—¡Monseñor! ¡Monseñor! —gritó Gourville subiendo de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.
—¿Qué hay?
—Como sabéis, he salido acompañando al correo de su Majestad con el dinero. Pues bien, al llegar a palacio he visto…
—Toma un poco de aliento, amigo mío, estás sofocado.
—¿Qué habéis visto? —preguntaron con impaciencia los amigos.
—He visto a los mosqueteros montar a caballo.
—Veis, veis —exclamaron todos.
—No hay que perder minuto.
La señora de Fouquet se salió precipitadamente a la escalera y ordenó que engancharan.
—Señora —dijo la Belliere echándose en pos de aquélla y deteniéndola—, por su salvación os lo ruego, no demostréis nada ni manifestéis la menor alarma.
Pelissón salió para disponer que prepararan las carrozas.
Mientras, Gourville recogió en un sombrero lo que los desconsolados y despavoridos amigos de Fouquet pudieron depositar en él, última ofrenta, piadosa limosna hecha por la pobreza al infortunio.
Llevados por los unos y sostenido por los otros, el superintendente fue encerrado en su carroza.
Gourville se subió al pescante y empuñó las riendas, y Pelissón sostuvo en sus brazos a la desmayada esposa de Fouquet. En cuando a la Belliere, fue más enérgica, y recibió el pago, recogiendo el último beso del ministro.
D'Artagnan y Fouquet partieron y éste con tal rapidez que aumentaba el tierno interés de sus amigos. Los primeros momentos del viaje, o mejor, de esta fuga, fueron turbados por el continuo temor que inspiraban al fugitivo los caballos y coches que tras sí veía. No era natural, en efecto, que Luis XIV dejase escapar su presa. El joven león había husmeado la caza y tenía muy buenos perros para estar descuidado. Mas, insensiblemente, todos los temores fueron desapareciendo: el superintendente, a fuerza de correr tomó tal delantera a los perseguidores que, razonablemente, no podían alcanzarle. En cuanto al hecho, sus amigos encontraron una excelente disculpa. ¿No debía ir a Nantes a reunirse con el rey? Pues su precipitación era prueba de su celo.
Llegó cansado pero tranquilo a Orleans, en donde, gracias a los cuidados de su correo que le había precedido, encontró una hermosa embarcación en forma de góndola, pero más larga y pesada, de las que entonces hacían el servicio entre Nantes y Orleans por el Loira, travesía larga, aún hoy, que entonces parecía más agradable y cómoda que no el camino real con sus caballos de posta y sus malas y mal suspendidas carrozas.
Fouquet partió en seguida. Los remeros, sabiendo que tenían el honor de conducir al superintendente de “hacienda”, se prometían una buena gratificación si la merecían. La lancha voló sobre las aguas del Loira, serenas y tranquilas, sobre las que se reflejaban los purpúreos rayos de un sol espléndido. Los ocho remeros que llevaron a Fouquet como las alas llevan a los pájaros, eran tantos cuantos nunca se usaban en aquellas embarcaciones, como no fuese para servir al mismo rey.
Fouquet dijo a su amigo Gourville, estrechándole la mano:
—Amigo mío, todo está jugado: recuerda tú el proverbio «Los primeros van delante», y Colbert no trata de adelantarme, Colbert es un hombre prudente.
Cuando llegó a Nantes, Fouquet subió a una carroza, que la ciudad le envió, no se sabe por qué, y se encaminó a la casa de Ayuntamiento, escoltado por una gran muchedumbre que desde hacía algunos días llenaba la ciudad en la expectativa de una convocatoria de estados. Apenas instalado el superintendente, Gourville salió para hacer preparar los caballos en un camino de Poitiers y de Vannes y una barca en Paimboeuf; y tal fue el misterio, la actividad y la generosidad que aquél desplegó, que nunca Fouquet, atacado entonces por la calentura, estuvo más cerca de su salvación, salvo la cooperación del azar.
Circuló aquella noche por la ciudad el rumor de que el rey venía apresuradamente en caballos de posta, y que se le esperaba entre diez y once.
El pueblo, esperando al rey, se regocijaba viendo a los mosqueteros, recién llegados con su capitán D'Artagnan, y alojados en el palacio, en el que daban guardias de honor en todas las puertas.
D'Artagnan, que era muy cortés, como a las diez de la mañana se presentó en la habitación del superintendente para ofrecerle sus respetos, y aunque éste sufría de calentura, y estaba hecho un mar de sudor, se empeñó en recibir a D'Artagnan, que quedó contento de tal distinción, como se verá por la conversación que ambos tuvieron.
Fouquet se acostó como quien ama la vida y economiza todo lo posible el delgadísimo hilo de la existencia.
D'Artagnan apareció en el umbral del dormitorio y fue saludado con afabilidad por el superintendente.
—Buenos días, monseñor —respondió el mosquetero—. ¿Qué tal os encontráis del viaje?
—Bastante bien, gracias.
—¿Y la calentura?
—Bastante mal. Como veis, estoy bebiendo. Apenas he sentado la planta en Nantes, le he impuesto una contribución de tisana.
—Lo que primero debéis procurar es dormir, monseñor.
—De muy buena gana lo haría, señor de D'Artagnan.
—¿Qué os lo impide, monseñor?
—En primer lugar, vos.
—¿Yo? ¡Ah! monseñor…
—Sin duda. ¿Por ventura aquí, como en París, no venís en nombre del rey?
—¡Por Dios! monseñor —replicó el capitán—, dejad en reposo a Su Majestad. El día que venga de parte del rey para lo que vos queréis decir, os doy palabra de no haceros languidecer. Me veréis empuñar la espada, según la ordenanza, y me oiréis decir de golpe y con ceremonia: Monseñor, os arresto en nombre del rey. Fouquet se estremeció, tan natural y robusto había sido el acento del agudo gascón, tan parecida había sido la ficción a la realidad.
—¿Me prometéis tal franqueza? —dijo Fouquet.
—Palabra. Pero no hemos llegado a tal extremo.
—¿Qué os lo hace creer, señor de D'Artagnan? Yo creo lo contrario.
—El que no he oído hablar de nada.
—¡Je! je!
—¡Diantre! veo que a pesar de la fiebre estáis de buen humor —replicó el mosquetero—. El rey no puede ni debe impedir que uno os quiera de todo corazón.
—¿Y creéis que Colbert me quiere también tanto como decís? —repuso el ministro haciendo una mueca.
—¿Quién os habla de Colbert? —dijo D'Artagnan—. Colbert es un hombre excepcional. Quizá no os quiera; pero la ardilla puede preservarse de la culebra por poco que se empeñe en ello.
—Veo que me estáis hablando como amigo, señor de D'Artagnan, en mi vida he encontrado hombre de más ingenio y de más corazón que vos.
—Es favor que me hacéis; pero os ponéis ronco, monseñor. Bebed.
D'Artagnan tomó una taza de tisana y se la ofreció con la más cordial amistad a Fouquet, que la tomó y dio las gracias con una sonrisa.
—Esas cosas no le suceden a nadie más que a mí —exclamó D'Artagnan—. He pasado diez años ante vuestras barbas, cuando apaleabais el dinero, distribuíais en pensiones cuatro millones anuales, sin que repararais en mí, y advertís que estoy en el mundo, precisamente en el momento…
—En que voy a derrumbarme. Es verdad, mi querido señor de D'Artagnan. Pues bien, si caigo, tened por verdad lo que voy a deciros, no pasará día sin que me diga a mí mismo y golpeándome la frente: ¡Oh mortal insensato! ¡teníais a la mano al señor de D'Artagnan y no te serviste de él, y no le enriqueciste!
—Me enorgullecéis, monseñor —repuso el capitán—, y estoy encantado de vos.
—¿No es verdad que estoy bien señalado, capitán? ¿No es verdad que el rey me ha traído aquí para aislarme de París, donde tengo tantos amigos, y para apoderarse de Belle-Isle?
—Donde está Herblay —repuso D'Artagnan.
Fouquet levantó la cabeza.
—En cuanto a mí, monseñor —prosiguió D'Artagnan—, puedo afirmaros que el rey nada me ha dicho contra vos.
—¿De veras?
—Me ordenó que viniera, es cierto, y que nada dijese al señor de Gesvres.
—Amigo mío.
—Al señor de Gesvres —continuó el mosquetero—. El rey me ordenó también que me trajese una brigada de mosqueteros, lo cual es superfluo en la apariencia, ya que aquí está todo tranquilo.
—¿Una brigada? —dijo Fouquet incorporándose.
—Noventa y seis jinetes, monseñor, igual número que tomaron para arrestar a los señores de Chalais, de Cinc-Mars y Montmorency.
—¿Qué más? —preguntó el superintendente aguzando los oídos al escuchar aquellas palabras vertidas sin intención aparente.
—Otras órdenes insignificantes, tales como guardar el palacio, vigilar todas las habitaciones y no dejar que esté de centinela ningún soldado del señor Gesvres, vuestro amigo.
—Y respecto de mí, ¿qué órdenes os dio Su Majestad?
—Nada me dijo.
—Señor de D'Artagnan, va en ello mi honra, y quizá mi vida. ¿No me engañáis?
—¿Yo engañaros? ¿con qué objeto? ¿Acaso estáis amenazado? Ahora, tocante a las carrozas y a las barcas, sí, hay una orden…
—¿Una orden?
—Sí, monseñor, pero no os concierne. Es una simple disposición de policía.
—¿Cuál, capitán? ¿cuál?
—Que no puede salir caballo ni barca de Nantes sin salvoconducto firmado del rey.
—¡Dios me valga! pero…
—Bien —repuso D'Artagnan riéndose—, pero esa orden no estará vigente hasta que haya llegado Su Majestad a Nantes. Ya veis pues, que la orden nada tiene que ver con vos.
Fouquet se quedó pensativo; pero el mosquetero hizo como que no advertía su preocupación.
—Para que yo os confíe el tenor de las órdenes que me han dado —prosiguió D'Artagnan—, es menester que os profese hondo afecto y que tenga empeño en que ninguna vaya dirigida contra vos.
—Sin duda —repuso con distracción el ministro.
—¿Sabéis, señor Fouquet, que si en lugar de habérmelas con un hombre como vos, que sois uno de los primeros del reino, me las hubiera con una conciencia turbada e inquieta, me comprometía para siempre? ¡Qué buena ocasión la presente para quien quisiere poner tierra por medio! Ni policía, ni guardias, ni órdenes; libre el agua, expedito el camino, el señor de D'Artagnan obligado a prestar sus caballos si se los pidieran… Eso debe tranquilizaros, monseñor; porque es obvio que, de sustentar malos designios, el rey no me habría dejado tan independiente. En verdad, señor Fouquet, pedidme cuanto os agrade; estoy a vuestra disposición. Lo único que reclamo de vos, si consentís, es que de mi parte saludéis a Aramis y a Porthos, digo si os embarcáis para Belle-Isle, como tenéis derecho a hacerlo, en el acto, de bata, como estáis.
Con esto y una profunda reverencia, el mosquetero, cuyas miradas no habían perdido nada de su inteligente benevolencia, salió del dormitorio y desapareció; pero aun no había legado a las gradas del vestíbulo, cuando Fouquet, fuera de sí, tiró del cordón de la campanilla y gritó:
—¡Mis caballos! ¡mi esquife!
El superintendente, al ver que nadie le respondía, se vistió con lo que encontró a mano.
—¡Gourville!… ¡Gourville!… —gritó el ministro.
Gourville entró pálido y jadeante.
—¡Partamos! ¡partamos! —exclamó el superintendente al ver a su amigo.
—Es demasiado tarde —contestó Gourville.
—¡Demasiado tarde! ¿por qué?
—¡Escuchad!
Ante el palacio se oía el rumor de trompetas y tambores.
—¿Qué es eso, Gourville?
—Llega el rey, monseñor.
—¡El rey!
—El rey, que ha venido a marchas forzadas y reventando caballos y se ha anticipado ocho horas a todos los cálculos.
—¡Estamos perdidos! —murmuró Fouquet—. ¡Ah! buen D'Artagnan, has hablado demasiado tarde.
En efecto, en aquel instante el rey llegaba a Nantes, y a poco tronaron los cañones de las murallas y los de un buque de guerra anclado en el río.
Fouquet frunció el ceño, llamó a sus ayudas de cámara e hizo que le pusieran el traje de ceremonia.
Desde su ventana y al través de las cortinas, el ministro vio la impaciencia del pueblo y gran número de soldados que habían seguido al príncipe sin que pudiese adivinarse cómo.
El rey fue conducido a palacio con gran pompa, y Fouquet le vio apearse al pie del rastrillo y hablar al oído de D'Artagnan que le tenía el estribo.
Apenas el rey hubo pasado la bóveda de entrada, el capitán se encaminó a casa de Fouquet, pero con lentitud y parándose tantas veces para hablar a sus mosqueteros, formados en línea, que no parecía sino que contaba los segundos a los pasos antes de cumplir la comisión que le dio el rey.
Al verle en el patio, el superintendente abrió la ventana para hablar con él.
—¡Cómo! ¿“aún” estabais aquí, monseñor? —preguntó D'Artagnan.
—Sí, señor —respondió Fouquet exhalando un suspiro—; la llegada del rey me ha sorprendido en lo mejor de mis proyectos.
—¡Ah! ¿sabéis que el rey acaba de llegar?
—Le he visto. ¿Y ahora venís de su parte?
—A informarme de vuestra salud, monseñor, y si no es demasiado delicada, rogaros que os presentéis en palacio.
—Sin perder minuto, señor de D'Artagnan.
—¡Malhaya! —repuso el capitán—; desde que el rey está aquí, ya nadie es dueño de pasearse a su albedrío; ahora estamos bajo el imperio de la consigna, tanto vos como yo.
Fouquet exhaló otro suspiro, subió a una carroza, tanta era su debilidad, y se encaminó a palacio, escoltado por D'Artagnan, cuya cortesía era ahora tan espantosa como consoladora y alegre había sido poco antes.
Al apearse Fouquet para entrar en el palacio de Nantes, un hombre del pueblo se le acercó con el mayor respeto y le entregó una carta.
D'Artagnan impidió que aquel hombre hablase con el ministro, y le alejó, pero la carta estaba ya en manos del superintendente, que la abrió y la leyó, dando muestras de un vago terror que no pasó inadvertido al mosquetero. Fouquet metió la carta en la cartera y siguió hacia las habitaciones de Luis XIV.
Al través de las ventanillas abiertas en cada piso del torreón, y subiendo tras Fouquet, D'Artagnan vio en la plaza cómo el hombre de la carta miraba en torno de sí y hacía señales a otros que desaparecían por las calles inmediatas después de haber repetido las señales hechas por el personaje que hemos indicado.
A Fouquet le hicieron esperar un rato en la azotea que hemos citado, que daba a un pasillo junto al cual habían dispuesto el despacho del rey.
D'Artagnan se adelantó entonces al superintendente, a quien había acompañado respetuosamente, y entró en el gabinete de su Majestad.