—¿Luego nos dejáis? —repuso el conde de La Fere con tristeza.
—Para volvernos a ver, amigo mío, —replicó el mosquetero—, pues Raúl ya está bastante crecido para marcharse solo con el señor de Beaufort, y preferirá dejar que su padre se vuelva en compañía de D'Artagnan a no obligarle a que haga solo las doscientas leguas que lo separan de La Fere. ¿No es verdad, Raúl?
—Sí, —respondió el vizconde con triste acento.
—No, amigo mío, —interrumpió Athos—, no me separaré de Raúl hasta el día en que su nave haya desaparecido en el horizonte. Mientras esté en Francia, no se separará de mí.
—Como queráis; pero a lo menos saldremos juntos de Santa Margarita. Aprovechaos de la barca que va a conducirme a Antibes.
—Eso sí, nunca nos alejaremos con bastante prisa de este fuerte y del espectáculo que ha poco nos ha entristecido.
Los tres amigos se despidieron del gobernador, y a la luz de los postreros relámpagos de la tormenta que se alejaba, vieron blanquear por última vez las murallas de la fortaleza.
D'Artagnan se separó de sus amigos aquella noche misma…
—Amigos míos, —dijo D'Artagnan antes de montar a caballo y abrazando a Athos—, me hacéis el efecto de los soldados que abandonan su puesto. El corazón me dice que Raúl necesitaría que vos lo mantuvierais en su rango. ¿Queréis que solicite pasar al África con cien buenos mosqueteros? El rey no me dirá que no, y vos os vendréis conmigo.
—Señor de D'Artagnan, —repuso el vizconde estrechándole cariñosamente la mano—, gracias por el ofrecimiento, superior a cuanto deseamos el señor conde y yo. Soy joven, y necesito penas para el alma y fatiga para el cuerpo; el señor conde necesita de más profundo reposo, y os le recomiendo a vos que sois su mejor amigo, en la seguridad de que al velar por él tendréis en vuestras manos su alma y la mía.
—Fuerza es que parta, mi caballo se impacienta, —dijo D'Artagnan, en quien la señal más manifiesta de viva emoción era el cambiar de conversación—. Hasta la vista pues, mi querido Athos; cuanto más apresuréis vuestro regreso, más pronto volveré a abrazaros.
Esta escena tuvo lugar ante la casa elegida por Athos a las puertas de Antibes, y adonde D'Artagnan después de cenar había ordenado que le trajesen sus caballos. Allí empezaba el camino real, que se extendía blanco y onduloso en medio duelos vapores de la noche.
El caballo aspiraba con fuerza las emanaciones salinas de los pantanos, yendo al trote.
Athos y Raúl volvían con tristeza hacia la casa, cuando de pronto oyeron aproximarse el ruido de los pasos de un caballo, ruido que al principio tomaron por una de esas extrañas repercusiones que engañan el oído al cada revuelta del camino. Pero era D'Artagnan que volvía al galope al encuentro de sus amigos, que lanzaron una exclamación de alegre sorpresa.
El capitán se apeó con ligereza y uniendo en un abrazo las cabezas de Athos y de Raúl, las mantuvo así largo tiempo ahogando un suspiro que le quebrantaba el pecho. Luego, con la rapidez que llegó, emprendió de nuevo la marcha, clavando sus espuelas en los ijares de su enfurecido caballo.
—¡Ay! —suspiró Athos imperceptiblemente mientras D'Artagnan, recuperando el tiempo perdido decía entre sí:
—¡Mal presagio!
Las órdenes de Beaufort se llevaban a feliz término. Gracias a la diligencia de Raúl, había llevado para Tolón la escuadrilla, a la que formaron convoy innumerables embarcacioncitas tripuladas por las mujeres y los amigos de los pescadores y los contrabandistas reclutados para el servicio de la escuadra.
El poco tiempo que de vivir juntos les quedaba al padre y al hijo, parecía que pasaba con doble rapidez, como aumenta la suya todo cuanto está para caer en el abismo de la eternidad.
Athos y Raúl regresaron a Tolón, donde hacían gran ruido carros y armas, relinchadores caballos, trompetas y tambores, y los soldados, criados y mercaderes que llenaban sus calles.
El duque de Beaufort estaba en todas partes, activando el embarco con el celo y el interés de un buen capitán, mostrándose cariñoso hasta con sus más humildes compañeros, y reprendiendo a sus tenientes por muy encumbrados que fuesen. Todo quiso inspeccionarlo Beaufort: artillería, provisiones, bagajes, equipos y caballos. Frívolo, jactancioso y egoísta en su palacio, el duque, ante la responsabilidad que había contraído, era otra vez soldado, el gran señor capitán.
Estando Beaufort, satisfecho de su inspección, aparentemente a lo menos, felicitó a Raúl, dio las últimas órdenes para darse a la vela al clarear el nuevo día, y convidó a su mesa al conde y a su hijo, que so pretexto de atender a necesidades del servicio, declinaron la honra que les hacía el duque.
Athos y Raúl se fueron a su posada, situada a la sombra de los árboles de la plaza Mayor, y cenaron apresuradamente. Luego el conde condujo a su hijo a los peñones que dominan la ciudad, vastas y plomizas montañas desde las cuales se descubre un horizonte líquido tan lejano, que parece estar al nivel de ellas.
Como suele en aquel templado clima, la noche estaba hermosa, la luna, al levantarse a espaldas de los peñones, cubría con una argentada sábana la azul alfombra de la mar; en la rada maniobraban silenciosamente las naves que venían a ocupar el sitio que les estaba designado para facilitar el embarco. La mar, cargada de fósforo, se abría bajo las quillas de las barcas, que con sus cabeceos parecían querer sondear aquel abismo de blancas llamas, mientras de los remos se desprendían líquidos diamantes. En alas de la brisa, llegaban los cantos sencillos y lentos de los marineros, alegres por la generosidad del almirante, y a sus voces se unía de vez en cuando el rechinar de cadenas y el ruido sordo de las balas al caer en las bodegas. Espectáculo y armonías que, como el temor, oprimían el pecho, pero que también, como la esperanza, lo dilataban. Athos y su hijo se sentaron entre las malezas y sobre una alfombra de musgo del promontorio, y por encima de sus cabezas iban y venían los corpulentos murciélagos, arrebatados por el espantos torbellino de su ciega caza. Raúl sacó los pies fuera del acantilado y los dejó que se bañaran en aquel vacío poblado por el vértigo y que invita a la muerte.
Cuando la luna, ya alta, inundó con su luz los vecinos picachos, cuando el espejo del agua quedó iluminado en toda su extensión, y los fanales de a bordo hubieron formado cada uno de ellos un punto rojo luminoso sobre la negra mole de cada nave, Athos llamó a sí todos sus recuerdos y todo su valor, y dijo a Raúl:
—Dios ha hecho cuanto vemos, Raúl y también a nosotros, átomos de ese gran universo. Brillamos como aquellos faroles, como las estrellas: suspiramos como las olas, sufrimos como aquellas grandes naves que se consumen arando las aguas, obedientes al viento que las lleva hacia su puerto, como a nosotros el soplo de Dios nos empuja a nuestro fin. Todo ama y vive, Raúl, y todo cuanto vive es hermoso.
—Realmente es maravilloso el espectáculo que tenemos ante nuestros ojos, —repuso el vizconde.
—¡Qué bueno es D'Artagnan! —interrumpió inmediatamente Athos—, ¡qué dicha el haberse apoyado toda una vida en un amigo como él! Esto os ha faltado, Raúl. Yo no era un amigo para vos.
—¿Por qué, señor?
—Porque os he dado ocasión de que pudierais creer que la vida no tenía más que una fez, porque ¡ay! triste y severo, sin querer he cortado siempre los alegres capullos que sin cesar brotaban del árbol de la juventud; en una palabra, porque en este instante me arrepiento de no haber hecho de vos un hombre expansivo, disoluto y casquivano.
—Ya sé por qué me decís eso, señor, —dijo el vizconde—. Pero estáis en un error, no sois vos quien me ha hecho lo que soy, sino el amor que me sorprendió en un momento en que los niños sólo tienen inclinaciones; sino la constancia propia de mi carácter, constancia que en los demás es un hábito. Creí que toda mi vida sería como era; que Dios me había puesto en un camino recto, orillado de frutas y de flores. Protegido por vuestra vigilancia y vuestra fuerza, me tuve por vigilante y fuerte, y como estaba preparado, a la primera caída he perdido el valor para siempre. No, sólo para mi ventura figuráis en mi pasado, señor, en mi porvenir sois mi esperanza. Nada tengo que decir de la vida tal cual vos me la habéis dispuesto, y por es os bendigo y os amo de todo corazón.
—Vuestras palabras me hacen bien, mi querido Raúl, y me prueban que en los días que vendrán haréis algo por mí.
—Todo lo haré por vos, señor.
—Raúl, lo que hasta ahora no he hecho por vos, lo haré en adelante. Seré vuestro amigo, no vuestro padre. A vuestra vuelta, que será pronto, ¿no es verdad? frecuentaremos el trato de las gentes en vez de vivir, como hasta ahora, aislados.
—Sí, señor, pues una expedición como esa no puede ser larga. Así pues, dentro de poco tiempo, en vez de vivir módicamente de mi renta, os daré el capital de mis tierras; eso os bastará para lanzaros al mundo hasta mi muerte, y antes de que éstas llegue, espero que me daréis el consuelo de no dejar que se extinga mi estirpe.
—Haré cuanto me ordenéis —repuso Raúl profundamente conmovido.
—Raúl, haced que vuestro empleo de ayudante de campo no os conduzca a tentativas demasiado arriesgadas, tanto más cuanto está acreditado vuestro valor. Acordaos de que la guerra de los árabes es de emboscadas y asesinatos.
—Así dicen.
—Dejar la vida en una emboscada es poco glorioso, Raúl, pues acusa temeridad o imprevisión. ¿Me habéis comprendido bien, Raúl? No permita Dios que os exhorte a rehuir el combate.
—De lo mío soy prudente, señor, y la suerte me es muy propicia, —dijo Raúl dejando vagar por sus labios una sonrisa que heló el corazón del desventurado padre. Y al ver el efecto de su sonrisa, se apresuró a añadir—: Tan es así, que en veinte combates a que he asistido no he sacado más que un rasguño.
—Además, —prosiguió Athos—, es menester que os guardéis del clima, porque es un fin muy vulgar morir de una fiebre. El rey san Luis suplicaba a Dios que antes que la calentura, le enviase una flecha o la peste.
—Con la sobriedad y un ejercicio moderado…
—Ya he obtenido del señor de Beaufort, —atajó Athos—, que cada quince días expida a Francia un correo, lo cual correrá a vuestro cargo como edecán suyo. Supongo que no me olvidaréis.
—No, señor, —respondió Raúl con voz entrecortada.
—En definitiva, Raúl, como sois buen cristiano, y yo también lo soy, debemos contar con una protección más especial de Dios o de nuestros ángeles custodios. Raúl, prometedme que si os sobreviene un mal, seré yo el primero en quien penséis.
—¡Oh! señor, os lo prometo.
—Y que me llamaréis inmediatamente.
—Sin perder momento, señor.
—¿Soñáis conmigo alguna vez, Raúl?
—Todas las noches, señor. Durante mi primera juventud, os veía en sueños, sosegado y cariñoso con la mano tendida encima de mi cabeza. Por eso dormía siempre tan bien… “antes”.
—Nos amamos demasiado, —dijo el conde—, para que desde el momento de nuestra separación, parte de nuestro ser no viaje con uno de nosotros dos y no habite donde habitemos. Mi corazón sentirá la tristeza cuando vos estéis triste, y cuando os sonriáis pensando en mí, me enviaréis desde aquella lejana tierra un rayo de vuestra alegría.
—No os prometo estar alegre, —repuso Bragelonne—; pero sí os juro que, como no se oponga la muerte, no pasaré una hora sin que yo piense en vos.
El conde, no pudiendo contenerse por más tiempo, echó los brazos al cuello de su hijo, y lo retuvo abrazado con todas sus fuerzas.
A la luna había reemplazado el crepúsculo matutino, una dorada faja subía sobre el horizonte, anunciando la llegada del nuevo día.
Athos echó su capa sobre los hombros de Raúl y le condujo a la ciudad, convertida en inmenso hormiguero.
Al extremo de la meseta que acababan de abandonar, Athos y Raúl vieron un bulto negro que se movía con indecisión y como avergonzado de que le vieran. Era Grimaud que, inquieto había seguido a sus amos, y les aguardaba.
—¡Ah! ¡mi buen Grimaud! —exclamó Raúl—, ¿qué quieres? ¿Vienes a decirnos que es la hora de la partida?
—¿Solo? —profirió Grimaud mostrando Raúl a Athos y en son de reproche que demostraba claramente cuán trastornado estaba el anciano.
—Es verdad, es verdad, —repuso el conde—. No, Raúl no partirá solo; no permanecerá en extraña tierra sin un amigo que le recuerde los seres de él amados.
—¿Yo? —preguntó Grimaud.
—¿Tú? ¡Ah! sí, sí, —exclamó Raúl conmovido hasta lo más íntimo de su corazón.
—¡Ay! —objetó el conde—, ¡estás muy viejo, mi buen Grimaud!
—Mejor, —replicó el anciano con inefable profundidad de sentimiento y de inteligencias.
—Pero ved que ya se está efectuando el embarco y tú no estás preparado —dijo Bragelonne.
—Sí —contestó Grimaud mostrando las llaves de sus maletas ligadas con las de su joven señor.
—Pero tú no puedes dejar de esta suerte solo al señor conde —objetó Raúl—. Tú no has dejado nunca al señor conde. Grimaud volvió su oscurecida mirada hacia Athos como para conocer el parecer de uno y de otro, y al ver que aquél nada respondía, repuso:
—El señor conde prefriere que os acompañe.
Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza.
En aquel momento llenó los aires el redoble de los tambores: de la ciudad salieron los regimientos que debían formar parte de la expedición, cinco en todo, compuestos cada uno de cuarenta compañías. El regimiento Real, que abría la marcha y que se distinguía por el uniforme blanco con vivos azules de sus soldados, llevaba desplegadas sus banderas de ordenanza, color de violeta y de hoja seca, sembradas de flores de lis de oro y acuarteladas en cruz, y su bandera coronela, blanca con la cruz flordelisada, que sobresalí de las demás. Formaban las alas del mencionado regimiento las compañías de mosqueteros, y el centro de los piqueros, horquilla en mano y mosquete en el hombro aquéllos, y los últimos con sus lanzas de catorce pies, y unos y otros avanzaban alegremente hacia las barcas de transporte que debían conducirlos por secciones a las naves. Al regimiento Real seguían los de Picardía, Navarra, Normandía y el de la capitana, y cerraba la marcha, seguido de su estado mayor, el señor de Beaufort, que en la elección de las tropas había demostrado ser capitán peritísimo.
Faltando todavía más de una hora para embarcarse, Raúl y Athos se encaminaron pausadamente a la orilla para ocupar su sitio en el instante en que pasaba el príncipe.