—Para honrar más al señor Fouquet —respondió el intendente.
—Sí, para arruinarlo más aprisa —dijo mentalmente el gascón.
El ejército llegó frente a Melún, cuyos notables entregaron al Luis XIV las llaves de la ciudad y le invitaron a entrar en las casas consitoriales para beber lo que en Francia llaman el vino de honor.
Luis XIV, que había hecho el propósito de no detenerse para llegar a Vaux, se sonrojó de despecho.
—¿Quién será el imbécil causante de ese retardo? —murmuró el rey, mientras el presidente del municipio echaba la arenga de rúbrica.
—No soy yo —replicó D'Artagnan—; pero sospecho que es el señor Colbert.
—¿Qué se os ofrece, señor D'Artagnan? —repuso el intendente al oír su nombre.
—Se me ofrece saber si sois vos quien ha dispuesto que convidasen al rey a beber vino de Brie.
—Sí, señor.
—Entonces es a vos a quien el rey ha aplicado un calificativo.
—¿Cuál?
—No lo recuerdo claramente… ¡Ah!… mentecato… no, majadero… no, imbécil, esto es, imbécil. De eso ha calificado Su Majestad al que ha dispuesto el vino de honor.
D'Artagnan, al ver que la ira había puesto tan sumamente feo al intendente, apretó todavía más las clavijas, mientras el orador seguía su arenga y el rey sonrojaba a ojos vistos.
—¡Voto a sanes! —dijo flemáticamente el mosquetero—. Al rey va darle un derrame. ¿Quién diablos os ha sugerido semejante idea, señor Colbert? Como yo no soy hacendista no he visto más que un plan en vuestra idea.
—¿Cuál?
—El de hacer tragar un poco de bilis al señor Fouquet, que nos está aguardando con impaciencia en Vaux.
Lo dicho fue tan recio y certero, que Colbert quedó aturdido. Luego que hubo bebido el rey, el cortejo reanudó la marcha al través de la ciudad.
El rey se mordió los labios, pues la noche se venía encima, y con ella se le desvanecían las esperanzas de pasearse con La Valiére.
Por las muchas consignas, eran menester a lo menos cuatro horas para hacer entrar en Vaux la casa del rey; el cual ardía de impaciencia y apremiaba a las reinas para llegar antes de que cerrara la noche. Pero en el instante de ponerse nuevamente en marcha, surgieron las dificultades.
—¿Acaso el rey no duerme en Melún? —dijo en voz baja Colbert a D'Artagnan.
Colbert estaba mal inspirado aquel día al dirigirse de aquella manera al mosquetero, que conociendo la impaciencia del soberano, no quería dejarle entrar en Vaux sino bien acompañado, es decir, con toda la escolta, lo cual, por otra parte, no podía menos de ocasionar retardos que irritarían todavía más al rey. ¿Cómo conciliar aquellas dos dificultades? D'Artagnan no halló otro expediente mejor que repetir al rey las palabras del intendente.
—Sire —dijo el gascón—, el señor Colbert pregunta si Vuestra Majestad duerme en Melún.
—¡Dormir en Melún! ¿Por qué? —exclamó Luis XIV—. ¿A quién puede habérsele ocurrido esa sandez, cuando el señor Fouquet nos aguarda esta noche?
—Sire —repuso Colbert con viveza—, me ha movido el temor de que se retrasara Vuestra Majestad, que, según la etiqueta, no puede entrar en parte alguna, más que en sus palacios, antes que su aposentador haya señalado los alojamientos, y esté distribuida la guarnición.
D'Artagnan prestaba oído atento mientras se roía el bigote. Las reinas escuchaban también; y como estaban fatigadas, deseaban dormir, y sobre todo impedir que el monarca se pasara aquella noche con Saint-Aignán y las damas, pues si la etiqueta encerraba en sus habitaciones a la princesa, las damas podían pasearse terminando el servicio.
Según se ve, todos aquellos intereses contrapuestos iban levantando vapores que debían transformarse en nubes, como éstas en tempestad. El rey no podía morderse el bigote porque aun no lo tenía; pero roía el puño de su látigo. ¿Cómo salir del atolladero? D'Artagnan se sonreía y Colbert se daba tono. ¿Contra quién descargar la cólera?
—Que decida la reina —repuso Luis XIV saludando a María Teresa y a su madre.
La deferencia del monarca llegó al corazón de la reina, que era buena y generosa, y que, al verse árbitra, contestó respetuosamente:
—Para mí será una gran satisfacción cumplir la voluntad del rey. ¿Cuánto tiempo se necesita para ir a Vaux? —preguntó Ana de Austria vertiendo sílaba a sílaba sus palabras, y apretándose con la mano su dolorido pecho.
—Para las carrozas de Vuestras Majestades y por caminos cómodos, una hora —dijo D'Artagnan. Y al ver que el rey le miraba, se apresuró a añadir—: Y para el rey, quince minutos.
—Así llegaremos de día —repuso Luis XIV.
—Pero el alojamiento de la casa militar —objetó con amabilidad el intendente— hará perder al rey todo el tiempo que gane apresurando el viaje, por muy rápido que éste sea.
—¡Ah! bruto —dijo para sí D'Artagnan—. Si yo tuviese interés en desacreditarte, antes de diez minutos lo habría conseguido. —Y en alta voz añadió:
—Yo de Su Majestad, al dirigirme a casa del señor Fouquet, que es un caballero cumplido, dejaría mi servidumbre y me presentaría como amigo; quiero decir que entraría en Vaux sólo con mi capitán de guardias, y así sería más grande y más sagrado para mi hospedador.
—He ahí un buen consejo, señora —dijo Luis XIV, brillándole de alegría los ojos—. Entremos como amigos en casa de un amigo. Vayan despacio los de las carrozas, y nosotros, señores, ¡adelante!
Dicho esto, el rey picó a su caballo y partió al galope, seguido de todos los jinetes.
Colbert escondió su grande y enfurruñada cabeza tras el cuello de su cabalgadura.
—Así podré hablar esta noche misma con Aramis —dijo para sus adentros D'Artagnan mientras iba galopando—. Además el señor Fouquet es todo un caballero, y cuando yo lo digo, voto a mí que pueden creerme.
Así, a las siete de la tarde, sin trompetas ni avanzadas, exploradores ni mosqueteros, el rey se presentó ante la verja de Vaux, donde Fouquet, previamente avisado, hacía media hora que estaba aguardando con la cabeza descubierta, en medio de sus criados y de sus amigos.
Fouquet tuvo el estribo al rey, que, apeándose, se enderezó graciosamente, y, más graciosamente aún, tendió la mano al superintendente, que la acercó respetuosamente a sus labios a pesar de un ligero esfuerzo del monarca.
El rey aguardó en el primer recinto la llegada de las carrozas, que no se hicieron esperar. Las damas, que llegaron a las ocho de la noche, fueron recibidas por la señora superintendenta a la claridad de una luz viva como la del sol, que surgió de los árboles, jarrones y estatuas, y duró hasta que sus majestades hubieron desaparecido en el interior del palacio.
Todas aquellas maravillas, amontonadas, todos aquellos esplendores de la noche vencida, la naturaleza enmendada, de todos los placeres, de todas las magnificencias combinadas para la satisfacción de los sentidos y del espíritu, Fouquet los ofreció realmente a su soberano en aquel encantado retiro, del que soberano alguno de Europa podía vanagloriarse entonces de poseer otro equivalente.
No hablaremos del gran festín que reunió a sus majestades, ni de los conciertos, ni de las mágicas metamorfosis, nos limitaremos a pintar el rostro del rey, que, de alegre, expansivo y satisfecho como era al principio, luego se volvió sombrío, reservado, irritado. Recordó su palacio y el mísero lujo de éste, que no era sino el utensilio de la realeza y no propiedad del hombre-rey. ¿Los grandes jarrones de Louvre, los antiguos muebles y la vajilla de Enrique II, de Francisco 1, y de Luis XI, no pasaban de monumentos históricos, de objetos de valor intrínseco, desechos del oficio del rey? En el palacio de Fouquet, el arte competía con la materia. Fouquet comía en una vajilla de oro que habían fundido y cincelado para él, artistas a su sueldo, y bebía vinos de los que el rey de Francia ni aun conocía el nombre, y les bebía en vasos cada uno de los cuales valía más que toda la bodega real.
¿Y qué diremos de los salones, de las colgaduras, de los cuadros y de los criados y lacayos de toda especie? ¿Qué del servicio, allí donde el orden sustituía a las etiquetas, el bienestar a las consignas, y el placer y la satisfacción del huésped eran la ley suprema para cuentos al anfitrión obedecían?
Aquel enjambre de criados que iban y venían silenciosamente, aquella muchedumbre de convidados menos numerosa que los servidores, el incalculable número de manjares y de vasos de oro y plata; los raudales de luz, las flores desconocidas de que se habían despojado los invernaderos como de una sobrecarga, puesto que aun estaban lozanas; aquel conjunto aromático, que no era más que preludio de la fiesta prometida, llenó de regocijo a todos los asistentes, que una y otra vez manifestaron su admiración, no con la voz y el ademán, lenguajes del cortesano que olvida el respeto debido al su señor, sino con el silencio y la intención.
El rey, con los ojos, hinchados, no se atrevió a mirar a la reina; y Ana de Austria, siempre superior al todos en orgullo, abrumó a su huésped despreciando abiertamente cuando la servían.
María Teresa, buena y curiosa de la vida, alabó a Fouquet, comió con grande apetito, y preguntó el nombre de muchas frutas que había sobre la mesa. Fouquet respondió que ignoraba sus nombres. Aquellas frutas procedían de los reservados del superintendente, reservados que él mismo, peritísimo en agronomía exótica, cultivara con frecuencia. El rey, que al oír la respuesta de Fouquet, se sintió tanto más humillado cuanto conoció la delicadeza que la dictaba, halló algo vulgar a su mujer, y sobrado orgullosa a Ana de Austria, y por su parte hizo el propósito de mantenerse impasible en los límites del extremo desdén o de la simple admiración.
Pero Fouquet, que era hombre sagaz y todo lo había previsto, no obstante haber manifestado terminantemente el rey que mientras estuviese en Vaux no quería someter sus comidas a la etiqueta, y, por consiguiente, comería con todo el mundo, hizo que sirvieran aparte a Su Majestad, si así podemos expresarnos, en medio de la mesa general.
Aquella cena, maravillosa por su composición, comprendía todos los manjares gratos al rey, todo cuanto éste solía escoger. Luis XIV, el hombre más comilón de Francia, no podía, pues, alegar excusa alguna para no comer.
Fouquet hizo más aún: acatando la orden del rey se sentó a la mesa; pero una vez servidas las menestras, se levantó para servir personalmente al rey, mientras la señora superintendenta permanecía en pie detrás del sillón de la reina madre. El desdén de Juno y el enojo de Júpiter no resistieron a tales muestras de delicadeza; así es que Ana de Austria comió un bizcocho mojado en vino de San Lúcar, y el rey comió de todo.
—No puede darse una comida mejor, señor superintendente —dijo Luis XIV.
Los demás, al oír las palabras del rey, empezaron a mover con entusiasmo las mandíbulas.
Esto no impidió que después de haberse hartado, el rey volviese a ponerse triste; en proporción del buen humor que él creyó debía manifestar, y sobre todo en comparación de la buena cara que sus cortesanos habían puesto a Fouquet.
D'Artagnan que comía mucho y bebía más, como quien no hace nada no perdió un bocado, pero hizo un gran número de observaciones provechosas.
Acabada la cena, el rey no quiso perder el paseo. El parque estaba iluminado; la luna, como si se hubiese puesto al discreción del señor de Vaux, pateó los árboles y los lagos con sus diamantes y su brillo. El ambiente era suave; las sombrías alamedas estaban tan mullidamente enarenadas, que daba gusto sentar los pies en ella. La fiesta fue completa, pues el rey encontró a La Valiére en una de las revueltas de un bosque, y pudo estrechar su mano y decirla que la amaba, sin que le oyese persona alguna, más que D'Artagnan, que seguía, y Fouquet que precedía.
En hora ya avanzada de aquella noche de encantos, el rey manifestó deseos de acostarse. Al punto se pusieron todos en movimiento. Las reinas se encaminaron al sus habitaciones al son de tiorbas y de flautas, y el rey, al subir, encontró a sus mosqueteros a quienes Fouquet hizo venir de Melún y convidó a cenar.
D'Artagnan desechó toda desconfianza, y como estaba cansado, y había cenado bien, se propuso gozar, una vez en su vida, de una fiesta en casa de un verdadero rey.
—¡Es todo un hombre! —dijo entre sí el gascón refiriéndose al superintendente.
Con gran ceremonia condujeron a Luis XIV al templo de Morfeo, del que vamos a dar una sucinta reseña. Era la pieza más hermosa y capaz del palacio, y en su cúpula, pintada al fresco por Le Brun, figuraban los sueños felices y los tristes que Morfeo así envía los poderosos como a los humildes. Todo lo gracioso a que da vida el sueño, miel y aromas, flores y néctar, voluptuosidad o reposo de los sentidos, Le Brun lo había derramado en su obra, suave y haciendo contrastes con ella, veíanse las copas que destilan los venenos, el puñal que brilla sobre la cabeza del durmiente, y hechiceros y quimeras de monstruosas cabezas, y crepúsculos más espantables que las llamas o las tinieblas más profundas.
El rey, al entrar en aquella suntuosa estancia, sintió como una sacudida eléctrica; y al preguntarle Fouquet la causa de ella, con la palidez en el rostro contestó que era el sueño.
—¿Quiere Vuestra Majestad que entre inmediatamente su servidumbre?
—No —respondió Luis XIV—; tengo que hablar con algunas personas. Que avisen al señor Colbert.
Fouquet hizo una reverencia y salió.
Después de la cena, D'Artagnan fue a visitar a Aramis, con el fin de saber lo que sospechaba; pero en vano. Fue franco: pero Aramis, a pesar de los terribles cargos que le suponía, amistosamente, siempre, el mosquetero no cedió un ápice y hasta llegó a decir:
—Si yo tengo la idea de tocar para nada al hijo de Ana de Austria, al verdadero rey de Francia: si no estoy pronto a besar sus pies; si mañana no es el día más glorioso de mi rey ¡que me parta un rayo!
D'Artagnan, tranquilo y satisfecho, dejó a Aramis, el cual cerró la puerta de su habitación echó los cerrojos cerró herméticamente las ventanas y llamó:
—¡Monseñor! ¡monseñor!
Felipe abrió una puerta corredera, situada detrás de la cama, y apareció diciendo:
—Por lo que se ve, el señor de D'Artagnan es un costal de sospechas.
—¡Ah! ¿lo habéis conocido?
—Antes que lo hubieseis nombrado.
—Es vuestro capitán de mosqueteros.
—Me es muy devoto —replicó Felipe dando mayor fuerza al pronombre personal.