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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (60 page)

BOOK: El hijo del desierto
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El servicio al templo demandaba a Hor la mayor parte de su tiempo, aunque Sejemjet gustaba de visitarlo. En tales ocasiones ambos amigos evitaban hablar sobre la terrible desgracia acaecida al soldado años atrás, aunque éste siempre sospechara que el sacerdote no le había dicho todo lo que sabía.

Una tarde, mientras paseaba por las inmediaciones del puerto, Sejemjet tuvo un encuentro inesperado. El atardecer lucía radiante, y en el ambiente se respiraba la fragancia despedida por los macizos de alheña que crecían junto al camino. Del malecón llegaban las voces de los trabajadores que se afanaban en descargar un viejo mercante cargado de lino, y a lo lejos se oían las risas de los niños que jugaban en la orilla del río a ser soldados del faraón.

—Conquistaré Retenu con la punta de mi espada —decía uno.

Sejemjet se sonrió, y cerró los ojos para recibir en su rostro el sol que ya caía. Dentro de poco Ra-Atum, el sol crepuscular, se ocultaría por los cerros que vigilaban la necrópolis tebana, y Nut señorearía sobre Egipto. El soldado aspiró con deleite aquel aroma a alheña que tanto le gustaba, y entonces una voz clara como el agua de los manantiales de las montañas del Líbano pronunció su nombre.

Él parpadeó pesadamente, como si durante unos instantes se hubiera abandonado al sueño y regresara de él con disgusto. Mas al abrir los párpados tuvo la sensación de que todavía continuaba inmerso en su letargo. La figura de una joven se recortaba ante sus ojos cual si fuera parte de ese sueño. Al incidir el sol en su espalda, formaba una suerte de aura que envolvía aquel cuerpo en una sutil túnica confeccionada con hilos de magia. Era como las imágenes de las diosas que tantas veces había visto representadas en los muros de los templos, sólo que aquélla parecía haber cobrado vida. ¿Una diosa sentada en un palanquín que lo llamaba? Sin duda su corazón deliraba, mas la visión era tan hermosa que se entremezclaba con la fragancia que respiraba, pues tal era su fragilidad. Sejemjet volvió a cerrar los ojos, ya que no quería que aquel encanto desapareciera nunca de su corazón.

—Sejemjet, ¿no me reconoces?

Él volvió a parpadear azorado, e instintivamente se llevó una de las manos a la frente para protegerse del sol y así poder ver mejor.

—Soy Isis, ¿acaso no me recuerdas? —oyó que le decían.

Sejemjet se frotó los ojos un instante, y enseguida vio cómo una joven sentada en una silla de manos le sonreía. El sueño se había hecho corpóreo, y él avanzó hacia aquel espejismo que parecía creado por las manos de la mismísima Hathor.

—Isis... —balbuceó—. ¿Eres la hermana de Mini? —inquirió en tanto se aproximaba.

Ella lanzó una pequeña carcajada, pues Sejemjet parecía turbado por su presencia.

—¿Tanto he cambiado? —quiso saber divertida.

Él tragó saliva, pues no esperaba una belleza semejante.

—La última vez que te vi aún eras una niña —respondió por fin, recobrando la compostura—, y ahora eres ya una mujer. Ha pasado mucho tiempo.

Ella volvió a reír echando su cabeza suavemente hacia atrás, y Sejemjet tuvo el convencimiento de que la diosa del amor no podía ser más bella que aquella mujer. Durante unos segundos se quedó alelado, observando cómo reía.

—Cualquiera diría que has visto una aparición —dijo sin dejar de sonreírle.

—Es sólo que no esperaba encontrarte en esta hora —contestó él para disimular su impresión.

Ella hizo una señal a los porteadores, y éstos depositaron el palanquín en el suelo. Isis se volvió hacia Sejemjet y le mostró las palmas de sus manos a modo de saludo.

—¿Tan diferente me encuentras?

—Mini ya me advirtió de tu belleza, aunque pensé que exageraba —señaló Sejemjet esbozando una sonrisa—. Quién lo iba a suponer.

Isis volvió a reír.

—Me halagas, Sejemjet. Te recuerdo como un joven de pocas palabras y no muy dado a la lisonja. Claro que el tiempo nos cambia.

—En eso tienes razón —señaló él endureciendo su gesto.

Durante unos momentos se hizo un incómodo silencio, luego el sol volvió a incidir en los ojos del guerrero y éste se protegió de nuevo con el dorso de su mano. Isis aprovechó para fijarse en las cicatrices que cubrían el cuerpo de aquel hombre, y sintió un estremecimiento.

—En realidad debería pedirte disculpas —dijo Sejemjet de repente—. Prometí a tu hermano que iría a visitaros. Espero que la dama Say se encuentre bien.

—Se ha vuelto un poco cascarrabias, y sigue pensando que aún soy una niña a la que debe cuidar —apuntó Isis sonriendo de nuevo.

—Todavía recuerdo los pichones asados que preparaba. Muchas noches cuando combatía en Retenu me acordé de ellos. También guardo un buen recuerdo de tu padre. El noble Ahmose estaría orgulloso de vosotros.

Isis bajó un momento la mirada, y luego la dirigió hacia el río.

—Muchas tardes vengo hasta aquí para pasear por la orilla del Nilo. Supongo que será debido a esa parte de mi niñez que, dicen, todavía permanece en mí. Cuando vivía en Madu me gustaba recorrer sus campos y bañarme en el río. En ocasiones añoro aquellos años.

Sejemjet asintió, pero no dijo nada. Ahora observaba a Isis con la mirada que le era propia. Había en ésta una luz de inconsciente dureza de la que ya nunca podría desprenderse.

Isis siempre se había sentido intrigada por aquel hombre. Desde la primera vez que lo vio pudo captar en Sejemjet el extraño magnetismo que lo acompañaría durante toda su vida. Era producto de su propia esencia, y estaba envuelto en el misterio. Ella se había sentido atraída por estos aspectos y también por la reserva natural del muchacho. De niña disfrutaba observándolo con disimulo, y durante un tiempo había pensado en él. Ahora que se volvían a encontrar después de todos aquellos años, sentía otra vez su magnetismo y el poder de su mirada. Había verdadera fuerza en ella, y también sufrimiento.

—Espero que nos visites alguna vez —le dijo Isis rompiendo el silencio—. A mi madre le gustará saludarte y ver en lo que te has convertido. Tu fama corre por todo Egipto como impulsada por el aliento de Amón.

Sejemjet le sonrió, e Isis dio orden a sus porteadores para que se pusieran de nuevo en camino.

—Haré votos para que no seamos unos ancianos cuando nos veamos la próxima vez —exclamó Isis mientras se marchaba.

—Prometo visitaros —aseguró él.

Luego, Sejemjet vio cómo el palanquín se alejaba hacia el río. Ra regalaba generoso sus rayos mientras viajaba camino de los cerros del oeste; su luz se desparramaba por toda Tebas con los matices propios de la tarde, y Sejemjet creyó que éstos volvían a cubrir la figura de la joven con un hálito de ensueño. En verdad que parecía una diosa; entonces pensó que sus padres no podían haber elegido un nombre mejor para ella.

* * *

Desde muy pequeña Isis supo que no era una niña como las demás. Esto no significaba que no gustara de participar de los juegos propios de su edad, o que se comportara de forma extraña. Ella resultó ser siempre una muchacha obediente y muy respetuosa con sus padres y hermano, a los que quería mucho, y también una buena amiga de los otros niños. Era su naturaleza la que la hacía diferente, pues ésta estaba impregnada de una sensibilidad y misticismo de los que dio pruebas palpables desde su más tierna infancia. Isis creció como solían hacerlo todos los niños de Egipto, entre juegos, risas y también ayudando en casa cuanto podían, pues aunque los dioses resultaran pródigos, había que ganarse el alimento de cada día.

No cabe duda de que el vivir en el campo la ayudó a desarrollar aquel espíritu. Desde muy pequeña le gustaba perderse entre los palmerales para observar el maravilloso mundo que la rodeaba. Allí la vida se encontraba por doquier, y ella se pasaba las horas empapándose de aquel regalo. Disfrutaba viendo las innumerables especies que habitaban aquella tierra convivir en un equilibrio que ellas mismas se encargaban de mantener. En Kemet la naturaleza exponía sin ambages sus reglas, las que los dioses habían enseñado al hombre una vez con el fin de salvaguardar aquella armonía sin la cual todo se destruiría.

El temible hipopótamo, el peligroso cocodrilo, la cobra mortal, los pájaros, las ranas, los escarabajos, los brotes de cada cultivo... Todo tenía una razón de ser y cumplía una función. «Sólo la magia de Isis podía estar detrás de tales maravillas», pensaba la niña, y así fue como se hizo devota de la diosa.

A su madre le pareció muy bien que la pequeña se sintiera atraída por la misteriosa figura de Isis. Ella misma era una furibunda seguidora de esta deidad, y buena prueba de ello era el haber bautizado a su hija con su nombre. Había un indudable misticismo en la chiquilla que era fácil de palpar, y andando el tiempo, ésta comenzó a interesarse por los ritos mistéricos en los que pensaba se encontraba la respuesta a todas las cosas.

La diosa era la Gran Maga por excelencia, y para la joven su poder se extendía por toda la Tierra, tal y como si se tratara de un demiurgo. Como ella, mucha gente en Tebas opinaba que era una diosa primordial, y que el resto del panteón egipcio emanaba de su figura. Por eso su magia estaba por todas partes, y era tan poderosa que había sido capaz de resucitar con ella a su esposo Osiris, y concebir un hijo de su simiente.

Según creció, la pequeña aprendió las propiedades de las hierbas del campo, y un sinfín de conjuros que gustaba de practicar en secreto.

Al llegar a la pubertad, la vida cambió drásticamente para Isis. A los doce años ya era una joven preciosa en la que se vislumbraba la belleza que con el tiempo llegaría a poseer. A esa edad la mayoría de las niñas contraía matrimonio, y Say empezó a preocuparse por el futuro de su hija, ya que albergaba la esperanza de conseguirle un buen partido. Para Say un buen esposo poco tenía que ver con el amor. Ella tenía sus propios conceptos a este respecto, y lo que deseaba era que Isis se viera rodeada por la abundancia durante el resto de su vida. Lo último que quería era que pasara privaciones por culpa de los sentimientos, y por este motivo tuvo encendidas discusiones con su marido, que estaba empeñado en aceptar como yerno al hijo de un viejo compañero de armas que era soldado de infantería. Say se las tuvo con Ahmose, y decidió que había que encontrar un buen marido para su hija cuanto antes, pues la niña se estaba abriendo a la vida a pasos agigantados.

Al cumplir los catorce años, Isis ya levantaba miradas de admiración entre los hombres. Muchos no se recataban en ocultar su lascivia, aunque se dieran cuenta de que semejante beldad iría a parar a una mesa donde sólo se sirvieran los más excelsos manjares. Say hacía votos por su hija a la Gran Madre cada día, y llegó a prometerle una peregrinación a su templo de Déndera, si sus preces eran atendidas. Isis no era como la mayoría de las jóvenes, y la diosa debía tener esto en consideración.

Uno tras otro, Say fue desechando todos los pretendientes que se presentaban, ante el enfado de su esposo, que no aprobaba semejante conducta.

—Dentro de poco será demasiado mayor para que se fijen en ella. ¿Acaso te has vuelto loca? —le recriminaba, sin comprender qué era lo que quería su mujer.

Mas ésta no daba su brazo a torcer, e Isis se despreocupó del asunto pues no tenía el más mínimo deseo de casarse.

Un día, madre e hija viajaron a la cercana Tebas para hacer una visita a Karnak. En el muro este del templo de Amón, Tutmosis III había levantado una capilla que atendía al nombre de «La Oreja que Escucha». En su interior existían unas estatuas de alabastro del faraón ante las que el pueblo podía formular sus peticiones a Amón. El lugar tenía fama de ser muy milagroso, pues incluso había quien aseguraba que se había llegado a curar de terribles enfermedades gracias a la intercesión del Oculto ante la iracunda Sejmet. Say estaba convencida de que aquél era el sitio adecuado para que sus súplicas fueran atendidas, y allí las elevó.

Al parecer, Amón se sintió conmovido al escucharlas, y proclive a concederlas, pues no había pasado una semana cuando a la humilde casa de Ahmose se presentó un cortejo, con gran boato, del que se adelantó un heraldo para avisar a la asombrada Say de que el muy alto Merymaat, guardián de los campos del clero de Karnak, llamaba a su puerta para pedirle la mano de su hija.

La señora hubo de pellizcarse varias veces para comprobar que no se trataba de ningún sueño, pero en cuanto se convenció de que aquello era tan real como parecía, abrió las puertas de su casa de par en par e hizo entrar a tan noble visita lamentándose, eso sí, de no haber previsto que algo semejante pudiera ocurrir y haber puesto algunos pichones a asar.

Ahmose no supo qué decir, lo cual resultó lo más conveniente, no fuera a hacer alguno de sus habituales comentarios y diera al traste con aquel regalo que Amón les enviaba. ¡Nada menos que un primo del visir se interesaba por la niña! Algo semejante no se repetiría ni en cien vidas que vivieran, se dijo la señora. Así que se prometió a sí misma que aquel hombre tan principal no saldría de su casa si no era con el compromiso de casarse con su hija.

En realidad la cosa resultó más sencilla de lo que Say hubiera podido imaginar. Merymaat venía decidido a tomar a Isis por esposa, y arregló el trato en menos que se canta una estrofa de agradecimiento a Hapy. Todo se convino a plena satisfacción de las partes, y el
sehedy sesh
adscrito al templo de Karnak se fue por donde había venido sin que el viejo Ahmose hubiera abierto la boca.

Say cayó de bruces sobre las esterillas que cubrían el apelmazado suelo, y empezó a glorificar a Amón a voz en grito. ¿Acaso aquello no representaba una demostración inequívoca de su inmenso poder? ¿Se había visto alguna vez un milagro semejante? Por fin Isis se casaría con quien le correspondía. Sería una gran señora, y su familia nunca pasaría privaciones.

La realidad era muy diferente a lo que la buena de Say pensaba que había ocurrido. Si Amón tenía que ver en aquel matrimonio era, simplemente, porque madre e hija habían ido a visitarlo, algo que siempre era de agradecer. Quiso Shai, el destino, o quién sabe si el Oculto, que la pareja se cruzara con Merymaat, que venía de atender unas cuestiones relacionadas con su cargo. Ellas no repararon en el escriba inspector, pero éste quedó deslumbrado ante la belleza de Isis, hasta el punto que ordenó a uno de sus criados que las siguiese hasta la capilla donde habrían de formular sus peticiones. Así fue como se enteró de lo que querían, y luego hizo que las vigilaran en su viaje de regreso a la cercana Madu, para saber dónde vivían.

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