un grito de consternación y giró sobre sí mismo manoteando para cogerlas. Perdió el equilibrio, volvió a manotear desesperadamente intentando agarrarse a la plataforma y al hacerlo el arco empezó a ceder debajo de él. Glew siguió debatiéndose y gritando, ya no por las joyas perdidas sino por su vida, y consiguió agarrarse a una de las vigas que empezaban a soltarse. Un instante después el antiguo gigante caía al suelo del túnel. El arco acabó de ceder y el techo pareció gruñir. Glew logró incorporarse y echó a correr para escapar a la cascada de piedras que caía del techo.
—¡Atrás! —gritó Doli—. ¡Retroceded todos!
Los caballos se encabritaron y relincharon mientras los guerreros intentaban hacerles volver grupas. Las plataformas superiores se derrumbaron con un crujido ensordecedor, y una avalancha de vigas rotas y peñascos se desplomó sobre la galería con el retumbar del trueno. Una nube de polvo que cegaba los ojos y hacía toser invadió el túnel, y toda la galería de la mina pareció estremecerse durante unos momentos para acabar sumiéndose de nuevo en un silencio absoluto.
Taran corrió tropezando y tambaleándose hacia el montón de cascotes mientras gritaba los nombres de Doli y Fflewddur. Ningún guerrero o montura había quedado atrapado por el derrumbamiento; el túnel se había mantenido intacto detrás de ellos y no habían sufrido ningún daño. Pero el camino que debían seguir se encontraba totalmente obstruido.
Doli había trepado al montón de piedras y madera y estaba tirando del extremo de una viga, pero pasados unos momentos apartó las manos de ella y se volvió hacia Taran. El enano se había quedado sin aliento y le lanzó una mirada de desesperación.
—Es inútil —jadeó—. Si quieres seguir adelante tendremos que abrirnos paso cavando.
—¿Cuánto se tardaría? —preguntó Taran con voz apremiante—. ¿Cuánto tiempo podemos permitirnos perder?
Doli meneó la cabeza.
—Es difícil decirlo… La tarea será larga incluso para el Pueblo Rubio. Días, muy probablemente. ¿Quién sabe hasta dónde llegan los daños? —Dejó escapar un bufido de ira—. ¡Puedes agradecérselo a ese gigante de pacotilla tuyo, ese hongo con dos piernas que tiene menos sesos que un mosquito!
Taran sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó—. ¿Hemos de desandar lo andado?
La expresión que vio en el rostro manchado de tierra de Doli le hizo temer cuál iba a ser la respuesta del enano.
Doli asintió con una breve inclinación de la cabeza.
—Hagamos lo que hagamos perderemos mucho tiempo, pero si quieres mi consejo yo optaría por retroceder. Tendremos que llegar hasta los Eriales por el exterior. Toda la mina ha quedado debilitada, y no me sorprendería en lo más mínimo que se produjeran nuevos derrumbamientos. La próxima vez quizá no seamos tan afortunados.
—¡Afortunados! —gimió el bardo, que se había sentado en el suelo con la espalda apoyada en una roca. Fflewddur ocultó la cara en las manos—. ¡Días desperdiciados! Los Nacidos del Caldero llegarán a Annuvin antes de que tengamos otra ocasión de detenerles. Ah, si pudiera ver a esa comadreja codiciosa enterrada bajo un montón de sus gemas inútiles… ¡Entonces sí que me consideraría realmente afortunado!
Mientras tanto Glew se había atrevido a abandonar su escondite debajo de una de las plataformas que no se habían derrumbado. Tenía la ropa desgarrada, y su rostro regordete estaba cubierto de polvo.
—¿Días desperdiciados? —gimoteó—. ¿Nacidos del Caldero? ¿Túneles bloqueados? Pero ¿es que ninguno de vosotros se ha parado a pensar en que acabo de perder una fortuna? Todas mis joyas han desaparecido, y ni siquiera habéis caído en ello. Yo a eso lo llamo egoísmo. ¡Sí, egoísmo! No hay otra palabra para ello.
La princesa Eilonwy estaba doblemente enfadada. En primer lugar se había perdido; y en segundo lugar estaba prisionera. Se había visto alejada de Taran y Fflewddur durante el ataque, y seguramente habría acabado pereciendo si Gurgi no la hubiese sacado de la contienda. Cuando la embestida de los Nacidos del Caldero se hubo alejado de ellos, Eilonwy avanzó tambaleándose y tropezando por los cada vez más oscuros riscos con Gurgi a su lado. Cuando anocheció no pudieron seguir buscando a Taran, y Gurgi encontró una pequeña cueva en la que se agazaparon temblando hasta que llegaron las primeras luces del alba. Durante el día siguiente los dos compañeros estaban intentando dar con el rastro de Taran cuando los merodeadores saltaron de repente sobre ellos.
Eilonwy mordió, pateó y arañó en una infructuosa lucha para escapar a la presa del hombre corpulento que la había agarrado. Otro hombre había derribado a Gurgi al suelo, y apoyó su rodilla sobre la espalda de la impotente criatura después de haber desenvainado su daga. Un instante después los dos compañeros estaban atados de pies y manos y eran colocados sobre la espalda de sus agresores como si fueran sacos llenos de provisiones. Eilonwy no tenía ni idea de la dirección en la que estaba siendo llevada, pero no tardó en ver la hoguera de un campamento parpadeando a través de la creciente oscuridad. A su alrededor había una banda de una docena o más de rufianes.
El hombre acuclillado más cerca del fuego alzó la mirada.
Tenía el rostro tosco y la expresión brutal. Llevaba días sin afeitarse, su larga cabellera de un rubio amarillento estaba enmarañada y vestía sucias pieles de oveja y una capa de tela bastante basta.
—Os envié de caza, no para que hicierais prisioneros —dijo secamente—. ¿Qué habéis encontrado?
—Poca cosa —respondió el captor de Eilonwy dejando caer su furiosa carga al suelo junto a Gurgi—. Me parece que no son más que un par de patanes, y no creo que tengan mucho valor.
—Probablemente ninguno. —El hombre de rasgos toscos y brutales escupió en el fuego—. Tendrías que haberles rajado el cuello y haberte ahorrado la molestia de cargar con ellos. —Se puso en pie, fue hacia los compañeros, y agarró a Eilonwy por el cuello con una manaza sucia de uñas rotas estrujándolo como si pretendiera estrangularla—. ¿Quién eres, muchacho? —preguntó con voz rechinante. Sus fríos ojos azules se entrecerraron—. ¿A quién sirves? ¿Qué rescate nos aportarás? Cuando Dorath te hace una pregunta tienes que responder enseguida, ¿entendido?
Oír aquel nombre hizo que Eilonwy contuviera el aliento. Taran le había hablado de Dorath, y el gemido aterrorizado de Gurgi le hizo pensar que él también había reconocido al forajido.
—¡Responde! —gritó Dorath.
Lanzó un juramento y le cruzó la cara de una bofetada. La muchacha se tambaleó y acabó desplomándose sintiendo cómo los oídos le zumbaban a causa del golpe. La esfera dorada cayó de su jubón. Eilonwy luchó con sus ataduras e intentó arrojarse encima de su juguete. Una bota lo apartó de una patada impidiéndole llegar hasta él. Dorath se inclinó, cogió la esfera y la hizo girar a la luz de la hoguera mientras la contemplaba con curiosidad.
—¿Qué es? —preguntó uno de los rufianes acercándose para ver mejor el juguete.
—Es de oro —dijo otro—. Vamos, Dorath, córtala en trozos y repártelos.
—Apartad las manos, cerdos —gruñó Dorath, y guardó la esfera dentro de sus pieles de oveja. Los otros miembros de la banda emitieron murmullos de protesta, pero Dorath los silenció con una mirada. Después se inclinó sobre Eilonwy—. ¿Dónde has robado eso, joven ladrón? ¿Quieres conservar la cabeza sobre los hombros? Bien, pues entonces cuéntame en qué sitio podemos encontrar más tesoros como ése.
Eilonwy estaba furiosa, pero guardó silencio.
Dorath sonrió.
—No tardarás en hablar —dijo—, y cuando lo hagas desearás haberlo hecho antes. Pero antes voy a averiguar si tu acompañante está más dispuesto a mover la lengua que tú.
Gurgi había escondido la cabeza en su chaquetón de piel de oveja y había tensado los hombros. Los dientes le castañeteaban haciendo mucho ruido.
—¿Quieres jugar a las tortugas conmigo? —exclamó Dorath y dejó escapar una risotada enronquecida. Después hundió sus gruesos dedos en la cabellera de Gurgi y le obligó a levantar la cabeza de un tirón—. ¡No me extraña que ocultes tu cara! ¡Es la más fea que he visto en toda mi vida!
Dorath entrecerró los ojos y observó el rostro de Gurgi con más atención.
—Es fea, cierto, y no se olvida con facilidad… ¡Vaya, vaya! Tú y yo somos viejos amigos. ¡Vuelves a disfrutar de mi hospitalidad! Cuando nos encontramos por última vez eras camarada de un porquerizo. —Dorath volvió la mirada hacia Eilonwy—. Pero éste no es el cuidador de cerdos…
Dorath agarró a Eilonwy por la cara y se la hizo girar sin miramientos a un lado y a otro.
—Este chico imberbe… —Lanzó un gruñido de sorpresa—. ¿Qué tenemos aquí? ¡Esto no es un chico! ¡Es una muchacha!
Eilonwy no pudo seguir conteniéndose por más tiempo.
—¡Soy una muchacha, cierto! Me llamo Eilonwy, Hija de Angharad, Hija de Regat, princesa de Llyr. No me gusta que me aten y no me gusta recibir golpes. No me gusta que me manoseen, ¡y te agradecería que dejaras de hacerlo inmediatamente!
A pesar de sus ataduras Eilonwy lanzó una vigorosa patada en dirección al forajido.
Dorath rió y retrocedió un par de pasos.
—Recuerdo que el Señor Porquerizo habló de ti en una ocasión. —Le hizo una reverencia burlona—. Bienvenida, Princesa Raposa. Eres un premio mucho más valioso que cualquier rescate. Dorath tiene muchas cuentas pendientes con tu porquerizo… Ahora nos proporcionarás el placer de cobrarnos unas cuantas.
—Te proporcionaré el placer de que nos sueltes ahora mismo —replicó Eilonwy—, y quiero recuperar mi juguete.
El rostro de Dorath se había llenado de manchitas rojizas.