Los oficiales se miraron como para asentir de común acuerdo a los deseos de D'Artagnan; y ya veía éste con gozo que el resultado del sentimiento de aquéllos sería el envío de un bote a Porthos y a Aramis, cuando el oficial del rey sacó de su faltriquera un pliego cerrado y señalado con un número 2, y lo entregó al mosquetero, que preguntó con sorpresa qué era aquel pliego.
—Leedlo, señor de D'Artagnan —respondió el oficial con cortesía.
D'Artagnan desdobló con desconfianza el papel y leyó lo siguiente:
Se prohibe al señor de D'Artagnan toda reunión de consejo y toda deliberación antes de haberse rendido Belle-Isle y de haber pasado por las armas a los prisioneros. Luis.
El capitán contuvo la impaciencia y contestó sonriéndose con amabilidad:
—Está bien, quedarán cumplidas las órdenes del rey.
El golpe era directo, duro, mortal. D'Artagnan, enfurecido de que el rey se hubiese anticipado, no por eso desesperó al contrario, dando vueltas a la idea que trajera de Belle-Isle, creyó que de ella iba a surgir otro camino de salvación para sus amigos. Así pues, dijo súbitamente:
—Señores, puesto que Su Majestad ha encargado el cumplimiento de sus órdenes secretas a otro que a mí, he dejado de merecer su confianza, y de ella sería verdaderamente indigno si tuviese el valor de conservar un mando sujeto a tantas sospechas injuriosas. Parto enseguida para presentar mi dimisión al rey, y la doy ante vosotros, instándoos a que os repleguéis conmigo sobre las costas de Francia sin comprometer fuerza alguna de las que Su Majestad me ha confiado. Vuélvase, pues, cada cual a su puesto y ordenad el regreso; dentro de una hora empezará el flujo.
Y el ver que todos se disponían a obedecer, menos el oficial celador, añadió:
—Supongo que esta vez no tendréis que oponeros orden alguna. D'Artagnan dijo esto casi en son de triunfo; aquel plan era la salvación de sus amigos; levantado el bloqueo, podían embarcarse inmediatamente y darse a la vela para Inglaterra o para España, sin temor; mientras él se presentaba al rey, justificaba su regreso con la indignación que levantaran contra él las desconfianzas de Colbert, le enviaban otra vez con amplios poderes, y se apoderaba de Belle-Isle, es decir, de la jaula sin los pájaros. Pero a estos planes se opuso el oficial, entregando otra orden del rey así concebida:
En el momento que el señor de D'Artagnan manifieste el deseo de presentar su dimisión, queda destituido de su cargo de generalísimo, y ninguno de los oficiales que estén a sus órdenes debe obedecerle. Además, tan pronto el señor de D'Artagnan deje de ser generalísimo del ejército enviado contra Belle-Isle, deberá volver a Francia en compañía del oficial que ponga en sus manos el presente mensaje, y que lo custodiará bajo su responsabilidad.
El bravo e inteligente D'Artagnan palideció. Todo había sido calculado con profundidad que, por primera vez, después de treinta años, le recordó la admirable previsión y la lógica inflexible del gran cardenal.
—Señor de D Artagnan —dijo el oficial—, cuando os plazca; estoy a vuestras órdenes.
—Partamos —contestó el mosquetero rechinando los dientes.
El oficial hizo arriar inmediatamente un bote en que debía embarcarse D'Artagnan que, fuera de sí al ver la embarcación dijo:
—¿Cómo van a arreglarse ahora para dirigir los diferentes cuerpos del ejército?
—Partiendo vos —respondió el jefe de la escuadra—, el rey me ha confiado a mí el mando.
—Entonces es para vos este pliego —repuso el agente de Colbert dirigiéndose al nuevo jefe—. Vemos nuestros poderes.
—Aquí están —contestó el marino exhibiendo un despacho del rey.
—He ahí vuestras instrucciones —dijo el oficial entregándole el pliego. Y volviéndose hacia D'Artagnan y viendo la desesperación de aquel hombre de bronce, añadió con voz conmovida—: Partamos, caballero.
—Al instante —profirió con voz débil el gascón, vencido, doblegado por la implacable imposibilidad.
Y bajó al bote, que singló hacia Francia con viento favorable y conducido por la marea ascendiente.
Con D'Artagnan se embarcaron también los guardias del rey.
Con todo, el gascón alentaba todavía la esperanza de llegar a Nantes con bastante presteza y de abogar con suficiente elocuencia en pro de sus amigos para inclinar al rey a la clemencia.
El bote volaba como una golondrina, y D'Artagnan veía claramente resaltar la negra línea de las costas de Francia sobre las blanquecinas nubes de la noche.
—¡Qué no diera yo para conocer las instrucciones del nuevo jefe! —dijo el mosquetero en voz baja al oficial, a quien hacía una hora que no dirigía la palabra—. Son pacíficas, ¿no es verdad? y…
No acabó; un cañonazo lejano resonó por la superficie del mar; luego resonó otro, y otros dos o tres más fuertes.
—Ya está abierto el fuego contra Belle-Isle —respondió el oficial.
El bote atracó en tierra de Francia.
Cuando los dejó D'Artagnan, Aramis y Porthos entraron en el fuerte principal para hablar con más libertad.
Porthos, siempre receloso, molestaba a Herblay, que en su vida había tenido más libre el espíritu que en aquellos momentos.
—Mi querido Porthos —dijo de pronto el obispo—, dejad que os explique la idea de D'Artagnan. Una idea a la cual vamos a deber la libertad antes de doce horas.
—¿De veras? —exclamó Porthos con admiración—. Vamos a ver.
—Por lo que ha pasado entre nuestro amigo y el oficial, ya habéis visto que le sujetaban ciertas órdenes referentes a nosotros dos.
—Sí; lo he visto.
—Pues bien, D'Artagnan va a presentar su dimisión al rey, y durante la confusión que de su ausencia va a originarse, nosotros nos fugaremos; es decir, os fugaréis vos, si únicamente uno de los dos podemos fugarnos.
—O nos fugamos juntos o los dos nos quedamos aquí —replicó Porthos meneando la cabeza.
—Generoso tenéis el corazón, amigo mío —dijo Aramis—. Pero, francamente, vuestra inquietud me aflije.
—¿Yo inquieto? no lo creáis.
—Entonces estáis resentido conmigo.
—Tampoco.
—Pues ¿a qué esa cara lúgubre?
—Es que estoy haciendo mi testamento —dijo el buen Porthos mirando con tristeza a Herblay.
—¡Vuestro testamento! —exclamó el obispo—. ¡Qué! ¿os tenéis por perdido?
—No, pero me siento fatigado. Esta es la primera vez que me sucede, y como en mi familia hay cierta herencia…
—¿Cuál?
—Mi abuelo era hombre dos veces más robusto que yo.
—¡Diantre! ¿Acaso era Sansón vuestro abuelo?
—No, se llamaba Antonio. Pues sí, mi abuelo tenía mi edad cuando, al partir un día para la caza, le flaquearon las piernas, lo cual nunca le había pasado.
—¿Qué significaba tal fatiga?
—Nada bueno, como vais a verlo; porque a pesar de quejarse de la debilidad de piernas partió para la caza, y un jabalí le hizo frente y él le tiró un arcabuzazo que falló y la bestia le abrió a él un canal.
—Esta no es razón para que os alarméis.
—Mi padre era más robusto que yo; pero no se llamaba Antonio, como mi abuelo, sino Gaspar, como Coligny. Fue mi padre valerosísimo soldado de Enrique 111 y de Enrique IV, siempre a caballo. Pues bien, mi padre, que nunca había sabido qué era el cansancio, le flaquearon las piernas una noche al levantarse de la mesa.
—Puede que hubiese cenado bien, y por eso se tambaleaba —dijo Aramis.
—¡Bah! ¿Un amigo de Bassompierre tambalearse? ¡No! Como decía, mi padre le dijo a mi madre, que hacía burla de él: «¿A ver si a mí me sale un jabalí como a mi padre?»
—¿Y qué pasó?
—Que arrostrando aquella debilidad, mi padre se empeñó en bajar al jardín en vez de meterse en la cama, y al sentar la planta en la escalera, le faltó el pie y fue a dar de cabeza contra la esquina de una piedra en la que había un gozne de hierro que le partió la sien y quedó muerto.
—Realmente son extraordinarias las circunstancias que acabáis de contar —dijo Aramis fijando los ojos en su amigo—; pero no infiramos de ellas que puede presentarse una tercera. A un hombre de vuestra robustez no le pega ser supersticioso; por otra parte, ¿en qué se ve que os flaquean las piernas? En mi vida os he visto tan campante: cargaríais en hombros una casa.
—Bueno, sí, por ahora estoy bien, pero hace poco sentía mis piernas débiles, y este fenómeno, como vos decís, se ha repetido cuatro veces en poco tiempo. No os digo que esto me ha asustado, pero sí que me ha contrariado, porque la vida es agradable. Tengo dinero, hermosos feudos, preciados caballos, y amigos queridos como D'Artagnan, Athos, Raúl y vos.
El admirable Porthos ni siquiera se tomó el trabajo de disimular a Herblay la categoría que le daba en sus amistades.
—Viviréis aún largos años para conservar al mundo ejemplares de hombres extraordinarios —repuso el obispo estrechándole la mano—. Descansad en mí, amigo mío; no nos ha llegado contestación alguna de D'Artagnan, y esta es buena señal; debe de haber hecho concentrar la escuadra y despejar el mar. Yo, por mi parte, hace poco he ordenado que lleven, sobre rodillos, una barca hasta la salida del gran subterráneo de Locmaría, donde tantas veces hemos cazado zorras al acecho.
—Ya, os referís a la gruta que desemboca en el Ancón por el pasadizo que descubrimos el día en que se escapó por allí aquel soberbio zorro.
—Precisamente. Si esto va mal, esconderán para nosotros una barca en aquel subterráneo, si es que no lo han hecho ya, y en el instante favorable, durante la noche, nos escapamos.
—Comprendo.
—¿Qué tal las piernas?
—En este instante, muy bien.
—¡Lo veis! Todo conspira a darnos tranquilidad y esperanza. ¡Vive Dios! Porthos, todavía nos queda medio siglo de prósperas aventuras, y si yo llego a tierra de España, vuestro ducado no es tan ilusorio.
—Esperemos —dijo el gigante un poco contento por el nuevo calor de su compañero.
De pronto se oyeron gritos de: «¡A las armas!» cuyas voces penetraron en el aposento en que estaban los dos amigos y llenaron de sorpresa al uno y de inquietud al otro. Aramis abrió la ventana y vio correr a muchos hombres con hachas de viento encendidas, seguidos de sus mujeres, mientras los defensores acudían a sus puestos.
—¡La escuadra! ¡La escuadra! —gritó un soldado que conoció a Aramis.
—¿La escuadra? —repitió el obispo.
—Sí, monseñor, está a medio tiro de cañón —continuó el soldado.
—¡A las armas! —vociferó Aramis.
—¡A las armas! —repitió con voz tonante Porthos, lanzándose en pos de su amigo y en dirección al muelle para ponerse al abrigo de las baterías.
Vieron acercarse las chalupas cargados de soldados, formando tres divisiones divergentes para desembarcar en tres puntos a la vez.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó un oficial de guardia.
—Detenerlas, y si no ceden, ¡fuego! —respondió Aramis.
Cinco minutos después empezó el cañoneo, cuyos ecos fueron los que llegaron a oídos de D'Artagnan al desembarcar en Francia. Pero las chalupas estaban ya demasiado cerca del muelle para que los cañones hiciesen blanco; atracaron, y el combate empezó casi cuerpo a cuerpo.
—¿Qué tenéis, Porthos? —preguntó Aramis a su amigo.
—Nada… las piernas… Es verdaderamente incomprensible… pero al cargar se repondrán.
En efecto, Porthos y Aramis cargaron con tal vigor y animaron tanto a los suyos, que los realistas se reembarcaron atropelladamente sin haber sacado más ventaja que algunos heridos que consigo se llevaron.
—¡Porthos, necesitamos un prisionero! —gritó Aramis—. ¡Pronto, pronto!
Porthos se agachó en la escalera del muelle, agarró por la nuca a uno de los oficiales del ejército real que para embarcarse esperaba que todos lo hubiesen hecho, y levantándolo, se sirvió de él como de una rodela sin que le pegasen un tiro.
—Ahí va un prisionero —dijo Porthos a su amigo.
—Calumniad ahora a vuestras piernas —repuso Herblay echándose a reír.
—Es que no lo he tomado con las piernas, sino con los brazos —replicó Porthos con tristeza.
Los bretones de la isla estaban orgullosos de aquella victoria; pero Aramis; no les alentaba y decía a Porthos:
—Lo que va a suceder es que, despertada la cólera del rey por la resistencia, una vez la isla en su poder, lo que de seguro diezmada o abrasada.
—Esto quiere decir que no hemos hecho nada útil —replicó Porthos.
—Por lo de pronto sí —repuso el obispo—, pues tenemos un prisionero, por boca de quien sabremos qué preparan nuestros enemigo\1.
—Interroguémosle —dijo Porthos—, y el modo de hacerle hablar es sencillísimo: le convidamos a cenar, y bebiendo se le desatará la lengua.
Dicho y hecho. El oficial, un poco inquieto al principio, se tranquilizó viendo con quién tenía que habérselas y, sin temor de comprometerse, dio todos los pormenores imaginables sobre la dimisión y la partida de D'Artagnan y sobre las órdenes que dio el nuevo jefe para apoderarse de Belle-Isle por sorpresa.
Aramis y Porthos cruzaron una mirada de desesperación, ya no podían contar con las ideas de D'Artagnan, y por consiguiente con ningún recurso en caso de derrota.
Continuó su interrogatorio; Herblay preguntó al prisionero cómo pensaban tratar las tropas reales a los jefes de Belle-Isle, y al responderle aquél que había orden de matarlos durante el combate y de ahorcar a los supervivientes, cruzó otra mirada con Porthos.
—Soy muy ligero para la horca —repuso Herblay—; a los hombres como yo no se les cuelga.
—Y yo soy demasiado pesado —dijo Porthos—; los hombres como yo rompen la soga.
—Estoy seguro de que hubiéramos dejado a vuestra elección el género de muerte —dijo con finura el prisionero.
—Mil gracias —contestó con formalidad el obispo.
—Vaya pues a vuestra salud este vaso de vino —dijo Porthos bebiendo.
Charlando se prolongó la cena, y el oficial, que era hidalgo de buen entendimiento, se aficionó al ingenio de Aramis y a la cordial llaneza de Porthos.
—Una pregunta, con perdón —dijo el prisionero—, y excusad mi franqueza el que nos hallemos ya en la sexta botella.
—Hablad —dijo Aramis.
—¿No servíais los dos en el cuerpo de mosqueteros del difunto rey?
—Sí, y que éramos de los mejores —respondió Porthos.
—Es verdad —exclamó el oficial—, y aun añadiría que no había soldados como vosotros, si no temiese ofender la memoria de mi padre.