—En que yo servía al usurpador, contra quien Luis XIV dirige en este momento todos sus esfuerzos.
—Y el usurpador —repuso Porthos rascándose la frente— es… No comprendo bastante bien.
—Uno de los dos reyes que se disputan la corona de Francia.
—Ya. Eso quiere decir que servíais al que no es Luis XIV.
—Esto es.
—De lo cual se sigue…
—Que somos rebeldes, mi buen amigo.
—¡Diantre! ¡diantre!… —exclamó Porthos contrariado en sus esperanzas.
—Calmaos —repuso Herblay—, hallaremos manera de ponernos en salvo.
—No es eso lo que me inquieta —replicó Porthos—; lo que se me atraganta es el maldito calificativo de rebelde, y así el ducado que me prometieron…
—Tenía que dároslo el usurpador.
—No es lo mismo, Aramis —repuso majestuosamente el gigante.
—Como solamente habría dependido de mí, habríais sido príncipe.
—He ahí en lo que habéis hecho mal en engañarme —replicó el señor de Bracieux royéndose las uñas con melancolía—; porque yo contaba con el ducado que se me ofreció, y en serio, pues sabía que erais hombre de palabra.
—¡Pobre Porthos! Perdonadme por caridad.
—¿Así, pues, estoy del todo enemistado con Luis XIV? —insinuó Porthos sin responder al ruego del obispo de Vannes.
—Dejad en mis manos este asunto; os prometo arreglarlo. Yo cargaré con todo.
—¡Aramis!…
—Dejadme hacer, repito, Porthos. Nada de falsa generosidad ni de abnegación importuna. Vos ignorabais en todo mis proyectos, y si algo habéis hecho, no ha sido por vos mismo. En cuanto a mí, es muy distinto: soy el único autor de la conjuración; y como tenía necesidad de mi compañero inseparable, os envié a buscar y vinisteis, fiel a vuestra antigua divisa: «Todos para uno, cada uno para todos». Mi crimen está en haber sido egoísta.
—Aprueba lo que acabáis de decirme —repuso Porthos—. Puesto que habéis obrado únicamente por vos, nada puedo echaros en cara. ¡Es tan natural el egoísmo!
Dicha esta frase sublime, Porthos estrechó cordialmente la mano a Aramis, que en presencia de aquella candorosa grandeza de alma se sintió pequeño. Era la segunda vez que se veía forzado a doblegarse ante la superioridad real del corazón, mucho más poderosa que el esplendor de la inteligencia, y respondió a la generosa caricia de su amigo con una muda y enérgica presión.
—Ahora que nos hemos explicado claramente —repuso Porthos—, y sé cuál es mi situación ante Luis XIV, creo que ha llegado el momento de que me hagáis comprender la intriga política de que somos víctimas, porque yo veo que bajo todo eso existe una intriga política.
—Como va a venir D'Artagnan —contestó Aramis—, él os la contará en detalle, mi buen Porthos. Yo estoy transido de dolor, muerto de pesadumbre y necesito de toda mi presencia de ánimo y de toda mi reflexión para salvaros del mal paso en que con tanta imprudencia os he metido; pero ya conocemos nuestra situación; ahora al rey Luis XIV no le queda más que un enemigo, y ese enemigo soy yo, sólo yo. Os traje a mí, me seguisteis, y hoy os devuelvo la libertad para que volváis a vuestro príncipe. Ya veis que el camino es fácil.
—Entonces —replicó Porthos con admirable buen sentido—, ¿por qué si nuestra situación es tan buena, preparamos cañones, mosquetes y toda clase de aparatos de guerra? más sencillo sería decir al capitán D'Artagnan: «Amigo mío, nos hemos equivocado, y hay que dejar las cosas como estaban; abridnos la puerta, dejadnos pasar, y buenos días».
—Veo una dificultad.
—¿Cuál?
—Dudo que D'Artagnan venga con tales órdenes, y nos veremos obligados a defendernos.
—¡Bah! ¿Defendernos contra D'Artagnan? ¡Qué locura! ¿Contra el buen D'Artagnan?…
—No raciocinemos como niños —dijo Herblay sonriéndose con cierta tristeza—; en el consejo y en la ejecución, seamos hombres. ¡Hola! desde el puerto llaman con la bocina a una embarcación. Atención, Porthos, mucha atención.
—Será D'Artagnan —dijo Porthos con voz atronadora y acercándose al parapeto.
—Yo soy —respondió el capitán de mosqueteros saltando con ligereza a los escalones del muelle y subiendo con presteza hasta la pequeña explanada donde le aguardaban sus dos amigos.
Al saltar en tierra D'Artagnan, Porthos y Aramis vieron a un oficial que seguía al gascón como la sombra sigue al cuerpo.
El capitán se detuvo en las gradas del muelle, en medio de su camino, y el compañero le imitó:
—Haced retirar la gente —dijo D'Artagnan a Porthos y a Aramis—; fuera del alcance de la voz.
Porthos dio la orden, que fue ejecutada inmediatamente.
Entonces el gascón se volvió hacia su seguidor y le dijo:
—Caballero, ya no estamos en la flota del rey, donde y en virtud de ciertas órdenes, me habéis hablado con tal arrogancia hace poco.
—Señor de D'Artagnan —replicó el oficial—, no he hecho más que obedecer sencilla, aunque rigurosamente, lo que me han mandado. Me han dicho que os siguiera, y os sigo; que no os dejara comunicar con persona alguna sin que yo me entere de lo que hacéis, y me entero.
D'Artagnan se estremeció de cólera, y Porthos y Aramis, que oían aquel diálogo, se estremecieron también, pero de inquietud y de temor.
El mosquetero se mordió el bigote con la rapidez que en él era significativa de una exasperación terrible, y en voz más baja y tanto más acentuada, cuanto simulaba una calma profunda y se henchía de rayos, dijo:
—Caballero, al enviar yo un bote aquí, os habéis empeñado en saber lo que escribía yo a los defensores de Belle-Isle, y en cuanto me habéis exhibido una orden, os he mostrado el billete; luego, al regresar a bordo el patrón portador de la respuesta de estos caballeros —añadió D'Artagnan designando con la mano a Herblay y a Porthos—, habéis oído todo cuanto ha dicho el mensajero. Esto entra en las órdenes que habéis recibido y seguido puntualmente, ¿no es verdad?
—Sí, señor —respondió el oficial—, pero…
—Cuando he manifestado la intención de venir a Belle-Isle —prosiguió D'Artagnan amostazándose cada vez más—, habéis exigido acompañarme y he accedido sin oposición. Ya estáis en Belle-Isle, ¿no es así?
—Sí, señor, pero…
—Pero… no se trata ya del señor Colbert o de quien os haya dado la orden de la que seguís las instrucciones, sino de un hombre que estorba al señor de D'Artagnan, y con él se encuentra solo en las gradas de una escalera bañada por treinta pies de agua salada; lo cual es una mala posición para el hombre ese, os lo advierto.
—Si os estorbo, señor de D'Artagnan —dijo con timidez el oficial—, mi servicio es el que…
—Vos o quienes os envían habéis tenido la desgracia de hacerme un insulto; y como no puedo volverme contra los que os apoyan, porque no los conozco o están demasiado lejos, os juro que si dais un paso más tras mí al levantar yo el pie para subir al encuentro de aquellos señores… os juro, repito, que de un tajo os parto el cráneo y os arrojo al agua, y sea lo que sea. Sólo he montado en cólera seis veces en mi vida, y cada una ha costado la vida a un hombre.
—Vuestra merced hace mal en obrar contra mi consigna —repuso con sencillez el oficial, inmóvil y palideciendo ante la que se persignó y echó tras el mosquetero.
—¡Cuidado, D'Artagnan, cuidado! —dijeron desde lo alto del parapeto Porthos y Aramis, hasta entonces mudos y conmovidos. D'Artagnan les hizo callar con un ademán, levantó un pie con espantosa calma para subir un escalón, y, con la espada en la mano, se volvió para ver si le seguía el oficial, que se signó y echó tras el mosquetero.
Porthos y Aramis, que conocían a D'Artagnan, dieron un grito y se lanzaron para detener el golpe que ya creían seguro; pero el gascón pasó su espada a la mano izquierda, y con voz conmovida dijo al oficial:
—Sois un valiente, y como tal vais a comprender mejor lo que ahora os diré, que lo que os dije antes.
—Os escucho, señor de D'Artagnan —dijo el bravo oficial.
—Esos caballeros, a quienes venimos a ver, y contra los cuales habéis recibido órdenes, son amigos míos.
—Lo sé, señor de D'Artagnan.
—Ya comprenderéis, pues, que no puedo tratarles como os lo prescriben vuestras instrucciones.
—Comprendo vuestra reserva.
—Pues bien, dejadme que hable con ellos sin testigos.
—Si accedo a vuestra petición, señor de D'Artagnan, falto a mi palabra, y si no accedo os disgusto; pero como prefiero lo primero a lo segundo, hablad con vuestros amigos y no me tengáis en menos por haber hecho, por amor a vos, a quien honro y estimo, por vos sólo, una acción villana.
D'Artagnan, conmovido, abrazó al joven y subió al encuentro de sus amigos; el oficial se embozó en su capa y se sentó en los escalones, cubiertos de húmedas algas.
Los tres amigos se abrazaron como en los buenos años de su juventud; luego dijo D'Artagnan:
—Esta es la situación; juzgad.
—¿Qué significan tantos rigores? —preguntó Porthos.
—Ya debéis sospechar algo —replicó D'Artagnan.
—¿Yo? no, mi querido capitán: porque al fin nada he hecho, ni Aramis tampoco.
D'Artagnan lanzó una mirada de reproche al obispo, que la sintió penetras en su encallecido corazón.
—¡Ah! ¡querido Porthos! —exclamó Aramis.
—Ya veis las disposiciones que he tomado —repuso el mosquetero—. Belle-Isle tiene interceptada toda comunicación: todas vuestras barcas han sido apresadas, y si hubierais huido, caíais en poder de los cruceros que surcan el mar y os acechan. El rey quiere tomaros y os tomará.
Y D'Artagnan se arrancó algunos pelos de su entrecano bigote.
Aramis se puso sombrío, y Porthos colérico.
—Mi idea era llevaros a bordo, teneros junto a mí, y luego daros la libertad —continuó D'Artagnan—. Pero ahora, ¿quién me dice a mí que al volver a mi buque no voy a hallar un superior, órdenes secretas que me quiten el mando para darlo a otro que disponga de mí y de vosotros sin esperanza de socorro?
—Nosotros nos quedamos en Belle-Isle —dijo resueltamente Aramis—, y yo os respondo de que no me rindo sino en buenas condiciones.
Porthos nada dijo.
—Dejad que tantee al bravo oficial que me acompaña —repuso D'Artagnan, que había notado el silencio de Porthos—. Su valerosa resistencia me place, pues acusa a un hombre digno, que, aunque nuestro enemigo, vale mil veces más que no un cobarde complaciente. Probemos, y sepamos por su boca lo que tiene derecho a hacer, lo que le permite o le veda su consigna.
D'Artagnan fue al parapeto, se inclinó hacia los escalones del muelle, y llamó al oficial que subió inmediatamente.
—Caballero —le dijo D'Artagnan, después de haber cruzado con él las más cordiales cortesías—, ¿qué haríais si quisiere llevarme conmigo a estos señores?
—No me opondría a ello; pero como he recibido orden directa y formal de custodiarles personalmente, les custodiaría.
—¡Ah! —exclamó D'Artagnan.
—Basta, esto se ha acabado —repuso con voz sorda Herblay.
Porthos continuó callado.
—De todos modos —dijo el prelado—, llevaos a Porthos, que con mi ayuda y la vuestra probará al rey que en este asunto nada tiene que ver.
—¡Hum! —repuso el gascón—. ¿Queréis veniros conmigo, Porthos? El rey es clemente.
—Déjenme que lo medite —respondió con nobleza Porthos.
—¿Luego os quedáis?
—Hasta nueva orden —exclamó Herblay con viveza.
—Hasta que se nos haya ocurrido una idea —replicó el mosquetero—, y creo que no hay para mucho tiempo, pues se me ha ocurrido una.
—Creo haberla adivinado —dijo Aramis.
—Vamos a ver —dijo el mosquetero acercando el oído a la boca de Aramis.
Este dijo apresuradamente algunas palabras al capitán, que respondió:
—Eso es.
—Entonces es infalible —exclamó con satisfacción el prelado.
—Pues preparaos mientras dura la primera emoción que causará ese proyecto.
—¡Oh! no temáis.
—Caballero —dijo D'Artagnan al oficial—, os doy las gracias. Acabáis de ganaros tres amigos verdaderos.
—Es verdad —repuso Aramis.
Porthos sólo hizo una señal de aquiescencia con la cabeza.
Después de abrazar con ternura a sus dos antiguos amigos, D'Artagnan dejó a Belle-Isle con el inseparable compañero que le diera Colbert, sin haber modificado la suerte de unos y otros, aparte de la especie de explicación con que se contentó el buen Porthos.
El oficial dejó respetuosamente reflexionar a sus anchas al capitán, que al llegar a su buque, acoderado a tiro de cañón de Belle-Isle, había elegido ya todos sus recursos ofensivos y defensivos.
D'Artagnan reunió inmediatamente su consejo de guerra, compuesto de ocho oficiales que servían a sus órdenes, esto es, un jefe de las fuerzas marítimas, un mayor jefe de la artillería, un ingeniero, el oficial a quien ya conocemos, y cuatro jinetes.
Reunidos todos en la cámara de popa, D'Artagnan se levantó, descubriéndose y les habló en los siguientes términos:
—Señores, he ido a reconocer a Belle-Isle, y sé deciros que está bien guarnecida y preparada para una defensa que puede ponernos en grave apuro. He resuelto, pues, mandar llamar a dos de los principales jefes de la plaza para hablar con ellos, que lejos de sus tropas y de sus cañones y, sobre todo, movidos por nuestras razones, cederán. ¿Sois de mi parecer, señores?
—Señor de D'Artagnan —replicó el mayor de artillería levantándose, y con voz respetuosa pero firme—, habéis dicho que la plaza está preparada para una defensa que puede poneros en grave apuro. ¿Luego que vos sepáis, la plaza está resuelta a la rebelión?
La réplica del mayor irritó visiblemente al mosquetero; y como no era hombre que se abatiera por tan poco, tomó nuevamente la palabra y dijo:
—Justa es vuestra observación, caballero; pero no ignoráis que Belle-Isle es un feudo del señor Fouquet y que los antiguos reyes dieron a los señores de Belle-Isle el derecho de armarse en su casa.
Y al ver que el mayor hacía un ademán, prosiguió:
—No me interrumpáis. Ya sé que vais a decirme que tal derecho se les dio contra los ingleses, no para pelear contra su rey. Pero no es el señor Fouquet quien defiende a Belle-Isle, pues lo arresté anteayer; arresto del cual ni saben nada los habitantes y defensores de la isla, y al cual éstos no darían crédito por más que se lo anunciarais, por lo inaudito, por lo extraordinario, por lo inesperado. Un bretón sirve a su señor, no a sus señores, y le sirve hasta que lo ve muerto. Ahora bien, nada tiene de sorprendente que se resistan contra quien no sea el señor Fouquet o no se presente con una orden firmada por éste. Por esto me propongo mandar llamar a dos de los principales jefes de la guarnición; los cuales, al ver las fuerzas de que disponemos, comprenderán la suerte que les espera en caso de rebelión. Les haremos saber bajo la fe de nuestra palabra, que el señor Fouquet está preso, que toda resistencia no puede menos de perjudicarle, y que una vez disparado el primer cañonazo no pueden esperar misericordia alguna del rey. Entonces, yo creo que no resistirán más, que se rendirán sin luchar, y que amigablemente nos apoderaremos de una plaza que pudiera costarnos mucho el conquistarla… Supongo lo que vais a decirme —continuó D'Artagnan, dirigiéndose al oficial que le acompañó a Belle-Isle y se disponía a hablar—; sé que Su Majestad ha prohibido toda comunicación secreta con los defensores de Belle-Isle, por eso precisamente ofrezco comunicar con ellos únicamente en presencia de todo mi estado mayor.