El hombre de bronce (15 page)

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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

BOOK: El hombre de bronce
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Johnny fue resucitado a continuación.

Cuando Doc se volvió después de la última resurrección, contempló satisfecho el efecto producido sobre los hombres de los dedos rojos.

Todos los guerreros permanecían arrodillados, con los brazos en cruz. Sólo Kayab, sostenido por su orgullo, estaba en pie.

Y tras una mirada imperiosa e hipnótica de Doc, se arrodilló de mala gana como el resto.

Fue una victoria completa. Los hombres de la tribu quedaron tan impresionados como los guerreros.

La noticia se extendió como si la emitieran por radio. Doc gozaría de un poder infinitamente superior al que Kayab ejerciera hasta entonces.

Doc, sus cinco hombres, el rey Chaac y la encantadora princesa Atacopa se alejaron del lugar

Pero su alegría no duró mucho.

EL jefe de los guerreros se incorporó, lanzando un aullido penetrante.

Ordenó incorporarse a sus satélites y hasta dio unos puntapiés a los más reacios.

Gritando de nuevo, de manera dramática, señaló en dirección a la playa del lago. Todas las miradas siguieron la dirección del brazo.

El aparato de Doc apareció a la vista en una punta rocosa. Lo empujaban varios guerreros que no asistieron a la sesión celebrada en el pozo de los sacrificios.

¡El aeroplano ya no era azul!

Estaba repintado de varios colores pálidos y grises. Y sobre los costados veíanse unas manchas grandes y rojas.

—¡La Muerte Roja!

Las palabras brotaron en un gemido de los labios de los mayas.

Kayab aprovechó al instante la ocasión.

—¡Nuestros dioses están enojados! —gritó— ¡Han fulminado la Muerte Roja sobre el pájaro azul que trajo a estos demonios de piel blanca!

Renny abrió y cerró sus puños de acero.

—Ese pillo es muy listo —observó—. Pintó de nuevo nuestro aeroplano anoche.

Doc habló en voz baja:

—No creo que Kayab tuviera la inteligencia de hacer eso. Alguien le indica el camino a seguir. Y ese alguien sólo puede ser el asesino de mi padre, el demonio que planea la revolución de Hidalgo.

—¿Pero cómo es posible que ese misterioso enemigo se pusiera en contacto tan pronto con Kayab?

—Olvidas el aeroplano azul —indicó Doc—. Quizás aterrizó con un paracaídas en el Valle de los Desaparecidos.

Cesaron de hablar para escuchar la arenga del jefe de los guerreros a sus vacilantes secuaces.

—¡Los dioses están irritados por haber permitido la estancia de estos herejes blancos en medio de nuestro pueblo! —clamaba—. ¡Debemos exterminarlos!

Sus palabras destruían, con inusitada rapidez, la obra de Doc.

El rey Chaac se dirigió al joven con voz resuelta:

—Jamás mandé ejecutar a ninguno de mis súbditos durante mi reinado, pero voy a hacer una excepción en la persona del jefe.

Pero antes que la situación siguiese su curso, surgió una interrupción nueva y sobresaliente.

Capítulo XV

La batalla de los pájaros azules

—¡Mirad! —gritó Kayab—. ¡El verdadero pájaro azul sagrado ha vuelto! ¡El mismo pájaro azul que vimos antes de llegar estos impostores!

En un impulso unánime, todos levantaron los ojos.

El aeroplano azul volaba en círculos a una altura de unos cinco mil pies.

Los agudos ojos de Doc vieron al instante se trataba del aeroplano que les atacó en Belice.

El mismo aparato que el instigador de la revolución de Hidalgo utilizaba para impresionar a los supersticiosos mayas.

El pueblo congregado prorrumpió en exclamaciones. Los guerreros de los dedos rojos recobraron el valor y lanzaron miradas amenazadoras a Doc y a sus amigos.

Era claro que la situación cambiaba en contra de los aventureros.

El aeroplano seguía volando en amplios círculos. Su presencia impresionaba, pues no hacía ningún ruido.

Doc percibía un leve zumbido del motor. Pero conocía la explicación. Los terribles vientos que comprendían las corrientes de aire sobre el corte barrían las ondas de sonidos.

—Estoy preocupado —murmuró el rey Chaac, con voz temblorosa—. Kayab está poniendo a mi gente y a sus guerreros en un frenesí religioso. Temo que les ataquen.

Doc movió la cabeza en señal afirmativa. Comprendía la inminencia del peligro. Habría violencia si no lograba desbaratar los planes del astuto jefe.

—¡El pájaro azul que veis arriba es supremo! —gritaba Kayab—. Es todopoderoso. ¡Es el elegido de nuestros dioses! ¡No lleva inmundos gusanos blancos en el interior! ¡Por consiguiente, destruid a esos que han caído entre vosotros!

Doc tomó una decisión.

—¡Preparad las ametralladoras! —ordenó a sus hombres—. Si os veis obligados, disparad sobre los guerreros de los dedos rojos; pero procurad antes contenerlos a raya. Renny, ven conmigo.

Los amigos esgrimieron las pistolas ametralladoras que guardaban bajo sus ropas para proteger la retirada hacia el aeroplano.

Esas pistolas, de un tipo especial, inventado por Doc, eran más ligeras que las corrientes y disparaban automáticamente sesenta tiros.

AL exhibirse las armas, el populacho prorrumpió en gritos de excitación, mientras los dos amigos corrían en dirección al lago.

Llegaron al avión y subieron a la cabina.

Doc comprobó el perfecto funcionamiento del motor y su compañero, con un suspiro de alivio, tomó asiento a su lado.

Sus manos de acero, arrancaron la tapa de una caja metálica, con la misma facilidad que abriera una de cigarrillos.

Y sacó el último modelo de ametralladora Browning, tipo de aviación.

Luego abrió una caja de municiones, que dejó al alcance de su mano.

El aeroplano se deslizó sobre el lago, ganando velocidad. Despegó, al fin, elevándose por entre los enormes paredones, saliendo del corte.

El aeroplano azul acechaba aún arriba.

Las corrientes traidoras azotaron el avión de Doc. Los remolinos lo pusieron una vez en peligro, pero al fin salió del Valle de los Desaparecidos.

Las corrientes aéreas, tras una interminable batalla, disminuyeron su peligrosa intensidad. El aeroplano siguió elevándose.

De pronto, el aeroplano azul descendió como una flecha al ataque.

Unas tiras grises, semejantes a cuerdas espectrales, pasaron de repente por el costado del avión de Doc. EL monoplano, evidentemente, estaba provisto de una ametralladora que podía disparar por entre la hélice.

Doc no esperaba este medio de ataque; el aeroplano azul no poseía semejante armamento cuando le hostilizó en Belice.

Pero no se inmutó. A su espalda hallábase Renny, quien no tenía rival con una ametralladora y conocía cómo inclinarse sobre el arma para resistir el retroceso y mantener una puntería certera.

La ametralladora Browning de Renny disparó su carga.

El aeroplano azul hizo un «looping» frenético para apartarse de las balas que buscaban sus entrañas.

—Buen trabajo —cumplimentó Doc.

Entonces le tocó a él echarse a un lado, apartando su aparato de la lluvia de tiros que iban perforando el extremo del ala izquierda.

El piloto del aeroplano azul no era un novato.

Los aparatos volaban en círculo, con rapidez; el de Doc era mucho mayor, pero ello no constituía ninguna ventaja y tampoco servía para combatir en el aire.

Una descarga del aparato enemigo mordió la armadura, en la parte trasera.

—¡Ahora, Renny! —avisó Doc, sosteniendo su aparato sobre un ala.

La descarga hirió al piloto del aeroplano azul. El aparato se volcó con el motor en marcha.

Cayó sin dirección por el corte del Valle de los Desaparecidos. Sus cabriolas fueron aún más frenéticas cuando las corrientes de aire lo hicieron su presa. Iba tan pronto lanzado a una parte como a otra.

Una succión gigantesca lo desplomó en el valle, cayendo en la parte más profunda del lago, en medio de una montaña de espuma.

Cuando Doc, tras grandes esfuerzos, amaró en la superficie del agua, no se distinguía el menor vestigio del aeroplano azul.

Saltando a tierra, ascendió corriendo por el suelo ondulante del valle, en dirección adonde estaban Johnny, Long Tom, Ham y Monk.

Sus amigos no habían sido atacados todavía. Pero les rodeaba una multitud de mayas excitados, que deseaban aniquilarlos como aconsejaba Kayab, pero al mismo tiempo temían la furia de Doc.

Pues el milagro de la resurrección les hizo creer que era un ser superior.

Además, acababa de matar al pájaro azul.

El jefe de los guerreros vio a Doc dirigirse sobre él.

Un terror pánico se apoderó del criminal. Gritó pidiendo auxilio a sus secuaces.

Avanzaron cuatro de éstos; dos con lanzas cortas, los otros dos esgrimiendo unas porras terribles, con aristas de obsidiana, agudas como navajas de afeitar, incrustadas en las puntas.

Evidentemente, por los gritos de Kayab, se lanzaron sobre Doc. Quince guerreros más, todos armados, se unieron al ataque.

Lo que sucedió pertenece a la historia maya.

El cuerpo bronceado de Doc avanzó. Sus grandes y potentes brazos hicieron cosas con increíble velocidad.

Los dos hombres de las lanzas se bambolearon sin embestir con sus armas.

Uno resultó con la cara aplastada por el puño de Doc; el brazo derecho del otro quedó roto, casi arrancado del cuerpo.

Los dos que empuñaban las porras se encontraron, de repente, empujados uno contra otro por dos manos que, al parecer, poseían la fuerza de cien manos corrientes. Sus cabezas chocaron con ruido sordo; vieron las estrellas y… nada más.

Entonces, Savage cogió a cada uno de estos dos guerreros por los mantos de cuero tejido que llevaban alrededor del cuello.

Los arrojó con terrible ímpetu en medio de los restantes. Media docena de enemigos rodaron por el suelo, magullados y aturdidos por la violencia de los golpes.

Los otros, impulsados por el miedo daban puñetazos a diestro y siniestro entre ellos mismos.

De pronto, Doc se lanzó en medio de la pelea. No satisfecho con aniquilar a cuatro de sus enemigos, atacó a todos a la vez.

Sus puños, como mazas automáticas, sembraban el pánico y la destrucción, y los guerreros caían gritando y luchando en medio de penetrantes chillidos de dolor.

Por fin, vencidos y acobardados por aquel ser bronceado que, con agilidad sorprendente, esquivaba todos los golpes, huyeron en dirección a las montañas.

Su jefe, despavorido, dio dos saltos para seguir a sus secuaces, pero entonces, de un salto tremendo, Doc lo cogió por el cuello, arrebatándole su afilado cuchillo sagrado.

—¿Tiene algún lugar seguro donde pueda encerrarlo, para que no moleste más? —preguntó al rey Chaac.

El soberano maya, que no salía de su asombro, balbuceó: —Sí.

La princesa Atacopa observó, admirada, la batalla. Sus negros ojos radiaban unos sentimientos muy expresivos.

Kayab fue encerrado en un calabozo oscuro y sin ventanas, al que se entraba por un agujero practicado en el techo.

Sobre la abertura había una tapa de piedra que para levantarla fue necesaria la fuerza combinada de cuatro mayas forzudos. El rey Chaac era partidario de expulsar al jefe de los guerreros del Valle de los Desaparecidos.

Comprendió la imprudencia de su benevolencia cuando Doc le indicó que Kayab descubriría al mundo la existencia de la pirámide de oro.

—Deje que se le enfríen los cascos en la celda —sugirió Doc—. La ocasión de reflexionar sobre su vida equivocada, hace maravillas en muchos criminales.

El soberano maya decidió seguir los prudentes consejos del hijo de su amigo.

El temperamento de aquellos mayas de piel dorada era tan sencillo, que aceptaron a Doc y a sus amigos, desafiando los solemnes avisos de los guerreros de los dedos rojos. La influencia de éstos disminuyó de tal manera, que los otros mayas hasta rehusaron escuchar su propaganda siniestra, pues los guerreros intentaron en seguida recuperar su poder.

—Estamos en una posición segura —declaró Monk, frotándose las manos.

—No te hagas muchas ilusiones —murmuró Ham, en tono sombrío.

Monk rió y trató de palmotear la cabeza del abogado.

—No comprendo por qué el rey nos hace esperar un mes antes de llegar a un acuerdo acerca de ese oro—dijo.

—No tengo la menor idea —confesó su compañero—. Pero recordarás que mencionó que quizá no serían treinta días.

William Harper se estiró, bostezando.

—Pues no es un lugar del todo malo para pasar un mes de vacaciones —declaró—. Probablemente habrá quietud de ahora en adelante.

Capítulo XVI

Maldición de los dioses

Aquella noche, en el Valle de los Desaparecidos reinaba una oscuridad intensa, producida por una masa de nubes impenetrables amontonadas sobre el corte gigantesco.

El aire era bochornoso. Hasta un pronosticador novato predeciría una serie de chaparrones tropicales comunes en Hidalgo.

Doc y sus amigos tomaron la precaución de alternar la vigilancia y tener una luz encendida, pero no les sucedió nada anormal.

Dos mayas vigilaban la casa de piedra donde Kayab estaba encarcelado.

El prisionero les insultaba de vez en cuando, amenazándoles con la ira de los dioses si no lo libertaban en el acto.

Pero los centinelas fueron amenazados con la furia de Doc Savage si dejaban escapar al prisionero y le temían más. Para ellos la noche tampoco trajo ningún portento.

No obstante, en un lugar del Valle de los Desaparecidos se preparaban una serie de acontecimientos diabólicos.

Ese lugar estaba cerca del extremo inferior del valle, donde el riachuelo atravesaba el gran corte. En una especie de agujero situado entre peñascos hallábase congregada la mayoría de los guerreros de los dedos rojos.

Encendieron una hoguera y entonaron unos cánticos en honor de Quetzaloatl, el dios celeste; y a Kukulcan, la Serpiente Emplumada.

Parecían aguardar la llegada de alguien y entretenían el tiempo con cánticos calculados para redimir su caída de posición. Después practicaron unos ritos dedicados al Monstruo de la Tierra, otro dios pagano.

Un leve ruido por entre el follaje que rodeaba el lugar de reunión de los guerreros, interrumpió el ritual. Surgió una figura asombrosa, que se reunió con ellos.

Era un hombre, pero iba vestido de una manera extraordinaria. El cuerpo de la prenda consistía en una enorme piel de serpiente, el pellejo de una boa gigantesca.

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