—Me hace estremecer.
—¡Qué triste hubiera sido para vos el que yo me hubiese presentado mañana, sin preparación, y os hubiera pedido vuestra espada!
—Me habría muerto de cólera y vergüenza.
—Expresáis con sobrada elocuencia vuestra gratitud; pero tened por seguro que no he hecho lo bastante.
—No seré yo quien tal cosa afirme, señor de D'Artagnan.
—Pues bien, monseñor, si estáis satisfecho de mí, si estáis repuesto de la conmoción que he suavizado cuanto he podido, dejemos que el tiempo bata sus alas; estáis quebrantado y tenéis que reflexionar, dormid, pues, os lo ruego, o haced que dormís, sobre vuestra cama o entre sábanas. Yo dormiré en ese sillón, y cuando duermo, mi sueño es tan pesado que no me despertarían ni a cañonazos.
Fouquet se sonrió.
—Sin embargo, exceptúo el caso que abran una puerta, secreta o visible, de salida o entrada, porque os advierto que en este punto mi oído es vulnerable de manera extraordinaria. Id y venid, pues; paseaos por el aposento, escribid, borrad, romped, quemad; pero no toquéis la llave de la cerradura, ni el botón de la puerta, porque me haríais despertar sobresaltado, y esto me excitaría horrorosamente los nervios.
—Realmente sois el hombre más ingenioso y cortés que conozco, señor de D'Artagnan —dijo Fouquet—. Sólo me dejaréis un pesar, el de haberos conocido tan tarde.
D'Artagnan exhaló un suspiro que quería decir: «¡Ay! tal vez me habéis conocido excesivamente pronto». Luego se arrellanó en su sillón, mientras Fouquet, semi acostado en su cama y apoyado en el codo, meditaba en lo que le estaba pasando.
De este modo, custodiado y custodia dejaron arder las velas y aguardaron la luz del alba; y cuando Fouquet suspiraba demasiado alto, D'Artagnan roncaba con más fuerza.
Ninguna visita, ni la de Aramis, turbó su quietud, ni se oyó ruido alguno en el inmenso palacio.
El joven príncipe descendió de la habitación de Aramis, como el rey había descendido de la mansión de Morfeo. La cúpula bajó, obedeciendo a la presión de Herblay, y Felipe se encontró ante la cama real, que había subido nuevamente, después de haber dejado a Luis XIV en las profundidades del subterráneo.
Solo, en presencia de aquel lujo, solo ante su poder, ante el papel que iba a verse forzado a desempeñar, Felipe sintió, por primera vez abrirse su alma a las múltiples emociones que son los latidos vitales de un corazón de rey; pero palideció al contemplar aquella cama vacía y aun arrugada por el cuerpo de su hermano.
Felipe se inclinó para examinar mejor la cama, y vio el pañuelo todavía humedecido con el sudor que corriera por la frente de Luis XIV. Aquel sudor aterró a Felipe como la sangre de Abel aterró a Caín.
—Heme aquí cara a cara con mi destino —dijo entre sí Felipe, pálido y con las pupilas ardientes—. ¿Será más terrible que no doloroso ha sido mi cautiverio? ¿Obligado a seguir a cada instante la soberanía del pensamiento, daré eternamente oído a los escrúpulos de mi corazón?… Sí, el rey ha descansado en esta cama; su cabeza ha impreso esta concavidad en la almohada, y sus amargas lágrimas han humedecido este pañuelo… ¡Y vacilo en acostarme en esta cama, en apretar entre mis dedos este pañuelo que ostenta las armas y la cifra del rey!… ¡Oh! imitemos al señor de Herblay, que dice que la acción debe siempre adelantarse un grado al pensamiento; sí, imitemos al señor de Herblay, que siempre piensa en sí mismo y se tiene por hombre honrado cuando sólo contraría o vende a sus enemigos. Esta cama yo la habría usado si Luis XIV no me lo hubiese impedido con el crimen de nuestra madre; sólo yo habría tenido derecho a servirme de este pañuelo con el escudo de Francia, si, como dice el señor de Herblay, me hubiesen dejado en mi sitio en la cuna real… ¡Felipe, hijo de Francia, sube a tu cama! ¡Felipe, único rey de Francia, recobra tu blasón! ¡Felipe, único heredero presunto de Luis XIII, tu padre, no tengas compasión para el usurpador, que en este instante ni siquiera siente remordimiento alguno por lo que te ha hecho padecer!
Dicho esto, Felipe, a pesar de la repugnancia instintiva de su cuerpo, y de los estremecimientos y del terror vencidos por la voluntad, se acostó en la cama real.
Al descansar la cabeza en la mullida almohada, Felipe divisó, encima de él, la corona de Francia, sostenida, como hemos dicho, por el ángel de las alas de oro.
Contemplad al real intruso, de mirada sombría y cuerpo tembloroso; parece tigre extraviado durante la noche de tormenta, que al través de cañaverales y de incógnitos barrancos, va a acostarse en la caverna del león ausente.
Puede uno alentar la ambición de acostarse en el lecho del león, pero no esperar dormir tranquilo en él.
Felipe prestó oído atento a todos los rumores, dejó que su corazón oscilase al soplo de todos los sobresaltos; pero fiado en su energía, redoblada por la exageración de su resolución suprema, aguardó sin debilidad que se presentase una circunstancia decisiva para juzgarse a sí mismo.
Pero nada sobrevino.
Hacia la madrugada, una sombra se deslizó en el dormitorio real, sombra que no causó sorpresa alguna a Felipe, tanto más cuanto que la esperaba.
—¿Y bien, señor de Herblay? —dijo el príncipe.
—Todo ha concluido, sire.
—¿Qué ha pasado?
—Lo que esperábamos.
—¿Ha resistido?
—Encarnizadamente; ha llorado y dado gritos.
—¿Y después?
—Ha sobrevenido el estupor.
—¿Y por fin?
—Por fin, victoria completa y silencio absoluto.
—¿Sospecha algo el gobernador de la Bastilla?
—Nada.
—¿Y el parecido?
—Es el que ha determinado el buen éxito de la empresa.
—Sin embargo, no olvidéis que el preso no puede menos de explicarse, como yo pude hacerlo no obstante haberme visto obligado a combatir un poder incomparablemente más fuerte que el mío.
—Ya lo he previsto todo. Dentro de algunos días, más pronto si lo exigen las circunstancias, sacaremos de su prisión al cautivo y lo desterraremos a un punto tan lejano…
—Uno vuelve del destierro, señor de Herblay.
—He dicho a un punto tan lejano, que las fuerzas materiales del hombre y la duración de su vida no bastarían para procurar su regreso.
Una vez más el rey y Aramis cruzaron una fría mirada de inteligencia.
—¿Y el señor de Vallón? —preguntó Felipe.
—Os lo presentarán hoy, y os felicitará confidencialmente por haberos salvado del peligro que os ha hecho correr el usurpador.
—¿Qué haremos de él?
—¿Del señor de Vallón?
—Un duque vitalicio, ¿no es verdad?
—Sí, sire —respondió Aramis, sonriéndose de un modo particular.
—¿Por qué os reís, señor de Herblay?
—Me río de la previsora idea de vuestra majestad.
—¿Previsora? ¿qué queréis decir?
—Vuestra majestad teme que el pobre Porthos se convierta en un testigo incómodo, y quiere deshacerse de él.
—¿Creándole duque?
—Sí, sire, porque la alegría va a matarlo, y con él moriría el secreto.
—¡Qué decís!
—Y yo perderé un buen amigo —repuso con la mayor flema Herblay.
En este momento y en medio de la fútil conversación bajo la cual los dos conspiradores ocultaban el gozo y el orgullo del triunfo, Aramis oyó un rumor que le hizo aguzar el oído.
—¿Qué pasa? —preguntó Felipe.
—Amanece, sire.
—¿Y qué?
—Que anoche, antes de acostaros, decidisteis hacer algo llegado el día.
—Sí, dije a mi capitán de mosqueteros que lo aguardaría, —contestó con viveza el joven.
—Pues si así lo dijisteis, va a presentarse porque es hombre puntual.
—Oigo pasos en el vestíbulo.
—Es él.
—Ea, empecemos el ataque —dijo Felipe con resolución.
—Cuidado, Sire —repuso Aramis—: empezar el ataque, y por D'Artagnan, sería una locura. D'Artagnan no sabe ni ha visto cosa alguna y está a mil leguas de sospechar nuestro misterio; pero si es el primero en entrar hoy aquí, barruntará que ha pasado algo que debe ponerle sobre aviso. Antes que permitáis la entrada a D'Artagnan, debemos ventilar mucho el dormitorio, o introducir en él tanta gente, que el mejor sabueso del reino quede desorientado por tantos rastros diferentes.
—¿Cómo despedirle si le he citado? —observó el príncipe, ardiendo en deseos de medirse con tan temible adversario.
—Yo me encargo de ello —repuso el obispo—, y para empezar, voy a dar un golpe que dejará aturdido al gascón.
—También él sabe darlos —replicó con viveza el príncipe.
En efecto, en el exterior resonó un golpe.
Aramis no se engañó: realmente era D'Artagnan quien así se anunciaba.
Ya hemos visto al mosquetero pasar la noche filosofando con el señor Fouquet; pero aquél estaba fatigadísimo, aun de fingir el sueño. Y apenas el alba iluminó con su azulada aureola las suntuosas cornisas del dormitorio del superintendente, D'Artagnan se levantó de su sillón, acomodó su espada, y con la manga se cepilló el traje y sombrero, como soldado pronto a pasar revista de limpieza.
—¿Os vais? —preguntó Fouquet al gascón.
—Sí, monseñor, ¿y vos?
—Me quedo.
—¿Palabra?
—Palabra.
—Por otra parte, salgo únicamente en busca de la respuesta que vos sabéis.
—De la sentencia queréis decir.
—Mirad, monseñor, yo tengo algo de romano antiguo. Esta mañana, al levantarme, he notado que mi espada no se ha enganchado en ninguna agujeta, y que el tahalí ha resbalado sin tropiezo. Es una señal infalible.
—¿De prosperidad?
—Sí.
—¡Diantre! no sabía que vuestra espada os tuviese tan al cabo —dijo Fouquet—. ¿Es hechicera la hoja de vuestra espada, o está encantada?
—Mi espada es miembro de mi cuerpo. He oído decir que a algunos hombres les avisa la pierna o una punzada en las sienes. A mí me avisa mi espada. Pues bien, mi espada nada me ha dicho esta mañana… ¡Ah!, ¡sí!… ahora acaba de caer por sí en el último recodo del tahalí. ¿Sabéis qué presagia esto?
—No.
—Pues me presagia un arresto para hoy.
—Pero si nada triste os predice vuestra espada —repuso el superintendente, más admirado que enojado de aquella franqueza—, ¿no es triste para vos el arrestarme?
—¿Yo arrestaros a vos?
—Claro, el presagio…
—No es por vos, pues desde anoche estáis arrestado. Luego no seréis vos a quien yo arreste. Por eso me alegro, por eso digo que se me prepara un bien día.
Dichas estas palabras con afectuoso gracejo, el capitán se despidió de Fouquet para encaminarse a la habitación del rey.
—Dadme la última prueba de afecto —dijo Fouquet, en el instante en que el gascón iba a atravesar el umbral.
—Estoy pronto, monseñor.
—Permitidme que vea a Herblay.
—Haré cuanto esté en mi mano para conducirlo aquí.
D'Artagnan llamó a la puerta del dormitorio del rey, y una vez abierta, el gascón pudo creer que el mismísimo rey le había franqueado el paso; suposición que no era inadmisible, atendido el estado de agitación en que el mosquetero dejó a Luis XIV. Pero, en vez de la cara del rey, a quien iba a saludar con el mayor respeto, vio la impasible fisonomía de Herblay.
—¡Aramis! —exclamó D'Artagnan.
—D'Artagnan, que bien que estéis aquí —dijo fríamente el prelado.
—¡Aquí! —balbuceó el mosquetero.
—Su majestad os ruega que anunciéis que está descansando, pues ha pasado muy mala noche.
—¡Ah! —exclamó D'Artagnan, que no acertaba a explicarse cómo el obispo de Vannes, tan indiferente para el rey la víspera, en seis horas se hubiese convertido en el más corpulento hongo que se hubiese producido en el pasillo de una alcoba real. En efecto, para transmitir en el umbral del dormitorio del monarca la voluntad de éste, para servir de intermediario a Luis XIV, y ordenar en su nombre, a dos pasos de él, era preciso haber llegado adonde nunca llegó Richelieu con Luis XIII.
—Además —continuó Aramis—, cuidaréis, señor capitán, de que esta mañana sólo admitan las entradas, pues su majestad quiere dormir algún tiempo más.
—Pero —objetó D'Artagnan, pronto a atufarse, y sobre todo, a manifestar las sospechas que le inspiraba el silencio del rey—; pero, señor obispo, su majestad me dio cita para esta mañana.
—Más tarde, más tarde —dijo el rey desde el interior de la alcoba.
Al oír aquella voz, D'Artagnan sintió una corriente de hielo en las venas, y se inclinó atontado, como quien ve visiones, ante la sonrisa con que Aramis le anonadó luego de proferidas aquellas palabras.
—Y en respuesta de lo que veníais a preguntar al rey —prosiguió el obispo—, aquí va una orden concerniente al señor Fouquet y de la cual os enteraréis inmediatamente.
—¿Una orden de libertad? —dijo el gascón, tomando la que Aramis le tendió.
Aquella orden le explicaba la presencia de Aramis en el dormitorio del rey.
D'Artagnan, a quien le bastaba comprender algo para comprenderlo todo, saludó y avanzó dos pasos para marcharse.
—Os acompaño —dijo Herblay.
—¿Adónde?
—Al aposento del señor Fouquet; quiero gozar de su contento.
—¡Si supierais lo que habéis dado que pensar! —repuso D'Artagnan.
—Pero ahora comprendéis, ¿no es así? —replicó Herblay.
—¡Pues no he de comprender! —respondió en voz alta el mosquetero. Y entre sí añadió—: Pues no comprendo ni pizca; pero lo mismo da, aquí traigo la orden. —Luego dijo al prelado—: Adelante, monseñor.
D'Artagnan condujo a Aramis al dormitorio de Fouquet.
Fouquet aguardaba con ansiedad, y ya había despedido a algunos servidores y amigos suyos que, anticipándose a la hora de sus acostumbradas recepciones, acudieron a su puerta.
Cuando Fouquet vio volver a D'Artagnan, y tras éste al obispo de Vannes, su alegría fue tan grande como grande había sido su zozobra. Para el superintendente, la presencia de Aramis era una compensación a la desgracia de ser arrestado.
El obispo estaba taciturno y grave, y D'Artagnan, trastornado por todo aquel cúmulo de acontecimientos increíbles.
—¿Y bien, capitán, me traéis al señor de Herblay?
—Y algo mejor todavía, monseñor.
—¿Qué?
—La libertad.
—¿Estoy libre?
—Sí, monseñor; por orden del rey.
Fouquet recobró toda su serenidad para interrogar a Aramis con la mirada.