—Es fiel como un perro, y algunas veces muerde. Si D'Artagnan no os conoce antes que “el otro” haya desaparecido, contad con él para siempre, porque será señal de que nada habrá visto; y si ve demasiado tarde, como el gascón, nunca en su vida confesará que se haya engañado.
—Tal supuse. Y ahora ¿qué hacemos?
—Vais a atisbar desde el observatorio cómo se acuesta el rey, digo como os acostáis vos con el ceremonial ordinario.
—Muy bien. ¿Dónde me pongo?
—Sentaos en esa silla de tijera. Voy a hacer correr el suelo para que podáis mirar al través de la abertura, que corresponde a las ventanas falsas abiertas en la cúpula del dormitorio del rey. ¿Qué veis?
—Veo al rey —contestó Felipe estremeciéndose como al aspecto de un enemigo.
—¿Qué hace?
—Invita a un hombre a que se siente junto a él.
—Ya, el señor Fouquet.
—No; aguardad…
—Recurrid a las notas y a los retratos, monseñor.
—El hombre a quien el rey invita a sentarse, es Colbert.
—¿Colbert sentarse delante del rey? —exclamó Aramis.
—No puede ser.
—Mirad.
—Es cierto —repuso Herblay mirando al través de la abertura del suelo—. ¿Qué vamos a oír y qué va a resultar de esa intimidad?
—Indudablemente nada bueno para el señor Fouquet.
El príncipe no se engañó. Dijimos que Luis XIV mandó llamar a Colbert; éste se presentó entablando conversación íntima con Su Majestad por uno de los más insignes favores que aquél concedía. Verdad es que el rey estaba a solas con su vasallo.
—Sentaos —dijo a Colbert el monarca.
El intendente, henchido de gozo, tanto más cuanto temía verse despedido, rehusó aquella honra insigne.
—¿Acepta? —preguntó Aramis.
—No, se queda en pie.
—Escuchemos.
El futuro rey y el futuro papa escucharon con avidez a aquellos simples mortales a quienes tenían bajo sus plantas y a los cuales pudieran haber reducido a polvo con sólo quererlo.
—Hoy me habéis contrariado grandemente, Colbert —dijo Luis XIV.
—Ya lo sabía, Sire —contestó el intendente.
—Me gusta la respuesta. ¿Lo sabíais y lo habéis hecho? Eso prueba un ánimo especial.
—Si corría el riesgo de contrariar a Vuestras Majestad, también lo corría de ocultarle su verdadero interés.
—¿Por ventura temíais algo contra mí?
—Aunque no fuese sino para una indigestión, Sire —dijo Colbert—; porque no da un súbdito festines tales a su rey más que para sofocarlo bajo el peso de los manjares suculentos.
Lanzado que hubo su vulgarísima chanza, el intendente aguardó con faz risueña el efecto de ella.
Luis XIV, el hombre más vano y delicado de su reino, perdonó aquella nueva tontada a Colbert.
—La verdad es —repuso el monarca— que el señor Fouquet me ha dado una cena más que buena. Pero ¿de dónde sacará ese hombre el dinero necesario para subvenir a tan enormes gastos? ¿Lo sabéis vos, Colbert?
—Sí, Sire.
—Probádmelo.
—Fácilmente, hasta lo último.
—Ya sé que contáis con exactitud.
—Es la cualidad mejor que puede exigirse a un intendente de hacienda.
—No todos la poseen.
—Gracias, Sire, por un elogio tan lisonjero para mí en vuestra boca.
—El señor Fouquet está rico, riquísimo y eso todo el mundo lo sabe.
—Vivos y muertos.
—¿Qué queréis decir?
—Los vivos ven la riqueza del señor Fouquet, y admiran el resultado, y aplauden; pero los muertos, conocen las causas, y acusan.
—¿A qué causas debe, pues, el señor Fouquet su fortuna?
—Con frecuencia el oficio de intendente favorece al que lo ejerce.
—Conozco que tenéis que hablarme más confidencialmente; nadas temáis, estamos solos.
—Bajo la ética de mi conciencia y la protección del rey, Sire, nunca temo —dijo Colbert inclinándose.
—¿Conque los muertos hablan?
—A veces, Leed, Sire.
—¡Ah! —dijo Aramis al oído del príncipe, que escuchaba sin perder sílaba—; pues estáis aquí para aprender vuestro oficio de rey, monseñor, escuchad una infamia real. Vais a asistir a una de tantas escenas que Dios, o más bien el diablo, concibe y ejecuta. Escuchad atentamente y os aprovechará.
El príncipe redobló la atención, y vio como Luis XIV tomaba de las manos de Colbert una carta.
—¡Letra del difunto cardenal! —exclamó el rey.
—Feliz memoria la de Vuestra Majestad —dijo el intendente—; conocer en seguida qué mano ha escrito un documento, es una aptitud maravillosa para un rey destinado al trabajo.
Luis XIV leyó una carta de Mazarino, y como el lector ya la conoce desde el rompimiento entre la Chevreuse y Aramis, dejamos de citarla aquí.
—No comprendo bien —dijo el monarca hondamente interesado en aquel asunto.
—Vuestra Majestad no tiene todavía la práctica de los empleados de la intendencia.
—Veo que se trata de dinero entregado al señor Fouquet.
—Trece millones nada menos.
—¿Y esos trece millones faltan en el total de las cuentas? Repito que no lo comprendo bien. ¿Cómo puede ser que resulte ese déficit?
—Yo no digo que pueda o no pueda resultar, lo que digo es que resulta.
—¿Y la carta de Mazarino indicas el empleo de aquel dinero y el nombre del depositario?
—De ello puede convencerse Vuestra Majestad.
—Con efecto, de ella se deduce que el señor Fouquet aun no ha devuelto los trece millones.
—Así resulta de las cuentas, Sire.
—¿Qué inferís de todo eso?
—Que no habiendo el señor Fouquet devuelto los trece millones, se los ha metido en el bolsillo. Ahora bien, con trece millones puede hacerse un gasto cuatro veces mayor del que Vuestra Majestad no pudo hacer en Fontainebleau, donde, si Vuestra Majestad no lo ha olvidado, sólo gastamos tres millones.
Para un torpe, no dejaba de ser una sagaz perversidad el invocar el recuerdo de la fiesta en la cual el rey, gracias a una insinuación de Fouquet, notó por vez primera su inferioridad. Colbert devolvía en Vaux la pelota que en Fontainebleau le lanzara Fouquet, y, como buen hacendista, con todos los intereses. Predispuesto ya de tal suerte el rey, a Colbert le quedaba poco que hacer, y así lo conoció al ver el gesto sombrío de Luis.
El intendente aguardó a que Su Majestad hablara, con tanta impaciencia como Felipe y Aramis desde lo alto de su observatorio.
—¿Sabéis qué resulta de todo eso, señor Colbert? —preguntó el rey tras un instante de meditación.
—No. Sire.
—Pues resulta que si quedase comprobadas la apropiación de los trece millones…
—Lo está.
—Quiero decir si se hiciese pública.
—Mañana lo sabría todo el mundo si Vuestra Majestad…
—Si no fuese el huésped del señor Fouquet —repuso con bastante dignidad Luis XIV.
—En todas partes el rey está en su casa. Sire, y sobre todo en las casas pagadas con su dinero.
—Paréceme —dijo Felipe en voz baja a Aramis—, que el arquitecto que construyó esta cúpula, previendo el uso que harían de ella, debía haberla hecho móvil para que uno pudiese desplomarla sobre la cabeza de canallas como Colbert.
—Lo mismo estaba yo pensando —repuso Herblay—. Pero como en este instante Colbert está tan cerca del rey…
—Es verdad, esto provocaría una sucesión.
—De la que vuestro hermano menor cosecharía todo el fruto, monseñor. Pero lo mejor que podemos hacer es callar y seguir escuchando.
—Creo que no escucharemos largo espacio —dijo el príncipe.
—¿Por qué?
—Porque yo, de ser rey, no diría una palabra más.
—¿Qué haríais?
—Esperaría a mañana para reflexionar.
Luis XIV levantó por fin los ojos, y al ver que el intendente aguardaba, mudó de conversación diciendo:
—Señor Colbert, va haciéndose tarde y quiero acostarme.
—¡Ah! —repuso el intendente—. Creí…
—Mañana por la mañana resolveré.
—Está bien, Sire —dijo Colbert contrariado, y retirándose a una señal del rey.
—¡Mi servidumbre! —dijo éste.
Entrado que hubo la servidumbre en el dormitorio de Su Majestad, Aramis dijo con su habitual dulzura:
—Cuanto acaba de pasar no es sino un incidente del que mañana ya no nos acordaremos, pero el servicio de noche, la etiqueta con que suele acostarse el rey, es asunto de importancia. Mirad y aprended cómo debéis acostaros, Sire.
La historia nos dirá, o más bien nos ha dicho las suntuosísimas fiestas que al día siguiente dio a Luis XIV el superintendente. Dos grandes escritores se han comprobado en la reñida competencia entablada entre la “cascada y el surtidor”, de la lucha empeñada entre la “fuente de la Corona y los Animales”, para saber cuál se llevaba la gloria. Así pues, el día siguiente fue de diversiones y de alegría: hubo paseo, banquete y comedia, comedia en la cual, y con asombro, conoció Porthos a Moliére que desempeñaba uno de los papeles de la farsa “Los Importunos”.
Luis XIV, preocupado en la escena de la víspera y dirigiendo el veneno vertido por Colbert, durante todo aquel día se mostró frío, reservado y taciturno, sin embargo de reproducirse a cada paso en aquella encantada mansión todas las maravillas de las “Mil y una noches”.
Hasta mediodía no empezó el rey a recobrar un poco la serenidad, sin duda porque acababa de tomar una resolución definitiva.
Aramis, que seguí paso al paso al monarca así en su pensamiento como en su marcha, dedujo que no se haría esperar el acontecimiento que él esperaba.
Ahora Colbert parecía andar de concierto con el obispo de Vannes, tanto, que ni por consejo de éste habría punzado más hondamente el corazón del soberano.
Éste, teniendo necesidad de apartar de sí un pensamiento sombrío, buscó durante todo aquel día la compañía de La VaIiére con tanta solicitud como huía de la de Colbert o la de Fouquet.
Llegada la noche, el rey manifestó el deseo de no pasearse hasta después del juego: así pues, se jugó entre la cena y el paseo.
—Vaya, señores, al parque —dijo Luis XIV después que hubo ganado mil doblones.
En el parque estaban ya las damas.
Hemos dicho que el rey había ganado y embolsado mil doblones; pero Fouquet supo perder diez mil: de manera que se repartieron noventa mil libras entre los cortesanos, que estaban alegres como unas pascuas.
Colbert, indudablemente obedeciendo a una cita, aguardaba a Luis XIV en uno de los recodos de una alameda; y decimos indudablemente, porque el rey, que durante todo el día evitara encontrarse con él, al verle le hizo una seña y se internó con él en el parque.
La Valiére también había notado la sombría frente y la mirada encendida del soberano; y como a su amor nada de cuanto germinaba en el alma de su amante era impenetrable, comprendió que aquella refrenada cólera amagaba a alguno. Así pues, se situó en el camino de la venganza como un ángel de la misericordia.
Triste, confusa, dolorida por haber tenido que pasar tanto tiempo lejos de su real amante, se presentó al rey con ademán cortado, ademán que aquél, en la mala disposición de ánimo, en que se encontraba, interpretó desfavorablemente.
Estando ambos solos o casi solos, pues Colbert, al ver a Luisa, se detuvo respetuosamente a diez pasos de distancia, el rey se acercó al ella, y asiéndole la mano, la dijo:
—¿Puedo sin indiscreción, preguntaros qué os pasa? Parece que tenéis el pecho oprimido, y cualquiera diría que habéis llorado.
—Si mi pecho está opreso, Sire, si tengo los ojos humedecidos, en una palabra, si estoy triste, es porque Vuestra Majestad lo está.
—¿Triste yo? Os engañan vuestros ojos. No estoy triste, señorita.
—¿Pues qué?
—¡Humillado!
—¡Humillado! ¿qué decís?
—Digo que allí donde yo estoy, debería haber más amo que yo; y, sin embargo, mirad y ved si yo, rey de Francia, no me obscurezco ante el rey de este feudo. —Y apretando los dientes y crispando las manos, añadió—: ¡Ah! a ese procaz ministro voy a cambiarle su fiesta en un duelo del que la ninfa de Vaux, que dicen los poetas, va a conservar largo tiempo el recuerdo.
—¡Oh! Sire…
—¡Qué! ¿Vais a poneros del lado del señor Fouquet, señorita? —exclamó Luis XIV con impaciencia.
—No, Sire; pero sí os pregunto si estáis bien informado. Mas de una vez ha tenido Vuestra Majestad ocasión de conocer lo que valen las acusaciones de la corte.
Luis hizo seña a Colbert de que se acercara, y le dijo:
—Explicaos, señor Colbert, pues creo que la señorita de La Valiére necesita escucharos para dar crédito a la palabra de un rey. Decid a la señorita qué ha hecho el señor Fouquet. Y vos, señorita, hacedme la merced de prestar atención por espacio de un minuto.
¿Por qué insistía con tanta obstinación Luis XIV? Porque no estaba tranquilo ni convencido, porque bajo la historia de los trece millones vislumbraba algún amaño sombrío, desleal, y tenía empeño en que La Valiére, sublevada a la idea de un robo, aprobase con una sola palabra la resolución que él tomara, y que, sin embargo, no se atrevía a poner en ejecución.
—Ya que el rey quiere que os escuche, explicaos —dijo Luisa a Colbert—. ¿Qué crimen ha cometido el señor Fouquet?
—No es muy grave —respondió el sombrío personaje—: un sencillo abuso de confianza…
—Decid lo que hay, Colbert —repuso el rey—, y luego dejadnos y avisad al señor de D'Artagnan que tengo que comunicarle órdenes.
—¡El señor de D'Artagnan! —exclamó La Valiére—. ¿Por qué mandáis que avisen al señor de D'Artagnan, Sire? Decídmelo por favor.
—¿Por qué sino para que arreste a ese titán orgulloso que, fiel a su divisa, amenaza escalar mi cielo?
—¿Arrestar al señor Fouquet, decís?
—¡Qué! ¿os pasma?
—¿En su casa?
—¿Por qué no? Si es culpable, tanto lo es en su casa como en cualquiera otra parte.
—¿Culpable el señor Fouquet, que en este momento se está arruinando para honrar a su rey?
—En verdad, tengo para mí que le defendéis.
Colbert se echó a reír “soto voce”, pero no tanto que el rey no oyera el silbido de su risa.
—Sire —replicó La Valiére—, no defiendo al señor Fouquet, sino a vos.
—¡A mí!
—Sire, no os deshonréis dando una orden semejante.
—¡Deshonrarme! —murmuró el rey palideciendo de cólera—. En verdad, os interesáis de manera singular en este asunto.