—¡Ya alcanzo a leer su nombre, señor! —gritó el señor Hope. Su voz, tras la sarcástica reprimenda del señor Verling, sonaba ahora más cautelosa—. ¡Es el
City of Athens
!
Hope, zarandeado por el movimiento del barco, sostenía el anteojo junto a su ojo derecho.
—¡No veo señales de vida en cubierta!
El teniente Tregorren alcanzó por fin el portalón. Su enorme musculatura parecía aún mayor allí, en cubierta, liberada de la prisión de los baos que la encorvaban. Recorrió con su mirada la dotación que debía mandar.
—Que nadie se separe de su pistola o su mosquetón ni un instante —avisó con vehemencia, y luego añadió—: Manténganse alerta y listos para cualquier cosa.
Luego miró fijamente a Bolitho y advirtió:
—En cuanto a usted…
Interrumpió su frase ante las órdenes que lanzaba el comandante:
—Que embarquen los hombres, señor Tregorren. —Los ojos del comandante Beves Conway brillaban excitados——. Y recuerde que, si hay fiebre en ese navío, no la quiero a bordo. Haga lo que crea conveniente, y vuelva pronto.
Bolitho le observó fijamente. Conocía al comandante sólo desde la distancia reglamentaria, cuando le veía trabajar rodeado de sus oficiales. A pesar de ello, estaba convencido de que en aquel momento el hombre estaba inquieto; los nervios le traicionaban, y por eso había increpado a uno de sus tenientes ante el resto de la tripulación. La mirada de Conway se dirigió entonces hacia él y sintió que la sangre subía a sus mejillas.
—Usted —señaló el comandante levantando una mano—. ¿Cuál dice que es su nombre?
—Bolitho, señor. —Aunque pareciera extraño, a bordo de un buque de guerra ningún oficial recordaba nunca el nombre de los guardiamarinas.
—Bien, Bolitho, si ha terminado ya de soñar despierto o de componer un soneto para su amada, le agradeceré que tenga el detalle de embarcar en el bote.
Los marineros que rodeaban el pasamanos rieron por lo bajo. Tregorren escupió con furia:
—¿Cree usted que va a lograr ponerme en evidencia? Más tarde pienso ocuparme de usted —gruñó dándole un empujón con la palma de la mano.
Ya en el bote, una de las lanchas auxiliares de ocho metros y medio que usaba el
Gorgon
, Bolitho olvidó por completo la animosidad de Tregorren y las seis semanas de mar. Se apretujaba en el cuartel de popa entre los hombres y las armas suplementarias. La enorme sombra de Tregorren planeaba sobre los remeros sudorosos. Bolitho se volvió para mirar hacia atrás. El
Gorgon
, visto desde el minúsculo bote que se movía a ras de agua, parecía enorme e invulnerable. Se alzaba, poderoso, con su aparejo de mástiles y vergas negras contra el cielo. El voluminoso casco se reflejaba en las aguas temblorosas. Era todo un símbolo de fuerza y poder.
La expresión de Dancer traslucía la misma emoción. Su amigo había adelgazado desde que se conocieron en el Blue Posts, pero aparecía más fuerte y con mayor seguridad en sí mismo.
—¡Den una voz al buque! —ordenó Tregorren.
Se mantenía de pie en el suelo del bote, insensible al balanceo producido por el avance entre las olas.
El proel juntó en bocina sus manos y gritó:
—¡Ah del navío! —El grito sonó como un eco para el que no había respuesta.
—¿Tú qué opinas, Dick? —susurró Dancer.
—No estoy seguro —respondió Bolitho meneando la cabeza.
Observó atento los mástiles del bergantín, que ya se erguían sobre el grupo de remeros. Las botavaras de los mástiles mayor y mesana bailaban y crujían a su aire.
—Remeros, ¡alto!
Las palas se inmovilizaron fuera del agua, y el proel lanzó un rezón hacia la amura del navío.
—¡Preparados! —avisó Tregorren.
De puntillas sobre el banco, observaba inquieto la borda del buque, como si aún pensase que podía aparecer alguien.
—¡Abordaje! —gritó.
El contramaestre había elegido marinos de élite. En un instante treparon por la borda y alcanzaron la cubierta, agrupados bajo las velas que batían cual alas de murciélago.
—¡Señor Dancer, tome la escotilla de proa! —ordenó Tregorren.
Se giró hacia el segundo contramaestre, el mismo que se había encargado de dar los azotes.
—Thorne, le hago responsable de la escotilla central.
Con gesto mecánico empuñó la pistola de su cinto y la armó con cuidado.
—El señor Bolitho y ustedes dos, síganme hacia popa, vamos a la toldilla.
Bolitho cruzó la mirada con su amigo, quien tras encogerse de hombros dirigió a sus hombres hacia el castillo de proa. De las caras se habían borrado las sonrisas. Andaban con cuidado. Parecía un buque fantasma, desierto y abandonado, del que la tripulación se hubiese esfumado como por encanto. Al mirar de nuevo hacia el
Gorgon
lo veía más lejano, ya incapaz de darles protección.
—¡Este barco apesta que da asco! —declaró con furia Tregorren.
Se detuvo ante la entrada de un tambucho, inclinando la cabeza mientras intentaba vislumbrar algo en la oscuridad interior.
—¿Hay alguien ahí?
Ningún sonido, aparte del lúgubre gemido de la rueda abandonada, respondió a su pregunta. Tregorren se volvió hacia Bolitho.
—Descienda usted —dijo.
Cuando Bolitho ya se disponía a obedecer, el teniente le agarró del brazo.
—Hombre de Dios, empuñe su pistola.
Bolitho sacó el arma de su cinto y por un momento se quedó quieto mirándola.
—¡No quiero que descienda los peldaños de espaldas! —advirtió el teniente.
Bolitho, tras descender resbalando por la barandilla, esperó a que su vista se acostumbrara a la oscuridad del entrepuente. Paso a paso, con cuidado, avanzó hasta alcanzar la popa. El aire le parecía lleno de misteriosos sonidos, y tuvo que convencerse de que eran los ruidos normales producidos por una embarcación: el gorgoteo del agua contra el casco, el tintineo de las cadenas destensadas. Le llegaban olores a grasa de candela apagada, a humedad, a cerrado, y también los hedores más fuertes del agua de la sentina y de comida en mal estado.
—¡Sin novedad en proa!
La voz que acababa de sonar por encima de él le tranquilizó. A través de las planchas de la cubierta se oían los pasos de Tregorren, sordos y lejanos, que se movía de un lado para otro. Seguramente intentaba decidir qué iba a hacer a continuación. Recordó que Tregorren no había dudado en mandarle a él al entrepuente, solo y sin retaguardia. Aunque inquieto ante el misterio de aquel buque abandonado, no parecía preocuparle mucho la vida de su guardiamarina.
Abrió de un empujón la puerta de un camarote y se agachó para entrar. Quedaba tan poca altura bajo los baos que tuvo que encogerse, como un jorobado, mientras que con los brazos se sostenía, luchando por no perder el equilibrio en un balanceo del casco.
Sus dedos alcanzaron un candil que colgaba del techo. Estaba frío como el hielo. En ese mismo instante se abrió sobre su cabeza una escotilla que daba a cubierta. La cabeza de Tregorren apareció enmarcada en la cascada de luz.
—¿Se puede saber qué diablos hace, Bolitho?
El teniente calló súbitamente. Bolitho se volvió en la dirección de la mirada del teniente y comprendió la razón. En el rincón de la cabina yacía tumbado el cuerpo de un hombre, o, cuando menos, lo que restaba de él.
Había recibido un terrible golpe de machete, o quizá de hacha, en la cabeza. Su pecho y su costado se veían marcados por otros golpes igualmente salvajes. El cuerpo, iluminado por el resplandor de la escotilla, parecía retorcerse de terror, y sus ojos muertos miraban fijamente a Bolitho.
—¡Dios Santo! —soltó finalmente Tregorren. Bolitho se había quedado paralizado junto al cuerpo.
—¡Suba a cubierta de inmediato! —bramó.
De vuelta a la luz del día, Bolitho sintió temblar intensamente sus manos, aunque si las miraba no parecían moverse. La voz de Tregorren repartía órdenes.
—Mande un hombre a la rueda, señor Thorne. Señor Dancer, conduzca a sus hombres a la bodega y proceda a registrarlo todo. Los demás, qué esperan a cazar las malditas velas.
Dio la vuelta al oír un aviso de Dancer.
—El
Gorgon
navega de nuevo, señor.
—Sí. —El fruncido ceño del teniente denunciaba la intensidad de sus pensamientos.
—Virará y se acercará hasta que esté al alcance de mi voz. Para entonces quiero tener respuestas que dar a mi comandante.
La tarea era tan simple como juntar y ordenar las páginas arrancadas de un libro. El registro dirigido por Dancer reveló que la bodega había contenido barricas de ron y otros licores. No quedaban ahora más que algunos frascos rotos o vacíos. Los hombres que recorrían la cubierta hallaron manchas de sangre junto a la brazola de la toldilla y sobre la bitácora. También eran visibles los fogonazos provocados por algunos disparos de pistola.
Presumiblemente el cadáver de la cabina inferior era el del piloto del bergantín, quien viendo el peligro corrió a armarse, o acaso quiso esconderse él o encerrar en lugar seguro un objeto valioso. Cuál de las tres había sido su intención, costaba imaginarlo. Lo evidente era que le habían asesinado sin piedad.
—Probablemente hubo un motín —oyó Bolitho que Tregorren aventuraba al segundo contramaestre— y esos canallas huyeron tras matar a los marineros fieles.
Sin embargo, los dos botes auxiliares del bergantín se hallaban bien trincados en sus posiciones.
Se acercaba ya la pirámide de trapo del
Gorgon
a la aleta del bergantín cuando Heather, un hombre del grupo de Dancer, hizo un nuevo hallazgo. La tablazón del casco había recibido un proyectil de cañón en la zona trasera de la bodega. El impacto, situado bajo la línea de flotación, aparecía entre dos aguas cuando el casco se levantaba en el seno de una ola. Bolitho se colgó por el exterior de los obenques y avistó el brillo amenazador del proyectil incrustado en los maderos, negro y redondo como un ojo malévolo.
—Habrán sido piratas —aventuró Tregorren— que le lanzaron una andanada para obligarle a fachear y abordarlo.
Se retorció las falanges de los dedos.
—Los mataron a todos y los echaron por la borda como fardos. En estas aguas no faltan tiburones. Sin duda trasegaron las mercancías de la bodega a su propio navío y se hicieron a la vela.
Levantó la mirada irritado ante una pregunta de Dancer:
—¿Por qué no se apoderaron del navío, señor?
—A eso me iba a referir —respondió irritado, sin continuar luego su explicación. En lugar de eso hizo altavoz con sus manos y voceó hacia el
Gorgon
las primeras noticias.
Verling respondía desde el
Gorgon
a través de su altavoz metálico.
—¡Prosigan el registro y manténganse a sotavento nuestro!
Sin duda quería dar tiempo a que el comandante estudiase sus diarios, así como los informes sobre el tráfico de buques en la zona marítima que guardaba en su biblioteca. El
City of Athens
era visiblemente un buque viejo, y no debía de ser aquélla su primera travesía en la ruta del ron del Caribe.
Bolitho se estremeció imaginándose solo a bordo de un velero, atacado por una horda de piratas sin cuartel armados hasta los dientes.
—Volvamos al entrepuente —ordenó Tregorren, quien se dirigió hacia la escala con Bolitho pegado a sus talones.
Aunque recordaba el espectáculo que le esperaba, la visión volvió a impresionarle. Bolitho intentó no encontrarse con la mirada fija del cadáver, al que Tregorren registraba los bolsillos. No se hallaban a la vista ni el diario de a bordo del
City of Athens
ni sus cartas de navegación. Tregorren continuó buscando y, por fin, bajo la colchoneta de una litera, halló un sobre de tela. Estaba vacío, pero en él se veía escrito claramente el nombre del consignatario del buque en Martinica. Eso era mucho mejor que nada.
El teniente enderezó una silla tumbada y se dejó caer sobre ella. Aun sentado, su cabeza, rozaba con los baos. Permaneció inmóvil durante unos minutos, frente al cadáver, mientras reflexionaba.
—Tiene que haber habido un tercer navío, señor —aventuró Bolitho—. Los piratas lo avistaron en pleno saqueo, y huyeron del bergantín sabiendo que éste iba a llamar la atención del que llegaba.
Por un momento pareció que Tregorren no le había oído. Pero enseguida el teniente habló con suavidad:
—Cuando necesite sus consejos, señor Bolitho, se lo haré saber.
Levantó su mirada hacia él, con su cara enterrada en la penumbra:
—Por más hijo de comandante que sea usted, y nielo de almirante, aquí no ha pasado de guardiamarina, ¡o sea que para mí es un cero a la izquierda!
—Disculpe, señor —Bolitho hervía de furia en su interior—. No tenía intención de ofender.
—¿Qué se cree? Por supuesto que conozco a su familia… —El pecho de Tregorren se hinchaba de furor contenido—. La conozco bien, esa mansión, y recuerdo los exvotos colgados en la nave de la iglesia. Pues sepa una cosa: yo nunca conté con la ayuda de una familia influyente, nadie me protegió, y como hay Dios, se lo juro, que me ocuparé de que usted no reciba ningún trato de favor en mi barco. ¿Ha entendido?
Hacía visibles esfuerzos para dominarse.
—No se quede pasmado. Llame a alguien con un cabo e íceme este cuerpo a cubierta. Y ordene que baldeen bien la cabina. Esto huele peor que una fosa común.
Sus dedos, que recorrían la pata de la silla, se detuvieron en una mancha de sangre seca, brillante en la luz tamizada.
—No pudo ocurrir antes que ayer —murmuró para sí—. De lo contrario ya correrían por aquí las ratas de la sentina.
Se encasquetó su gorra manchada de sal y salió, agachándose, por la puerta de la cabina.
Un rato después Bolitho y Dancer observaban desde la amura el bote que transportaba a Tregorren hacia el
Gorgon
, donde debía despachar con el comandante. Bolitho contó a su amigo lo ocurrido en la cabina. Su amigo le miró con tristeza.
—Apuesto a que le cuenta al comandante tus sospechas como si fuesen idea suya. Sería propio de él.
Bolitho agarró entonces el brazo de su compañero, recordando las órdenes que le había dado el teniente mientras saltaba al bote.
—Mantengan el buque con arrancada y al mismo rumbo hasta que reciban contraorden —les había dicho. Y luego, señalando el cadáver tendido junto a la bitácora—: Y echen eso por la borda. No me sorprendería que muchos de ustedes terminasen como él.