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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

El hombre de bronce (18 page)

BOOK: El hombre de bronce
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A su alrededor los cánticos mayas vibraban con un ritmo exótico.

Los aventureros ascendieron poco a poco.

De pronto apareció Kayab. Atravesó gritando por entre los centenares de mayas congregados en torno a la pirámide.

La presencia del jefe de los guerreros paralizó el curso de los acontecimientos.

Era una cosa increíble. Los ritos eran sagrados y una interrupción constituía el mayor sacrilegio.

Centenares de mayas contemplaron indignados a Kayab. Éste, con los brazos extendidos, solicitó atención.

—¡Oh, mayas! —gritó con voz aguda—. ¡No podéis hacer semejante cosa!

¡Los dioses lo prohíben! ¡Los dioses no quieren a esos hombres blancos!

Ante tales palabras, algunos indígenas manifestaron en voz alta que los mayas no querían a Kayab tampoco.

Sin hacer caso de la hostilidad general, el jefe de los guerreros continuó:

—¡Caerán terribles calamidades sobre vosotros si hacéis mayas a estos extranjeros! ¡Está prohibido!

Doc Savage no hizo el menor movimiento. Vio en esta dramática interrupción una última llamada frenética.

Kayab estaba desesperado. Sus ojos llameantes y el temblor de los brazos denotaban la furia que le poseía.

Doc Savage quiso comprobar hasta qué punto lo estimaban los mayas de piel dorada. Tenía confianza en ellos; no creía que escucharan a las invectivas del jefe de los guerreros.

Y, en efecto, su confianza no se vio defraudada.

El rey Chaac pronunció una orden imperiosa. Unos mayas, que llevaban armadura y armas, se lanzaron sobre Kayab.

El jefe de los guerreros puso pies en polvorosa. Huyó con la rapidez de una liebre y deteniéndose a varios metros de la muchedumbre, gritó:

—¡Necios! ¡Por esta acción tendréis que venir arrastrándoos por el suelo a postergaros a los pies de Kayab, suplicando compasión! ¡De lo contrario, moriréis, todos!

Luego, girando con rapidez sobre sus talones, huyó aterrado. Cuatro o cinco jabalinas bien lanzadas prestaron alas a sus pies.

El disidente desapareció en la jungla.

Doc permaneció pensativo. Kayab habló como si tuviera algo preparado.

¿Qué podría ser? El misterioso criminal que asesinó a su padre andaba aún en libertad y era hombre astuto y resuelto. Lamentó que sus hombres no tuviesen sus armas encima.

La ceremonia prosiguió donde fue interrumpida. El cántico continuó varios minutos; la cadencia salvaje poseía la cualidad de despertar e incitar unos sentimientos extraños.

Continuaron avanzando subiendo los escalones de rodillas. Las imágenes de piedra y los incensarios aumentaban de peso.

Llegaron por fin a la cima. El rey Chaac les señaló dónde debía colocarse el incienso.

El soberano del Valle de los Desaparecidos iba a pronunciar las últimas palabras del ritual.

Entonces estalló el principio de la hecatombe.

Resonaron unos estampidos súbitos y fuertes. Eran disparos de arma de fuego.

—¡Ametralladoras! —rugió Renny.

De los labios de los mayas brotaron gritos de terror y agonía. Varios cayeron muertos, barridos por la lluvia de plomo.

AL parecer disparaban cuatro ametralladoras situadas en los cuatro ángulos de la pirámide.

Doc condujo a sus amigos, al rey Chaac y a la princesa, a refugiarse tras la imagen mayor de la cima de la pirámide.

¡A tiempo! Una lluvia de plomo barrió el lugar donde estuvieron segundos antes. Las balas rebotaron a su alrededor.

Doc recogió una de las balas y examinándola, declaró:

—No es del calibre de nuestras ametralladoras, lo cual significa que no se han apoderado de ellas. Deben de haber traído ametralladoras del exterior.

Los aventureros se contemplaron mutuamente. Comprendieron lo sucedido.

EL asesino del padre de Doc era quien había proporcionado el potente armamento.

La lluvia de plomo cesó. Kayab apareció a lo lejos, a la derecha.

—¡Contemplad el cumplimiento de mi profecía! —gritó—. ¡Acercaos de rodillas y suplicadme que os perdone la vida! ¡Reconocedme por vuestro jefe! ¡De lo contrario, moriréis todos!

A pesar de la distancia, los aventureros pudieron ver el rostro de Kayab, que estaba contraído por la ira.

—¡Está loco! —murmuró Monk.

Una lluvia de lanzas contestó a Kayab. Profiriendo agudos chillidos de cólera, un grupo de mayas se lanzó sobre el jefe de los guerreros.

Una ametralladora los rechazó, matando a varios.

El rey Chaac alzó la voz en medio del tumulto, dando órdenes a su pueblo.

Los mayas ascendieron con gran rapidez los escalones de la pirámide.

Doc los contempló, ignorando lo que se proponían. Luego observó cómo el soberano oprimía el ídolo de Kukulcan, situado junto al depósito del agua que fluía perpetuamente.

El ídolo se inclinó hacia atrás, dejando al descubierto una cavidad enorme.

Unos escalones conducían a la oscuridad del fondo.

La columna de mayas penetró en el interior con orden perfecto. Pero al parecer estaban tan sorprendidos como los aventureros ante la visión de la abertura.

Doc dirigió una mirada al soberano.

—Sólo yo conozco esta puerta oculta —explicó el rey.

Las ametralladoras de los guerreros de los dedos rojos enmudecieron.

La retirada ordenada a la cima de la pirámide debió de intrigarles. Sin duda creyeron que habían causado suficientes estragos para someter a los mayas.

Doc observó el emplazamiento de las ametralladoras. Vio que los guerreros se mostraban al descubierto.

Luego vio a otro hombre: a un individuo enmascarado con una repulsiva piel de serpiente.

En la parte posterior del horrible traje de reptil distinguió unas plumas de colores diversos.

Esta figura repugnante parecía dirigir el ataque. Hasta daba órdenes a Kayab. Oyendo débilmente la voz del hombre, comprendió que no era un maya.

Las ametralladoras volvieron a entrar en acción.

Pero aguardaron demasiado. Casi todos los mayas habían penetrado ya en el interior de la pirámide.

Cuando la lluvia de plomo empezó de nuevo, el último de los mayas de piel dorada traspasaba la puerta secreta.

El rey Chaac y la princesa descendieron seguidos de Doc y sus amigos.

El soberano les enseñó diversas grietas en la mampostería por donde era posible observar si alguien ascendía por los escalones.

Distinguieron cómo algunos guerreros llegaban corriendo a la base de la pirámide y empezaban su ascensión.

—¡Si tuviésemos nuestras armas! —gimió Renny.

Pero las armas estaban encerradas en la casa de piedra.

—¡Mirad! —ordenó el rey Chaac. Dio una orden a varios de sus hombres, que descendieron al fondo de la oscura cavidad.

Subieron unas cuantas rocas que lanzaron por los escalones. Los guerreros retrocedieron a escape.

—No pueden llegar aquí —afirmó el soberano.

Doc escuchó la voz del hombre con la piel de serpiente.

Lo identificó en seguida: Era la del asesino de su padre y el instigador de la revolución de Hidalgo. La voz que oyó en la habitación del hotel de Blanco Grande.

Y comprendió por qué no encontró rastro del hombre durante la semana anterior. Se ausentó del Valle de los Desaparecidos, marchando en busca de las ametralladoras.

—¿Cómo estamos de provisiones? —preguntó.

EL rey Chaac respondió: —No tenemos víveres.

—Nos sitiarán por hambre —señaló Doc—. ¿Supongo habrá bastante agua?

—Mucha. La corriente que abastece al depósito de la pirámide.

—Eso ayudará —reconoció Doc—. Su gente podrá resistir unos cuantos días. Mis hombres y yo, acostumbrados a las penalidades, aguantaremos más. Pero debemos hacer algo.

Decidió arriesgarse.

—Que no intente nadie seguirme —advirtió.

De un salto formidable cruzó la puerta.

Fue tan inesperada su aparición, que transcurrió un instante antes de que los guerreros de los dedos rojos descargasen una lluvia de plomo sobre la cima de la pirámide y el templo diminuto.

Al hacer la descarga ya estaba fuera de peligro.

No descendió por la escalera. Tenía otro medio mejor de descenso: el costado vertical y liso de la pirámide.

Se deslizó con rapidez hacia un lado. Una descarga barrió el lugar donde estuvo un segundo antes.

Las balas de las ametralladoras arrancaron grandes trozos de rico mineral de oro por donde antes pasara.

Pero no le dio importancia. Se lanzó por la pendiente con la rapidez de un meteoro.

Tocó la base de la pirámide a una velocidad que habría destrozado el cuerpo de un hombre corriente. Los poderosos músculos amortiguaron su aterrizaje.

Ni siquiera perdió el equilibrio. Corrió con la velocidad de una centella.

Penetró en una depresión. La lluvia de balas caía siempre a uno o dos metros de él.

La velocidad de sus movimientos era demasiado enorme para unos tiradores inexpertos. Hasta un buen tirador tendría dificultad en tocar aquella figura broncínea.

La depresión le condujo a un matorral y desde aquel momento desapareció como tragado por la tierra para los criminales que le ametrallaban.

Los guerreros no daban crédito a sus ojos. Asombrados, buscaban frenéticos entre la maleza la reluciente figura de bronce y no la encontraban.

Su jefe, la figura repulsiva enmascarada con la piel del reptil, se veía más turbado que sus secuaces.

Se mantenía al lado de una ametralladora, como si esperara que aquel Némesis bronceado, terror de los hombres de su calaña, surgiendo de la nada se lanzara sobre él.

El miedo que el hombre de la serpiente sentía por Doc Savage era enorme.

Capítulo XIX

El jefe supremo de bronce

Doc Savage se dirigió con rapidez hacia la ciudad de piedra, situada a corta distancia. Atravesando la vegetación tropical, llegó a la primera calle pavimentada; luego se deslizó por entre los edificios.

Avanzó tan silencioso, que los pájaros tropicales que se posaban por los salientes de las azoteas no se asustaron de su presencia.

Se dirigía hacia la casa que fue su cuartel general, donde guardaban pistolas, ametralladoras, rifles y el gas inventado por Monk.

Quería apoderarse de las armas. Con ellas, derrotarían con facilidad a los cincuenta guerreros.

Con idéntico armamento, los satélites de Kayab no podrían hacer frente a Doc y a sus cinco veteranos luchadores.

La casa parecía desierta. La puerta estaba entreabierta.

Se detuvo y escuchó.

Oyó una docena de disparos por el lado de la pirámide. Después siguió un silencio.

Empujó la cortina y penetró en la casa. No había enemigos allí.

Cruzó la habitación como si se deslizara sobre hielo, sin el menor esfuerzo.

Probó la puerta de la habitación donde dejaran las armas.

Percibió de repente que el timbre eléctrico de alarma que Long Tom instaló estaba inutilizado.

¡Ningún maya sabía hacer semejante operación!

—El hombre de la piel de serpiente —pensó—. No se detiene ante nada.

La puerta cedió a un empujón del poderoso brazo bronceado. Lo que vio al escudriñar el interior ya lo esperaba. ¡Las armas habían desaparecido!

Oyendo un leve ruido en la calle, giró sobre sus talones. Y cruzó la habitación, no en dirección de la puerta, sino de la ventana.

Sus agudos sentidos le advertían que prepararon una emboscada.

Antes de llegar a la ventana, un objeto lanzado desde el exterior cayó, rompiéndose contra la pared.

Era una botella conteniendo un líquido de aspecto repugnante, que se pulverizó por toda la habitación.

¡Comprendió que era el gas inventado por Monk!

Con aire resuelto continuó avanzando en dirección a la ventana. Pero el cañón de una pistola asomándose disparó una lengua de fuego.

Los gases inundaban la habitación.

Era imposible escapar por allí. Dio media vuelta, encontrándose frente a los cañones de dos pistolas automáticas que él inventó.

Conocía la rapidez con que fulminaban la muerte.

Luego, poco a poco, se desplomó.

Parecía una enorme estatua de bronce yacente sobre el suelo de piedra.

—¡Los gases terminaron con él! —gritó el hombre enmascarado, apareciendo tras la protección de varios guerreros.

Luego, comprendiendo que habló en lengua desconocida de los mayas, tradujo:

—El poderoso aliento del Hijo de la Serpiente Emplumada venció al jefe de nuestros enemigos.

—¡Tu magia es poderosa! —murmuraron los guerreros, con gran temor.

—Retiraos de la puerta y de la ventana hasta que el aire se lleve mi magia —ordenó el hombre enmascarado.

Soplaba una brisa suave y al cabo de diez minutos el hombre misterioso decidió que los gases habían perdido ya su eficacia.

—Entrad —ordenó—. Coged al diablo bronceado y sacadlo a la calle.

Las órdenes se obedecieron con rapidez. Los guerreros pusieron sus manos temblorosas sobre la magnífica figura bronceada de Doc Savage.

Le temían, aun viéndole quieto e inerte.

Al llegar a la calle soltaron en seguida al gigante de bronce.

—¡Cobardes! —apostrofó el hombre-serpiente, lleno de valor ahora—. ¿No veis que sucumbió a mi magia? ¡Jamás volverá a desafiar al Hijo de Kukulcan, la Serpiente Emplumada!

Los guerreros no parecían muy seguros. Recordaban una ocasión en que Doc resucitó a tres de sus compañeros.

«Es muy capaz de resucitar él también», pensaron.

—Traed las cuerdas —ordenó el hombre enmascarado—. Atadlo dándole no una, sino muchas vueltas, hasta que no sea más que un bulto de cuerdas.

Los guerreros se apresuraron a obedecer, regresando poco después con unos rollos de cuerdas de piel de tapir.

—No le tengáis miedo—dijo el hombre misterioso—. Mi magia lo fulminó y tardará dos horas en volver en sí.

El individuo había interrogado a las víctimas de los gases de Monk y sabía la duración de sus efectos.

—¡Ahora voy a mandar el aliento de mi magia al interior de la pirámide! —rugió—. Seis de vosotros os quedaréis aquí para atar al demonio blanco.

¡Atadlo bien! ¡Moriréis todos, si escapa! Ha de ser sacrificado a la Serpiente Emplumada.

Tras la advertencia, el individuo se alejó, arrastrando tras sí la larga cola de serpiente incrustada de plumas.

Tenía un aspecto más siniestro todavía que el monstruoso reptil.

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