—Lo que a mí me interesa —repuso con nobleza La Valiére— es el buen nombre de Vuestra Majestad: y con igual interés expondría mi vida, si fuere menester.
Colbert refunfuñó algunas palabras; pero Luisa le dirigió una mirada que le impuso el silencio, y al mismo tiempo le dijo:
—Caballero, cuando el rey procede con rectitud, aunque sea en mi perjuicio o en el de los míos, me callo; pero cuando lo contrario me aproveche a mí o a quienes amo, se lo digo.
—Señorita, paréceme que también yo amo al rey —dijo Colbert.
—Los dos le amamos, pero cada cual a su manera —replicó Luisa con tal acento, que el monarca se sintió conmovido—. Lo que hay, es que yo le amo de tal suerte, que todo el mundo lo sabe, con tanta pureza, que él mismo no duda de mi amor. El rey es mi rey y señor, y yo soy su humilde esclava; pero quien vulnera su honra, vulnera la mía, y repito que le deshonran aquellos que le aconsejan que mande arrestar al señor Fouquet en su casa.
Colbert, al verse abandonado por el rey, bajó la cabeza, pero no sin decir:
—Me bastaría proferir una palabra.
—No la profiráis, porque no la escucharía —exclamó Luisa—. Por otra parte, ¿qué me diríais? ¿Qué el señor Fouquet ha cometido crímenes? Lo sé, porque el rey me lo ha dicho, y cuando el rey dice: «Creo», no necesito que otros labios digan: «Afirmo». Pero aunque el señor Fouquet fuese el más infame de los hombres, lo digo en voz muy alta, es sagrado para el rey, porque el rey es su huésped. Aun cuando Vaux fuese una madriguera, una caverna de monederos falsos o de bandidos, es una mansión santa, una morada inviolable, pues en ella vive su esposa, y es un asilo que ni los verdugos violarían.
Luisa se calló, dejando al rey admirado y vencido por el calor de su acento y por la nobleza de aquella causa. Colbert, anonadado por la desigualdad de aquella lucha, iba perdiendo terreno.
—Señorita —dijo el rey con voz suave y con el pecho dilatado, tendiendo la mano de La Valiére—, ¿por qué habláis contra mí? ¿Sabéis qué hará ese miserable si le dejo respirar?
—Por ventura no podéis echarle la mano siempre que os plazca, Sire
—¿Y si escapa, si se fuga? —exclamó el intendente.
—Será para el rey un timbre de imperecedera fama el haber dejado huir al señor Fouquet —repuso La Valiére—; y cuanto más culpable haya sido aquél, tanto mayor será la gloria de Su Majestad comparada con tanta miseria y tanto oprobio.
El rey hincó una rodilla ante su manceba y le besó la mano.
—Estoy perdido —dijo entre sí el intendente. Pero serenándose de pronto, añadió—: Mas no, todavía no.
Y mientras el soberano, protegido por el enorme tronco de un tilo gigantesco, estrechaba contra su corazón y con todo el fuego de un amor inefable a Luisa, Colbert registró su cartera, sacó de ella un papel doblado en forma de carta —papel un tanto amarillento quizá— y dirigió una mirada de rencor al hechicero grupo que formaban el rey y su manceba, grupo al que acababa de iluminar la luz de algunas antorchas que se acercaban.
—Vete, Luisa —dijo el aturdido rey al notar los reflejos de las hachas en el blanco vestido de La Valiére.
—Vienen, señorita, vienen —exclamó Colbert para apresurar la partida de la joven.
Luisa desapareció con rapidez ente los árboles.
—¡Ah! —exclamó el intendente al levantarse el rey—. A la señorita de La Valiére se le ha caído algo.
—¿Qué? —preguntó Luis XIV.
—Un papel, una carta, un objeto blanco; helo ahí.
El monarca se agachó con la vivacidad del rayo y tomó la carta, estrujándola.
En aquel instante llegaron las antorchas inundando de vivísima luz aquella obscura escena.
Aquella verdadera luz, aquella solicitud por parte de todos, aquella nueva ocasión hecha al rey por Fouquet, suspendieron el efecto de una resolución que La Valiére minó ya en el ánimo de Luis XIV.
El miró a Fouquet casi con gratitud por haber ofrecido al Luisa la ocasión de mostrarse tan generosa y tan influyente en su corazón.
Era el instante de las últimas maravillas. No bien Fouquet condujo al rey hacia el palacio, cuando de la cúpula de este y con majestuoso rumor surgió y voló por los aires una enorme manga de fuego, vivísima aurora que iluminó hasta los más pequeños pormenores de las terrazas.
Empezaban los fuegos artificiales. Colbert prosiguió con obstinación su funesto propósito se esforzaba en reducir de nuevo al monarca a ideas que la magnificencia del espectáculo alejaban demasiado.
De repente, en el instante en que tendía al fouquet la mano, el rey sintió en ella el papel que, según las apariencias, La Valiére dejó caer a sus pies al marcharse.
El más irresistible imán atraía hacia el recuerdo de Luisa al rey de Francia, que a la luz de los fuegos artificiales, cada vez más hermosos, leyó el billete que él creyó que era una carta de amor de La Vaillere.
Según iba leyendo, el rey perdía el color, y aquella sorda cólera, iluminada por los multicolores fuegos, formaba un espectáculo terrible que hubiera hecho temblar a todos, de haber leído en aquel corazón destrozado por las más siniestras pasiones. Rotos los diques de sus celos y de su rabia desde el instante que descubrió la sombría verdad, para Luis XIV no hubo ya compasión, dulzura ni deberes de hospitalidad.
La carta, tirada a los pies del rey por Colbert, era la que había desaparecido junto con el lacayo Tobías en Fontainebleau, después de la tentativa de Fouquet en solicitud del amor de La Valiére.
El superintendente veía la palidez del rey y no adivinaba la causa; en cambio Colbert veía la cólera y allá en su ánimo se regocijaba de la proximidad de la tormenta.
La voz de Fouquet arrancó a Luis de su terrible abstracción.
—¿Qué os pasa, Sire? —preguntó con amabilidad suma el superintendente.
—Nada —respondió el rey, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo.
—¿Por desgracia se encuentra mal Vuestra Majestad?
—Un poco, ya os lo he manifestado; pero no vale la pena. Y sin aguardar el fin de los fuegos artificiales, Su Majestad se encaminó al palacio, acompañado de Fouquet y seguido de toda la corte; de manera que los últimos cohetes ardieron tristemente para sí solos.
El superintendente hizo algunas preguntas más al enfurecido soberano, y al ver que no obtenía respuesta alguna, creyó que aquél y su amante habían andado al la greña en el parque, y, que el rey, poco inclinado la poner mala cara, pero entregado a su amor, se revolvía contra todos porque ella estaba de morros. Esto bastó para tranquilizar a Fouquet, que dirigió una sonrisa de amistad y de consuelo a Luis, cuando éste lo dio las buenas noches.
No todo había acabado aun para el rey; faltábale tragar el servicio de aquella noche, es decir, acostarse con todo el engorrosísimo ceremonial de grande etiqueta, pues el día siguiente era el fijado para la despedida, y cumplía que los hospedados diesen las gracias al su huésped y pagasen con un acto de galantería los doce millones que aquél gastaba en festejarlos.
—Señor Fouquet, no tardaréis en saber de mí, hacedme la merced de decir al señor D'Artagnan que venga inmediatamente. —Tal fue la galantería que a Luis XIV se le ocurrió al despedir al superintendente.
Fouquet tomó la mano del rey y se la besó sin que éste hiciese esfuerzo para retirarla, pero estremeciéndose de los pies a la cabeza.
Cinco minutos después, D'Artagnan entró en el dormitorio de Luis XIV.
Aramis y Felipe estaban en su cuarto, ojo avizor y oído atento. El rey no dejó que su capitán de mosqueteros llegase a su sillón. Al verlo, se levantó y salió a su encuentro, diciéndole:
—Que no entre nadie.
—Está bien, Sire —replicó el soldado, que hacía largo rato notó la alteración de la fisonomía del rey. Y después de haber dado desde la puerta la orden, añadió—: ¿Qué novedades ocurren, Sire?
—¿Cuántos hombres tenéis aquí? —dijo el rey, sin responder a la pregunta del gascón.
—¿Para qué, Sire?
—¿Cuántos hombres tenéis aquí? —repitió el soberano dando una patada.
—Tengo al los mosqueteros.
—¿Ninguno más?
—Sí, Sire, además de los mosqueteros, hay en Vaux veinte guardias y trece suizos.
—¿Cuántos hombres se necesitan para…?
—¿Para qué? —preguntó el mosquetero mirando al rey con toda tranquilidad.
—Para arrestar al señor Fouquet.
—¡Arrestar al señor Fouquet! —prorrumpió D'Artagnan retrocediendo un paso.
—¿También vos vais a decirme que es imposible? —exclamó Luis XIV con rabia fría y rencorosa.
—Nunca digo que una cosa sea imposible —replicó el gascón mortificado en lo vivo.
—Pues manos a la obra.
D'Artagnan dio medio vuelta y se encaminó al la salida, de la que no le separaban más de seis pasos. Pero al llegar a la puerta se detuvo y dijo:
—Con perdón, Sire.
—¿Qué hay? —dijo el rey.
—Para proceder al arresto del señor Fouquet, querría que Vuestra Majestad me diese la orden por escrito.
—¿Por qué? ¿desde cuándo no os basta la palabra de un rey?
—Porque cuando la palabra de un rey es hija de la cólera, puede cambiar cuando esta desaparece.
—Nada de frases, caballero, y decid claramente vuestro pensamiento.
—Siempre los tengo, Sire, y muchos, y como por desgracia no los tienen los demás —replicó impertinentemente el mosquetero.
El rey, en el furor de su arrebato, se plegó ante aquel hombre, como el caballo doblega los corvejones bajo la robusta mano del domador.
—¡Expresadme vuestro pensamiento! —exclamó el rey.
—Ahí va, Sire —respondió D'Artagnan—. La señal más evidente de que obráis sugestionado por la cólera, es que hacéis arrestar a un hombre estando vos en su casa, y de eso os arrepentiréis una vez sosegado. Entonces quiero poder mostraros vuestra firma; porque a lo menos, ya que no queda reparación, os probará que un rey hace mal en encolerizarse.
—¡Qué un rey hace mal en encolerizarse! —gritó Luis XIV con frenesí—. ¿Acaso mi padre, mi abuelo no se encolerizaban, cuerpo de Cristo?
—Si, pero únicamente en su casa.
—En todas partes está en ella el rey.
—¡Bah! esas son palabras de lisonjero, de seguro que es autor de ellas el señor Colbert; pero no son verdad. El rey está en su casa en toda casa de la cual ha lanzado a su dueño.
Luis se mordió los labios.
—¡Cómo! —prosiguió D'Artagnan—. ¿El señor Fouquet se arruina para daros gusto y mandáis que lo arresten? ¡Voto a mil bombas! Sire, si yo me llamase Fouquet, y me hiciesen una jugarreta como esa, de un golpe me tragaría diez cohetes y les pegaría fuego para que mi casa y cuantos en ella estuviesen dentro, estallásemos. Pero es igual; ¿lo queréis? voy allá.
—Id —dijo el rey.
—¿Suponéis vos que voy a llevarme conmigo alguno, Sire? Arrestar al señor Fouquet es tan fácil, que un muchacho lo haría; tan fácil como beberse un vaso de ajenjo. No cuesta más que hacer una mueca.
—¿Y si se defiende?
—¿Quién? ¿Quién? ¿Él? ¡Bah! ¡Defenderse él cuando tal rigor lo convierte en rey y mártir! Apuesto que si le queda un millón, lo cual dudo, lo daría para tener tal fin. Voy allá, Sire.
—Aguardaos —dijo el rey.
—¿Qué pasa?
—No hagáis público su arresto.
—Eso ya es más difícil. Porque nada hay tan sencillo como ir a buscarle en medio de las mil personas entusiastas que lo rodean, y decirle que le arresto en nombre del rey. Pero ir al su encuentro, rodearlo, acorralarlo en un rincón de su despacho para que no se escape; rotarlo a sus huéspedes, y conservároslo preso, sin que nadie haya escuchado una de sus exclamaciones, esa es una dificultad real y verdadera, que el diablo que la venza.
—Decid también que es imposible, y acabaréis más pronto. No parece sino que cuantos me rodean quieran oponerse a mi voluntad.
—No seré yo quien me oponga a ella. ¿Queréis que arreste al señor Fouquet?
—Custodiadlo hasta mañana, que habré tomado una resolución.
—Se cumplirá vuestro deseo, Sire.
—Volved a la hora de levantarme para recibir órdenes.
—Volveré.
—Y ahora que me dejen solo.
—¿Ni siquiera queréis que entre el señor Colbert? —dijo el mosquetero lanzando su última saeta en el instante de marcharse.
El rey se estremeció. Entregado en cuerpo y alma a su venganza, había olvidado el cuerpo del delito.
—¡No quiero que entre aquí persona alguna! —exclamó—. Dejadme.
Apenas salió D'Artagnan, el monarca cerró con sus propias manos la puerta, y empezó al pasearse desaforado por el dormitorio, cual todo herido que lleva clavadas en sus espaldas las banderillas.
—¡Miserable! —exclamó el rey a gritos—. No sólo roba el dinero de mi hacienda sino que también con el dinero robado soborna secretarios, amigos, generales, artistas, y me quita mi amante. Por eso la pérfida le ha defendido con tanto tesón…
—¡Claro!… Con ello ha mostrado su agradecimiento… y quién sabe su amor… —y añadió entre sí y con el odio profundo que la primera juventud profesa a los hombres maduros que aun piensan en el amor—: ¡Un sátiro un fauno dado al galanteo y que nunca ha hallado oposición! ¡Un mujeriego que regala florecitas de oro y diamantes, y tiene pintores para hacer el retrato de sus meretrices en traje de diosas! —Y estremeciéndose de desesperación, prosiguió a grito pelado—: ¡Todo lo mío lo mancilla y lo destruye! ¡todo! ¡y por fin acabará conmigo! ¡Ese hombre me hace sombra! ¡es mi mortal enemigo! ¡Oh! ¡no hay remedio para él!… ¡Le odio!… ¡le odio!… ¡le odio!…
Y al decir esto, aquel rey tan grande descargaba una granizada de puñetazos en el brazo del sillón en el cual se sentaba para volver a levantarse como un epiléptico.
—¡Mañana! ¡mañana! —rugió Luis XIV—. ¡Oh! ¡qué hermoso día el de mañana! —Y con modestias dignas de un rey, añadió—: Cuando el sol se levante, sin más rival que yo, ese hombre caerá tan hondo que al ver las gentes los estragos causados por mi cólera, dirán por fin que soy más grande que él.
Incapaz de dominarse, el rey Luis XIV puso de un soberbio puñetazo patas arriba una mesita situada junto al su cama, y perdido el aliento, vestido como estaba, se tiró sobre las sábanas y la emprendió a mordiscos con ellas para hallar por ese sistema el reposo del cuerpo.
El lecho gimió bajo aquel peso, y, aparte algunos suspiros escapados del pecho del rey, todo quedó en silencio en el templo de Morfeo.