—Hay que hacer justicia, señor Fouquet.
—Está bien, Sire; pero la sangre real no puede correr en el patíbulo.
—¡La sangre real! ¿y vos creéis eso? —exclamó el rey enfurecido y dando una patada en el suelo—. El parto doble de que me habéis hablado es pura fábula. Ahí, sobre todo, en esa fábula, es donde para mí está el crimen de Herblay, ese es el crimen que yo quiero castigar, mucho más que no la violencia y el insulto que me han inferido él y Vallón.
—¿Castigar de muerte?
—De muerte.
—Sire —repuso con firmeza el ministro, levantando con majestad la frente—, si os gusta, haréis decapitar a Felipe de Francia, vuestro hermano; eso os atañe a vos, Sire, y sobre el particular consultaréis a vuestra madre Ana de Austria. Lo que ordenéis estará bien ordenado. Quiero, pues, no mezclarme más en este asunto, ni siquiera para la mayor honra de vuestra corona; pero tengo que pediros una gracia, y os la pido, Sire.
—¿Cuál? —preguntó el rey turbado por las últimas palabras del ministro.
—El perdón de los señores de Herblay y de Vallón.
—¿Mis asesinos?
—No, Sire, sino dos rebeldes.
—Comprendo que me pidáis el perdón para vuestros amigos.
—¡Mis amigos! —exclamó Fouquet hondamente ofendido.
—Sí, vuestros amigos, pero la seguridad de mi Estado exige un ejemplar castigo de los culpables.
—No os diré, Sire, que acabo de libertaros y de salvaros la vida.
—¡Caballero!
—Ni que si el señor de Herblay hubiese tenido la intención de asesinaros, pudo haberos asesinado esta madrugada en el bosque de Senar.
—El rey se estremeció.
—Un pistoletazo en mitad del rostro de Luis XIV, desfigurado por la herida era para siempre la absolución del señor de Herblay.
Al saber el peligro evitado, el rey palideció de miedo.
—Si el señor de Herblay hubiese sido un asesino —continuó Fouquet—, no tenía necesidad de hacerme sabedor de su plan para conseguir sus propósitos. Desembarazado del rey legítimo, no había quien fuera capaz de reconocer al usurpador, que habría sido reconocido por Ana de Austria, pues para ello no dejaba de ser un hijo como para la conciencia del señor de Herblay era aquél un rey de la sangre de Luis XIII. Además, el conspirador contaba con la seguridad, con el secreto, con la impunidad, con sólo disparar una pistola. Sire, por vuestra salvación eterna, perdón para el señor de Herblay.
La fiel pintura de la generosidad de Aramis, en vez de enternecer al rey le humilló; porque el monarca en su indómito orgullo, no podía admitir que un hombre había tenido a su discreción la vida de un rey. Cada una de las palabras de Fouquet tenía por eficaces para obtener el perdón de sus amigos, destilaba una gota de veneno en el ya ulcerado corazón de Luis XIV, que, muy lejos de ceder, exclamó con ímpetu:
—Verdaderamente no me explico que me pidáis clemencia para hombres tales. ¿A qué pedir lo que uno puede conseguir sin solicitarlo?
—No os comprendo. Sire.
—Sin embargo, es evidente. ¿Dónde estoy?
—En la Bastilla, Sire.
—Y en un calabozo, y pasando por loco, ¿no es verdad?
—Lo es, Sire.
—Y aquí nadie conoce más que a Marchiali.
—De seguro, Sire.
—Pues dejad las cosas como están. Dejad al loco que se pudra en un calabozo de la Bastilla, y los señores de Herblay y de Vallón para nada necesitan de mi clemencia. Su nuevo rey les obedecerá.
—Vuestra Majestad me injuria, y hace mal —replicó Fouquet con sequedad—. Ni yo soy tan niño, ni el señor de Herblay tan inepto que no nos hayamos hecho todas esas reflexiones y si yo, como decís, hubiese querido sentar en el trono a un nuevo rey, ¿a qué haber venido a forzar las puertas de la Bastilla para arrancaros de ella? Esto cae de su peso. Vuestra Majestad tiene el juicio turbado con la cólera; de lo contrario, no ofendería sin razón a su servidor que le ha prestado el más importante servicio.
Viendo Luis XIV que se había excedido, que las puertas de la Bastilla todavía estaban cerradas para él, mientras poco a poco iban abriéndose las esclusas tras las cuales el generoso Fouquet contenía su cólera, repuso:
—No lo he dicho para humillaros. ¡Dios me libre! Lo que hay, es que os dirigís a mí para obtener un perdón, y os respondo según me dicta mi conciencia. Ahora bien, según mi conciencia, los culpables de quienes estamos hablando no son dignos de clemencia ni de perdón.
Fouquet guardó silencio.
—En esto —prosiguió el rey—, mi conducta es tan generosa como la vuestra en cuanto a lo que os ha traído, porque la verdad es que estoy en vuestro poder. Y aun añado que lo es más, atento que vos me imponéis condiciones de las cuales pueden pender mi libertad y mi vida, y el negarme a admitirlas, es hacer un sacrificio.
—Realmente la sinrazón está de mi parte —repuso Fouquet—; en la apariencia os obligaba a ser clemente; me arrepiento, Sire, y os suplico que me perdonéis.
—Lo estáis, mi querido señor Fouquet —dijo el rey sonriéndose de modo que acabó de serenar su rostro, alterado desde la víspera, por tantos acontecimientos.
—Bueno, yo ya he obtenido mi perdón —repuso el obstinado ministro—, pero ¿y los señores de Herblay y de Vallón?
—No lo obtendrán mientras yo viva —replicó el inflexible rey—. Hacedme la merced de no volver a decirme jamás una palabra sobre el particular.
—Seréis obedecido, Sire.
—¿Y no me guardaréis rencor por mi negativa?
—No, Sire, porque había previsto el caso.
—¿Vos habéis previsto el caso de que yo negaría el perdón a aquellos señores?
—Sí, Sire, y lo prueba el que he tomado todas mis disposiciones en consonancia con mi previsión.
—¿Qué queréis decir? —exclamó con sorpresa el soberano.
—Por decirlo así, el señor de Herblay acaba de ponerse a mi discreción, dejándome la honra de salvar a mi rey y a mi patria. ¿Podía yo condenar a muerte al señor de Herblay? No, como tampoco exponerle a la legítima indignación de Vuestra Majestad, lo cual hubiera sido lo mismo que si yo hubiese matado por mi mano.
—¿Qué habéis hecho?
—Sire, he dado al señor de Herblay mis mejores caballos, y llevan cuatro horas de delantera a cuantos Vuestra Majestad pueda enviar en persecución de aquél.
—Está bien —exclamó Luis—. Pero el mundo es bastante grande para que mis corredores ganen sobre vuestros caballos las cuatro horas de delantera que habéis concedido al señor de Herblay.
—Al concederle cuatro horas, Sire, sabía que le daba la vida, y la salvará.
—¿Cómo?
—Porque tras una carrera en la cual siempre llevará cuatro horas de ventaja a vuestros mosqueteros, llegará a mi castillo de Belle-Isle, donde le he dado asilo.
—Bueno —replicó el rey—; pero olvidáis que me donasteis Belle-Isle.
—No para hacer arrestar en ella a mis amigos.
—¡Ah! ¿os reincorporáis de Belle-Isle?
—Para eso, sí, Sire.
—Mis mosqueteros volverán a quitárosla, y en paz.
—Ni vuestros mosqueteros ni todo vuestro ejército son capaces de tomarla, Sire. Belle-Isle es inexpugnable —dijo Fouquet con frialdad.
El rey perdió el color y lanzó un rayo por los ojos. Fouquet conoció que estaba perdido; pero como no era hombre que retrocediera ante la voz del honor, sostuvo la rencorosa mirada del rey, que devoró su rabia.
—¿Vamos a Vaux? —preguntó Luis XIV tras una pausa de silencio.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad —contestó Fouquet haciendo una profunda reverencia—; pero creo que Vuestra Majestad no puede prescindir de mudar de traje antes de presentarse en la corte.
—Pasaremos por el Louvre —dijo el rey.
—Vamos.
Luis XIV y Fouquet se marcharon en presencia del despavorido Baisemeaux, que una vez más vio salir a Marchiali, y se arrancó los pocos cabellos que le quedaban.
En Vaux el real usurpador continuaba desempeñando a las mil maravillas su papel de rey.
Felipe ordenó que, para su salida de la cama, introdujesen a las entradas, ya dispuestas para presentarse a su rey. Y se decidió a dar tal orden, pese a la ausencia de Herblay, que no se dejaba ver de nuevo, nuestros lectores saben por qué. Pero el príncipe, creyendo que aquella ausencia no podía prolongarse, quería, como todos los hombres temerarios, ensayar su valor y su fortuna, fuera de toda protección y consejo.
Otra razón le impedía a ello: Ana de Austria iba a aparecer. La madre culpable iba a encontrarse en presencia de su hijo sacrificado; y Felipe no quería, de sentir una debilidad, hacer testigo de ella al hombre ante el cual estaba obligada a desplegar en adelante tanta energía.
Felipe abrió de par en par la puerta, y entraron silenciosamente algunos personajes.
El no se movió mientras sus ayudas de cámara lo vistieron, a imitación de lo que vio hacer, la víspera, a su hermano. Felipe desempeñó en aquel punto el papel de rey de manera que no despertó ninguna sospecha.
Felipe recibió, en traje de caza, a sus visitantes, y gracias a su memoria y a las notas de Aramis, conoció inmediatamente a Ana de Austria, a quien daba la mano el duque de Orleans, y a la princesa a la cual acompañaba Saint-Aignán. A todos dirigió Felipe una sonrisa, y, al conocer a su madre, se estremeció.
El noble e imponente rostro de la reina madre, descompuesto por el dolor, dispuso su corazón en pro de aquella famosa reina que inmolara un hijo a la razón del Estado. Felipe encontró hermosa a su madre, y como sabía que Luis XIV la amaba, se propuso amarla también, y no ser para su vejez un castigo cruel.
Felipe miró a su hermano con ternura fácil de comprender. El duque de Orleans nada había usurpado, a nadie perjudicado en su vida. Rama separada, dejaba que creciera el tallo, sin pensar en su propia elevación y majestad. Así como a su madre, Felipe se propuso amar a su hermano, a quien le bastaba el dinero, que da los placeres.
Después Felipe saludó afectuosamente a Saint-Aignán, que se deshacía en sonrisas y en reverencias, y, temblando, tendió la mano a su cuñada Enriqueta, de la que le llamó la atención la hermosura. Pero en los ojos de la princesa notó un resto de frialdad que le pareció de buen agüero para la facilidad de sus relaciones futuras.
—¡Cuánto más cómodo me será —dijo Felipe— ser hermano de esa mujer, que no su galán, si me manifiesta una frialdad que mi hermano no podía sentir por ella, y que a mí me la impone el deber!
Lo que Felipe temía más en aquel momento era la presencia de la reina María Teresa; porque su corazón y su alma acababan de ser conmovidos por una prueba tan violenta que, a pesar de su buen temple, tal vez no hubieran soportado un nuevo choque. Por fortuna la reina no se presentó. Entonces, Ana de Austria empezó una disertación política respecto del recibimiento que el señor Fouquet había hecho a la familia real, y atenuó sus ataques con cumplimientos dirigidos al rey, con preguntas sobre su salud, con halagos maternales y con astucias diplomáticas.
—¿Os habéis reconciliado con el señor Fouquet, hijo mío? —preguntó Ana de Austria.
—Saint-Aignán —dijo Felipe—, hacedme la merced de enteraros de cómo está la reina.
A estas palabras, las primeras que Felipe pronunció en voz alta, la ligera diferencia que había entre la voz de Felipe y la de Luis XIV, no pasó inadvertida a los oídos maternales; así es que Ana de Austria miró fijamente a su hijo.
—Señora —continuó Felipe una vez hubo salido Saint-Aignán—, ya sabéis que no me place que me hablen mal del señor Fouquet, y vos misma me habéis hablado de él ventajosamente.
—Es verdad, por esto me ciño a interrogaros respecto a vuestra disposición para con él.
—Sire —dijo Enriqueta—, a mí siempre me ha sido simpático el señor Fouquet. Es hombre de gusto exquisito, y un excelente sujeto.
—Un superintendente que nunca escatima y que paga en oro cuantas libranzas le envío al cobro —añadió el duque de Orleans.
—Por lo que se ve —replicó la reina madre—, aquí todos miran únicamente por sí, y nadie por el Estado, y la verdad es que el señor Fouquet está arruinando el reino.
—¿También vos escudáis al señor Colbert, madre mía? —repuso Felipe bajando la voz.
—¿Por qué me decís eso? —preguntó Ana de Austria con sorpresa.
—Porque os expresáis como lo haría vuestra antigua amiga, la señora de Chevreuse.
Al oír este nombre, la reina palideció. Felipe había irritado a la leona.
—¿Qué me estáis diciendo de la señora de Chevreuse —repuso Ana de Austria—, y qué mosca os ha picado hoy contra mí?
—¿Por ventura —continuó Felipe—, la señora de Chevreuse no está siempre dispuesta a formar una liga contra alguien? ¿Acaso no os ha hecho recientemente una visita?
—Os expresáis de tal suerte —dijo Ana de Austria— que no parece sino que estoy oyendo a vuestro padre.
—Mi padre no podía ver a la señora de Chevreuse, y con razón —dijo Felipe—. Tampoco yo puedo sufrirla, y si se atreve a venir, como en otro tiempo, para sembrar las disensiones y el odio so pretexto de mendigar dinero…
—¿Qué? —repuso con altivez Ana de Austria provocando la tormenta.
—La expatriaré, y con ella a todos los artesanos de secretos y misterios —contestó con resolución Felipe.
El no calculó el alcance de sus terribles palabras, o tal vez se propuso ver el efecto que producían.
Ana de Austria estuvo en un tris de caerse desmayada; abrió desmesuradamente los ojos, pero por un instante dejó de ver, y tendió los brazos hacia el duque de Orleans que le dio un beso sin temor de irritar al monarca.
—Sire —murmuró Ana de Austria—, mal, muy mal tratáis a vuestra madre.
—¿En qué os trato mal, señora? —replicó Felipe—. Solo hablo de la señora de Chevreuse. ¿O es que preferís la señora de Chevreuse a la seguridad de mi Estado y a la mía propia? Lo que digo y afirmo es que la señora de Chevreuse ha venido a Francia para pedir prestado dinero, y que se ha dirigido al señor Fouquet para venderle cierto secreto.
—¡Cierto secreto! —exclamó Ana de Austria.
—Relativo a un supuesto robo cometido por el superintendente, lo cual es falso. El señor Fouquet la hizo despedir con indignación, pues prefiere la estimación del rey a toda complicidad con intrigantes. Entonces, la señora de Chevreuse fue y vendió el secreto al señor Colbert, y como es mujer insaciable, y no le bastaba haber arrancado cien mil escudos al intendente, picó más alto para ver si se hacía con mayores recursos… ¿Es o no es verdad lo que digo, señora?