—Ya os he dicho —continuó Luis XIV— que con el tiempo seré para vos un amo afectuoso, magnánimo y constante. Sois el único hombre del pasado, digno de mi cólera o de mi amistad; según sea vuestra conducta, no os escatimaré ni la una ni la otra. ¿Serviréis vos a un rey que tuviese que competir con otros cien reyes sus iguales en el reino? ¿con tal debilidad, haría las grandes cosas que medito? ¡Lejos de nosotros la levadura de los abusos feudales! La Fronda, que debía perder la monarquía, la ha emancipado. Soy señor en mi Estado, y tendré servidores que tal vez no os iguales en ingenio, pero que llevarán su devoción y su obediencia hasta el heroísmo. ¿Qué importa que Dios no haya dado inteligencia a los brazos y a las piernas, cuando se la da a la cabeza que hace obedecer al cuerpo? La cabeza soy yo.
El mosquetero se estremeció, pero el rey, aunque advirtiendo aquel estremecimiento, continuó como si tal cosa.
—Bueno, ahora hagamos los dos el pacto que os prometí un día que, en Blois, os parecí muy pequeño, y agradecedme que no haga pagar a nadie las lágrimas que entonces derramé. Mirad a vuestro derredor: las cabezas más altas están encorvadas. Encorvaos vos como ellas, o elegid el destierro que más os convenga. Puede que reflexionándolo halléis que soy generoso al contar lo bastante con vuestra lealtad para separarme de vos sabiendo que estáis descontento, cuando poseéis el secreto del Estado; pero sé que sois caballero completo. ¿Por qué me habéis juzgado antes de tiempo? Juzgadme en adelante y con toda la severidad que os plazca.
D'Artagnan quedó aturdido, mudo, indeciso; por la primera vez en su vida acababa de encontrar un adversario digno de él.
—¿Qué os detiene? —preguntó con suavidad el rey—. ¿Queréis que no os admita la dimisión? Ya yo sé que será duro para un veterano capitán el quedarse con su mal humor.
—No es eso lo que me da cuidado, Sire —repuso con melancolía el gascón—. Si titubeo en retirar mi dimisión, es porque ante vos soy viejo, y tengo hábitos difíciles de perder. Lo que necesitáis son cortesanos que sepan divertiros, locos que se hagan matar por lo que llamáis vuestras grandes obras: que grandes serán, lo presiento; pero… ¿y si a mí no me parecen tales? Sire, he visto la guerra y la paz; he servido a Richelieu y a Mazarino; me curtí al fuego de La Rochela con vuestro padre, tengo el cuerpo hecho una criba, y, como las serpientes, he mudado nueve o diez veces de pellejo. Después de afrentas e injusticias, poseo un mando que en otro tiempo era algo, porque daba derecho a hablar con toda franqueza al rey. En adelante vuestro capitán de mosqueteros será un oficial de escaleras abajo. En verdad, Sire, si tal debe ser en lo sucesivo el empleo, aprovechaos de que estamos completamente solos para quitármelo; no os guardaré rencor; como decís, me habéis domado, por más que al hacerlo me habéis empequeñecido, y al encorvarme, me habéis hecho ver mi debilidad. ¡Si supierais cuánto le llena a uno llevar la cabeza erguida, y qué cara voy a poner oliendo el polvo de vuestras alfombras! ¡Ah! Sire, lamento de todo corazón, y vos como yo, el tiempo en que el rey de Francia veía en sus vestíbulos aquellos hidalgos insolentes, flacos, maldicientes, intolerables, pero que en el día de la batalla mordían mortalmente. Hombres tales son los mejores cortesanos para la mano que los alimenta, pues la lamen; pero para la mano que los castiga reservan las dentelladas. Pero ¿a qué hablar de eso? El rey es mi señor, y quiere que componga versos, que con zapatos de raso pula los mosaicos de sus antesalas; difícil es, pero cosas más difíciles he hecho todavía. Lo haré, Sire, y no por la paga, pues tengo dinero; ni porque sea ambicioso, pues mi carrera es limitada, ni porque ame la corte. No, Sire, me quedo, porque hace treinta años tengo la costumbre de presentarme al rey para tomar la consigna, y de oír que el rey me da las buenas noches con una sonrisa que no mendigo, pero que la mendigaré en adelante. ¿Estáis contento, Sire?
Y D'Artagnan dobló su plateada cabeza, en la que el rey, sonriéndose, pasó con orgullo su blanca mano.
—Gracias, mi viejo servidor, mi fiel amigo —dijo Luis—. Y pues ya no tengo enemigos en Francia, me resta enviarte a tierra extraña para que recojas tu bastón de mariscal. Yo hallaré la ocasión, fía en mí, y entretanto come mi mejor pan y duerme tranquilo.
—Enhorabuena —repuso D'Artagnan conmovido—. Pero ¿y esos pobres de Belle-Isle? ¡sobre todo uno de ellos, tan bueno, tan bravo!
—¿Me pedís su perdón?
—De rodillas, Sire.
—Pues bien, si todavía es tiempo, llevádselo. Pero ¿me respondéis de ellos?
—Con mi cabeza.
—Id, pues. Mañana salgo para París, y deseo que para entonces hayáis regresado, pues no quiero que volváis a separaros de mí.
—Estad tranquilo, Sire —exclamó D'Artagnan besando la mano al rey.
Y con el corazón henchido de gozo, salió de palacio y tomó el camino de Belle-Isle.
Luis XIV regresó a París, y con él D'Artagnan, el cual después de haber tomado cuantos informes pudo recoger en Belle-Isle, volvió de ella sin saber nada del secreto que tan bien guardaba la pesada roca de Locmaría, tumba heroica de Porthos.
El capitán de mosqueteros supo lo que habían hecho, con ayuda de tres bretones y contra un ejército entero, los valientes amigos de quienes tan noblemente tomó la defensa e intentó salvar la vida: que a gran distancia, en el mar, habían divisado una barca, a la cual un buque del rey, cual ave de rapiña, había perseguido, tomado y devorado aquel pajarillo que huía con toda rapidez. Pero ahí paraban las certidumbres de D'Artagnan: lo demás eran las conjeturas. ¿Qué pensar? El buque de guerra no había regresado; es verdad que un temporal reinaba hacía tres días. Sin embargo, la corbeta que llevaba a bordo a Aramis era velera y sólida, y podía haber corrido bien el temporal y haber tomado puerto en Brest o entrado por la boca del Loira.
Tales fueron las noticias ambiguas, pero casi tranquilizadoras para él personalmente, que D'Artagnan dio a Luis XIV, cuando éste, seguido de toda la corte, volvía a París.
El rey, contento del éxito, más benigno y afable desde que se sintió más fuerte, no dejó ni un instante de cabalgar al estribo de la carroza de La Valiére; esto hizo que las damas y los cortesanos tratasen de hacer olvidar aquel abandono del hijo y del esposo a las dos reinas.
Todo respiraba lo porvenir, lo pasado nada significaba ya para ninguno, excepto para algunos sensibles y abnegados a quienes el recuerdo de aquél les ulceraba el corazón, como de ello recibió Luis una prueba patética tan pronto estuvo instalado en palacio.
Acababa Luis XIV de levantarse y tomar su desayuno, cuando se le presentó D'Artagnan un poco pálido y turbado.
—¿Qué os pasa, D'Artagnan? —preguntó el monarca al notar la alteración de aquel rostro comúnmente impasible.
—Una gran desventura, Sire.
—¿Cuál?
—Sire, en la refriega de Belle-Isle he perdido a mi amigo Vallón —respondió D'Artagnan fijando sus ojos de halcón en los de Luis XIV para adivinar el primer sentimiento de éste.
—Ya lo sabía —replicó el rey.
—¿Y no me lo habéis dicho? —exclamó el mosquetero.
—¿Para qué? Es tan respetable vuestro dolor, amigo mío, que mi deber era no aumentarlo. Haceros saber la desgracia que os aflige, a vuestros ojos hubiera sido hacer alarde de ella. Sí, sabía que el señor de Vallón se había enterrado bajo las peñas de Locmaría, y que el señor de Herblay me ha tomado un buque con su tripulación y se ha hecho conducir a Bayona. Pero quise que lo supierais directamente, para que os convencierais de que mis amigos son para mí respetables y sagrados, y que en mí siempre el hombre se inmolará a los hombres, ya que el rey se ve tan a menudo obligado a sacrificarlos a su majestad y poderío.
—Pero ¿cómo sabéis?…
—Y vos ¿cómo lo sabéis?
—Por esta carta que desde Bayona me escribe Aramis, libre ya de todo peligro —respondió D'Artagnan.
—Aquí tengo yo una copia exacta de lo que os ha escrito Aramis —dijo el rey sacando un papel de una cajita colocada sobre un mueble contiguo al asiento en que el gascón estaba apoyado—; aquí está la carta; Colbert me la ha enviado ocho horas antes de que vos recibierais la vuestra, lo que prueba que estoy bien servido.
—Lo estáis, Sire —contestó el mosquetero—. Es verdad, erais el único hombre capaz de dominar con vuestra fortuna la fortuna y la fuerza de mis amigos. Habéis usado, Sire, pero me animo a creer que no abusaréis, ¿no es verdad?
—D'Artagnan —dijo el rey sonriéndose con benevolencia—, puedo hacer tomar a Herblay en territorio español y que me lo traigan para ajusticiarle; pero no cederé a este natural y primer impulso. ¿No está libre?, pues que continúe así.
—No siempre seréis tan clemente, tan noble y tan generoso como acabáis de serlo conmigo y con Herblay, Sire; ya encontraréis consejeros que os curen de esta debilidad.
—Os engañáis D'Artagnan, al acusar a mis consejeros de querer inducirme al rigor: el mismo colbert es quien me ha aconsejado que nada hiciera contra Herblay.
—¡El señor Colbert! —exclamó D'Artagnan con estupefacción.
—Respecto a vos —prosiguió el rey con bondad no común en él—, tengo que anunciaros muchas y buenas nuevas; pero ya la sabréis en cuanto haya hecho mis cálculos, mi querido capitán. Os dije que quería labrar vuestra fortuna, y lo cumpliré.
—Gracias mil, Sire, pero como yo puedo esperar, suplico a Vuestra Majestad se digne recibir a unas pobres gentes que hace largo rato están ahí fuera y vienen a poner a los pies del rey una humilde súplica.
—¿Quiénes son?
—Enemigos de Vuestra Majestad: Gourville, Pelissón y un poeta, Juan de la Fontaine, amigos de M. de Fouquet.
—Que entren —dijo Luis XIV arrugando el ceño.
D'Artagnan dio media vuelta, levantó la colgadura que cerraba la entrada del gabinete real, y sacando la cabeza hacia la sala contigua, gritó:
—¡Que pasen!
En seguida aparecieron en la puerta del gabinete real los tres hombres a quienes nombró D'Artagnan. Al acercarse los amigos del desventurado superintendente de hacienda, los cortesanos se hacían atrás como para no contagiarse con la desgracia del infortunio. D'Artagnan se adelantó con presteza para asir de la mano a aquellos desdichados que titubeaban y temblaban a la puerta del real gabinete, y los condujo ante el sillón de Luis XIV, el cual, refugiado en el vano de una ventana, aguardaba el instante de la presentación y se preparaba a hacer a los suplicantes una acogida rigurosamente diplomática. El primero de los amigos de Fouquet que se adelantó fue Pelissón, que reprimió su llanto para que el rey pudiese oír mejor su voz y la súplica que iba a elevarle. Gourville se mordía los labios para refrenar sus lágrimas por respeto al monarca, y La Fontaine, con el rostro escondido en su pañuelo, no daba otras señales de vida que un convulsivo movimiento de hombros a causa de sus sollozos. El rey conservó toda su dignidad; permaneció impasible y aun continuó con el ceño fruncido como cuando D'Artagnan le anunció a sus enemigos. Luego hizo una seña, como dando su venia para que los suplicantes se explicaran, y se quedó en pie observando a aquellos tres hombres desesperados. Pelissón se inclinó hasta el suelo, y La Fontaine se arrodilló como en el templo se arrodilla. Aquel obstinado silencio, únicamente cortado por suspiros y gemidos de dolor, empezaba a excitar en el monarca, no la compasión, sino la impaciencia.
—Señor Pelissón, señor Gourville, y vos señor… —dijo el rey con sequedad y sin nombrar a La Fontaine—, veré con sumo desagrado que vengáis a suplicarme en pro de uno de los más grandes criminales a quien debe castigar mi justicia. Un rey no se deja ablandar más que por las lágrimas de la inocencia o el arrepentimiento de los culpables; y no creo en el arrepentimiento del señor Fouquet ni en las lágrimas de sus amigos, porque el uno está gastado hasta el corazón, y los otros deben temer el, venir a ofenderme en mi casa. Por eso os ruego señor Pelissón, señor Gourville, y a vos, señor… que no digáis nada que no sea la expresión del más profundo acatamiento a mi voluntad.
—Sire —respondió Pelissón temblando ante aquellas palabras—, nada venimos a decir a Vuestra Majestad que no sea claro reflejo del respeto y del amor más sincero que un súbdito debe a su rey. La justicia de Vuestra Majestad es tremenda, y todos debemos acatar sus fallos, y ante ella nos inclinamos respetuosamente. Lejos de nosotros la idea de venir a defender al hombre que ha tenido la desdicha de ofender a Vuestra Majestad. El que ha incurrido en vuestra desgracia puede ser para nosotros un amigo, pero es enemigo del Estado; le abandonamos con lágrimas en los ojos a la severidad del rey.
—Por otra parte, juzgará mi parlamento —repuso Luis XIV calmado por aquella voz de súplica y aquellas persuasivas palabras—. No castigo sin haber justipreciado el crimen, pues si mi justicia con una mano empuña la espada, con la otra sostiene las balanzas.
—Por eso tenemos la más omnímoda confianza en la imparcialidad del rey, y esperamos poder oír nuestra débil voz, con la venia de Vuestra Majestad, cuando para nosotros suene la hora de defender a un amigo acusado.
—¿Qué venís a solicitar, pues? —replicó Luis XIV con ademán impaciente.
—Sire —continuó Pelissón—, el acusado deja una esposa y una familia. Lo poco que le quedaba al señor Fouquet apenas bastaba para cubrir sus deudas, y su esposa, desde el cautiverio de su marido, se ve abandonada de todos. La mano de Vuestra Majestad hiere como la de Dios, que cuando envía la lepra o la peste a una familia, todos huyen y se alejan de la morada del leproso o del apestado. A veces, pero muy raras, sólo un médico generoso se atreve a acercarse al umbral del maldito, y lo atraviesa animoso, y expone su vida para combatir a la muerte. El es el último recurso del moribundo, el instrumento de la misericordia divina. Sire, con las manos cruzadas de hinojos y como se suplica a Dios, os decimos: la esposa del señor Fouquet ya no tiene amigos ni apoyo, y llora en su casa, mísera y desierta, abandonada de los mismos que asediaban su puerta en la prosperidad, y sin crédito y sin esperanza. A lo menos, el desventurado sobre quien pesa vuestra cólera recibe de vos, aunque culpable, el pan que mojan cada día sus lágrimas Tan afligida y más despojada que su esposo, la señora Fouquet, la que tuvo la honra de recibir a Vuestra Majestad a su mesa, la esposa del antiguo superintendente de hacienda de Vuestra Majestad, carece de pan.