Los seis guerreros mayas cogieron los extremos de las cuerdas de piel de tapir y al inclinarse para atar a Doc Savage, recibieron la mayor sorpresa de su vida.
Unas garras de acero hicieron presa en las gargantas de dos guerreros.
Otros dos salieron despedidos, lanzados por un par de piernas de bronce.
Doc Savage no perdió ni un instante el conocimiento.
Los extraordinarios gases de Monk eran fatales cuando se los inhalaba; de lo contrario, eran ineficaces.
Contuvo el aliento mientras el hombre enmascarado esperaba que los gases se disipasen de la casa.
Gracias a esta estratagema se libró de ser muerto a tiros.
Sacudió a los dos mayas a quienes tenía cogidos por la garganta. Golpeando una cabeza contra otra, les dejó desvanecidos.
Los otros dos estaban enredados en las cuerdas e intentaban sacar sus cuchillos de obsidiana.
Utilizando a los dos hombres como porras humanas, derribó a los otros.
Los dos a quienes sus poderosas piernas derribaron, se desplomaron en el mismo lugar del ataque.
Un guerrero logró emitir un solo grito penetrante de agonía. Luego los seis hombres quedaron privados de conocimiento, tendidos en el suelo rocoso.
Doc se enderezó de un salto. Aquel grito del guerrero extendería la alarma.
La caja metálica conteniendo los productos químicos de Monk no estaba detrás del banco de piedra donde la dejó.
Sufrió una decepción, pues esperaba obtener suficientes ingredientes para fabricar una máscara eficaz contra los gases de Monk.
Era evidente que el hombre misterioso se había apoderado de los materiales.
Salió corriendo del edificio. Una ametralladora hizo una descarga cuando descendía por la calle, pero las balas parecían respetarle. Antes de que el hombre enmascarado, pues él disparaba, rectificase la puntería, la figura metálica de Doc desapareció con el humo, flotando luego en la azotea de un edificio.
Saltando de azotea en azotea, descendió, por fin, a la calle.
Dejó que los guerreros le percibiesen, desapareciendo con velocidad relampagueante antes que pudieran disparar.
Le persiguieron aullando como una manada de lobos.
Un grupo numeroso abandonó el sitio de la pirámide para unirse a la persecución.
Eso pretendía Doc. Era imperativo que regresase a la pirámide para trazar algún plan defensivo contra los gases que entonces poseía la diabólica secta guerrera.
Llegó a la pirámide sin ser visto y tan silencioso, que ya escalaba los peldaños antes de que se dieran cuenta de su presencia.
Una ametralladora empezó a disparar, rebotando las balas en los escalones y esparciéndose como gotas de lluvia.
Pero ya se encontraba en la cima y penetró en el interior de la pirámide donde se refugiaban sus compañeros.
Estos se sobresaltaron al verle aparecer de repente. Era increíble que hubiera podido salir y entrar habiendo cuatro ametralladoras emplazadas alrededor de la enorme mole.
—Se apoderaron de los gases de Monk —explicó—. Intentarán arrojar algunas botellas por la puerta secreta haciendo inclinar el ídolo.
—Entonces le volveremos a colocar en su sitio —gruñó Monk.
Al instante utilizando sus fuerzas enormes, colocó debidamente la maciza imagen de piedra de Kukulcan.
Un maya encendió una mecha hundida en un cuenco de aceite.
—Tapen las grietas con barro —ordenó Doc—. Romperán las botellas de líquido con el fin de que los gases penetren en el interior.
—Pero, ¿y las aberturas de observación? —objetó Renny—. No podremos verlos, si suben los escalones.
En respuesta, Doc tomó los lentes de Johnny.
—No uses el cristal de aumento —le advirtió—. Pon barro alrededor y tendrás el mejor puesto de observación. No dejará entrar al gas.
—¡Doc encuentra solución a todo! —sonrió su compañero.
Los mayas rebullían en el interior de la pirámide.
«Serán unos centenares», pensó Doc. «Debe existir algún pasaje subterráneo.»
—Si arrojan las botellas de gases—dijo Doc a Renny—, no subirán por los escalones hasta que éstos se disipen. De manera que cuando avancen, pueden estar seguros de que no será peligroso abrir la puerta secreta y lanzar rocas escalera abajo. Advierte a los mayas que os den rocas.
—¿Adónde vas? —preguntó Renny.
—A explorar. Siento mucha curiosidad por este lugar.
Los subterráneos de oro
Doc Savage se llevó a Johnny y a Monk al fondo de la pirámide de oro.
Le sorprendió ver los escalones tan desgastados. En sitios la piedra perdió su estructura. Aquello podía ser obra de millares de pies.
El soberano de los mayas, el rey Chaac, afirmó ser el único conocedor del lugar, lo cual significaba que no se usó mucho durante generaciones.
Una vez llegados al fondo, penetraron en una sala inmensa.
Observó una tubería de piedra construida de una manera ingeniosa que conducía el agua que alimentaba el depósito situado en la cima de la pirámide.
Cruzando la sala penetraron en otra de más vastas proporciones.
Era tan baja de techo y estrecha, que semejaba un túnel gigantesco extendiéndose centenares de metros para luego perderse en una ligera inclinación.
Hallaron aguardando en la galería subterránea al rey Chaac y a la encantadora princesa Atacopa, con sus súbditos.
La deliciosa princesita, que se mantuvo serena durante el ataque, estaba algo pálida, pero no sentía ningún temor.
El rey Chaac conservaba toda su dignidad de soberano.
Doc llevó aparte al anciano rey.
—¿Querríais guiarnos a Monk y a mí, a las profundidades de esta caverna? —le preguntó.
El anciano maya vaciló.
—Lo haría con mucho gusto —respondió—. Pero mis súbditos podrían creer que les abandonaba en el peligro.
Doc asintió con la cabeza.
—Mi hija —continuó el soberano—, conoce esta galería subterránea tan bien como yo. Ella puede guiaros.
Partieron al instante.
—Esto parece haberse construido y usado hace siglos —observó Doc.
La princesa movió la cabeza en señal afirmativa.
—En efecto —respondió—. Cuando la raza maya estaba en el apogeo de toda su gloria, y regían toda la gran región, construyeron este túnel y la pirámide exterior. Cien mil hombres trabajaron continuamente durante varias generaciones, según la historia transmitida a mi padre y a mí.
Johnny murmuró algunas palabras de asombro. Tomaba nota de las costumbres e historia de los mayas, con la intención de escribir un libro.
Pero era probable que no se escribiese nunca.
La princesa continuó:
—Esto se ha guardado secreto durante siglos. Fue transmitiéndose a todos los reyes de los mayas del Valle de los Desaparecidos. ¡Sólo a los monarcas!
Hasta hace algunos minutos, cuando sobrevino el ataque traidor, sólo mi padre y yo conocíamos el secreto.
—Pero, ¿por qué todo este secreto? —inquirió Johnny.
—Porque el mundo exterior debe ignorar su existencia.
—¿Eh? —murmuró el geólogo, perplejo.
La princesa maya sonrió.
—Aguarden un momento —indicó—. Les mostraré el mal que haría si se conociese este secreto.
Después de recorrer algunos centenares de metros, penetraron bajo los paredones del corte que conducía al Valle de los Desaparecidos.
La princesa Atacopa se detuvo de repente, señalando y hablando en voz baja y emocionada:
—Ese es el motivo, señor Savage. Ahí tiene el oro que usted recibirá; el codiciado metal que gastará esparciendo el bien por todo el mundo.
Johnny y Monk miraban con ojos desorbitados. Se encontraban tan aturdidos, que ni siquiera podían manifestar su asombro.
El mismo Doc Savage, a pesar de su dominio sobre sí mismo, sintió que la cabeza se le enturbiaba.
La galería se ensanchaba ante ellos convirtiéndose en una habitación inmensa.
Las paredes, el suelo y el techo eran de cuarzo aurífero.
Era la misma clase de cuarzo de que estaba construida la pirámide.
Pero no fue esto lo que les paralizó de asombro, sino la serie de nichos profundos, abiertos en las paredes.
¡Había miles de huecos a lo largo del vasto espacio!
En cada uno de los huecos se veían amontonados infinitos amuletos, vasos, jarrones, placas y otros objetos de oro. Magníficos ejemplares de todo cuanto los mayas antiguos hicieron con el metal precioso. —Este es el almacén —murmuró la princesa, en voz baja—. La leyenda dice que cuarenta mil artífices trabajaron continuamente, labrando los objetos almacenados aquí.
Doc, Monk y Johnny apenas oían a la princesa. La visión de aquellas fabulosas riquezas habían paralizado sus sentidos.
¡Pues los nichos contenían tan sólo una fracción del tesoro acumulado!
Yacía en montones, esparcido por el suelo.
Y la caverna del tesoro se extendía más allá de los límites que les permitía ver la luz.
Doc Savage cerró los ojos. Sus labios de bronce temblaban. Experimentaba una de las mayores emociones de su vida.
Había allí una riqueza como jamás soñara la fantasía humana.
Era el legado de su padre, su gran herencia. Debía usarlo en la causa a la cual dedicó su vida: a ir de un extremo del mundo a otro, buscando emociones y aventuras, auxiliando a los necesitados, castigando a quien lo mereciese.
¿A qué uso más noble dedicaría aquella fortuna?
La princesa Atacopa, en cuya vida el oro no significaba nada, habló:
—El metal fue extraído del fondo de la montaña. Queda mucho todavía. Mucho más de lo que se ve aquí.
Los tres aventureros salieron poco a poco del asombro en que les sumió la visión de las riquezas fabulosas.
Ante ellos se extendía la tubería de piedra que alimentaba de agua el depósito de la pirámide.
Monk empezó a contar los pasos, avanzando por la caverna del tesoro.
Contó trescientos y luego perdió la cuenta, aturdido al contemplar tanto oro, cuyos montones parecían acrecentarse por momentos.
El camino se estrechó de repente. El suelo de la galería subterránea ascendía de una manera muy pronunciada. Unos doscientos pasos más adelante tuvieron que avanzar arrastrándose.
Llegaron entonces a un lago diminuto, donde terminaba la tubería. El lago estaba situado en una cavidad pequeña, cuyas paredes fueron hendidas en parte por manos de hombre.
El agua excavó bastante; la corriente fluía al nivel del suelo.
La caverna se extendía ante ellos, pareciendo prolongarse de una manera ilimitada.
Doc comprendió que la caverna era, en parte, obra del río subterráneo.
Sin duda se extendía unas cuantas millas más. Los mayas encontraron oro en la boca del río. Penetraron en la caverna y hallaron la mina fabulosa.
La princesa Atacopa formuló una pregunta: —¿Desea continuar?
—Desde luego —replicó Doc—. Buscamos una salida, algún medio para que los mayas puedan escapar al hambre y evitar su rendición.
Siguieron avanzando en las profundidades de la caverna. El aire era frío.
Distinguieron un sendero hecho por mano del hombre.
Unas estalactitas de tamaño considerable mostraban con claridad que desde hacía muchos años nadie había puesto los pies allí.
Encontraban con frecuencia grandes rocas cerrando el paso. Sin duda se desprendieron del techo.
Veían por todas partes mineral de oro de riqueza fantástica.
Doc y sus amigos perdieron interés por el mineral. Después de contemplar las enormes riquezas acumuladas en la caverna del tesoro, nada podía excitarles mucho.
El río subterráneo torcía ascendiendo.
AL cabo de dos horas de marcha salieron de la zona aurífera. No se veía allí ningún sendero ni el más remoto vestigio del codiciado mineral.
El camino se tornaba más tortuoso. Las paredes rocosas cambiaron de aspecto.
Johnny se detenía con frecuencia para examinar las formaciones. Monk escudriñaba todos los huecos que veía, con la esperanza de hallar una salida.
—Hay alguna salida por aquí —declaró Doc—. Y no muy lejos.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió la princesa Atacopa.
Doc señaló la llama de su antorcha, que mostraba con claridad la existencia de una corriente de aire.
Johnny se quedó rezagado, aunque sin perderles de vista. Pensó que en la oscuridad quizá descubriría más pronto alguna salida.
Monk se adelantó por la misma razón. El velludo antropoide confiaba en su habilidad para avanzar sobre terreno desconocido.
Doc también se interesaba por la formación de la roca por donde pasaban.
Le llamó la atención una tierra de un color gris amarillento. Rascando un poco de ello, lo quemó a la llama de la antorcha. Era un depósito de sulfuro.
—Sulfuro —explicó en voz alta.
Pero esto no presentaba ninguna solución al apuro en que se encontraban.
Llegaron pronto a una caverna lateral. La formación era casi de cal pura.
Mientras esperaban, Johnny penetró en la caverna a explorarla.
Transcurrieron diez minutos.
Johnny regresó, al fin, moviendo la cabeza.
—No tenemos suerte —exclamó, encogiéndose de hombros.
Llevaba en la mano una sustancia blanca y cristalina.
Doc la miró. —Déjame examinarla, Johnny—dijo.
Su compañero se la entregó.
Doc la tocó con la punta de la lengua. Tenía un gusto salino.
—Salitre —anunció—. Bastante puro. —No comprendo —murmuró Johnny.
Doc recitó una fórmula. —¡Salitre, carbón vegetal y sulfuro! —exclamó—.
Ya observé hace rato el sulfuro. Podemos quemar leña y conseguir carbón. ¿Qué se obtiene de todo ello?
Johnny replicó: —¡Pólvora!
En el momento de proferir la exclamación, tuvieron otro motivo de alegría.
Monk exploraba delante, y le oyeron gritar: —¡Veo un agujero!
La abertura encontrada por Monk resultó ser una grieta en la roca sólida, de regular tamaño.
La luz del sol penetraba en el interior.
Doc, la princesa, Johnny y Monk, se acercaron. Vieron unos escalones toscos, prueba de que los antiguos mayas conocían aquella salida.
Surgieron al exterior con gran cautela.
Se hallaban en un saliente. Arriba, a ambos lados, y abajo, vieron un paredón vertical de roca.
Pero tras un detenido examen distinguieron una serie de escalones conduciendo hacia la parte inferior del paredón.