—A no ser que se hayan escapado de la perrera…
—No —dijo Goennec—. No son los perros del señor de Locmaría.
—Por prudencia volvámonos adentro —repuso Aramis—. Los ladridos se acercan, y dentro de poco vamos a saber a qué atenernos.
Todos se internaron nuevamente en la gruta; pero apenas se hubieron adelantado un centenar de pasos en la obscuridad, cuando resonó en la caverna un ruido semejante al ronco suspiro de una persona aterrorizada, y, jadeante, veloz, asustado, un zorro pasó como un rayo por delante de los fugitivos, saltó por encima de la barca y desapareció, dejando tras sí un vaho acre, que no se desvaneció hasta algunos momentos después bajo las chatas bóvedas del subterráneo.
—¡El zorro! —exclamaron los bretones con la alegre sorpresa del cazador.
—¡Maldición! —prorrumpió el obispo—. Han descubierto nuestro refugio.
—¡Qué! —dijo Porthos—. ¿Un zorro nos asusta?
—¿Qué decís? —replicó Herblay—. ¿En el zorro os fijáis? No se trata de él ¡vive Dios! ¿Acaso no sabíais que tras el zorro vienen los perros, y tras los perros los hombres?
Porthos bajó la cabeza.
Como para confirmar las palabras de Aramis, la ladradora jauría llegó con vertiginosa rapidez, y seis galgos corredores desembocaron en el pequeño arenal.
—¡He aquí a los perros —dijo Aramis, al acecho tras una hendedura abierta entre dos peñas—; ahora falta saber quiénes son los cazadores!
—Si es el señor de Locmaría —repuso el patrón—, dejará que los perros registren la gruta, y se irá a esperar al zorro al otro lado.
—No es el señor de Locmaría quien caza —replicó Herblay, palideciendo a pesar suyo.
—¿Quién, pues? —preguntó Porthos.
—Mirad.
—¡Los guardias! —exclamó Porthos al ver, al través de la abertura y en lo alto del otero, a una docena de jinetes que aguijaban a sus caballos y excitaban a los perros.
—Sí, los guardias, amigo mío —dijo Aramis.
—¿Los guardias del rey, monseñor? —preguntaron los bretones palideciendo a su vez.
—Sí, y Biscarrat al frente de ellos montado en mi tordillo. Los perros entraron en la gruta, cuyas profundidades repitieron los asordadores ladridos de la jauría.
—¡Ah diantres! —exclamó Aramis, recobrando su sangre fría ante el peligro—. Ya sé que estamos perdidos. Pero todavía nos queda una probabilidad: si los guardias advierten que la gruta tiene una salida, no hay esperanza, porque al entrar aquí van a descubrir la barca y a descubrirnos a nosotros. Así, pues, ni los perros deben salir del subterráneo, ni los guardias entrar en él.
—Es verdad —repuso Porthos.
—Los seis perros que han entrado —continuó Aramis con la rápida precisión del mando— se pararán ante la gruesa piedra por debajo de la cual se ha escurrido el zorro, y allí deben morir.
Los bretones se lanzaron, cuchillo en mano, y poco después se oyó un lamentable concierto de gemidos y aullidos mortales, a los que siguió el silencio.
—Está bien —dijo Aramis con frialdad.
—Ahora a los amos. Esperad que lleguen, escondernos y matar.
—¡Matar! —repitió Porthos.
—Son diez y seis —dijo Aramis—, a lo menos por el pronto.
—Y bien armados —añadió Porthos, sonriéndose.
—El asunto durará diez minutos —dijo Herblay—. Vamos.
Y con ademán resuelto empuñó un mosquete y se puso entre los dientes su cuchillo de monte. Luego añadió:
—Ibo. Goennec y su hijo nos pasarán los mosquetes. Haced fuego a quemarropa, Porthos. Antes de que los otros se hayan enterado, habremos derribado ocho, y luego mataremos a los demás a cuchilladas.
—¿Y el pobre Biscarrat también? —preguntó Porthos.
—A Biscarrat primero que todo —respondió Aramis y con la mayor frialdad—. Nos conoce.
A pesar de la especie de adivinación que constituía la nota más saliente del carácter de Aramis, los acontecimientos, sujetos a las alternativas de todo lo que está sometido al azar, no se desenvolvieron en absoluto cual previó el obispo de Vannes. Biscarrat, mejor montado que sus compañeros, y comprendiendo que zorro y perros habían desaparecido en las profundidades del subterráneo, fue el que primero llegó a la entrada de la gruta; pero dominado por el supersticioso terror que infunde naturalmente al hombre toda vía subterránea y obscura, se detuvo en la parte exterior y aguardó a sus compañeros.
—¿Y bien? —preguntaron éstos al llegar jadeantes y no explicándose la inacción de Biscarrat.
—Fuerza es que zorro y jauría hayan desaparecido engullidos en ese subterráneo, pues no se oye a los perros.
—¿Por qué han dejado de ladrar, pues? —objetó uno de los guardias.
—Es extraño —añadió otro.
—¡Qué caramba! —repuso otro de los guardias—. Entremos. ¿Acaso está prohibido entrar en la gruta?
—No —respondió Biscarrat—. Pero está obscura como boca de lobo y puede uno descalabrarse.
—Y si no que lo digan nuestros perros —dijo un guardia—. De fijo se han estrellado.
—¿Qué diablos ha sido de ellos? —se preguntaron unos y otros.
Y cada uno llamó a su respectivo perro por su nombre y lanzó su silbido favorito; pero ninguno respondió al silbido ni al llamamiento.
—Puede que sea una gruta encantada —dijo Biscarrat. Y apeándose y adelantándose un paso hacia el subterráneo añadió—: Veamos.
—Aguárdate: te acompaño —repuso uno de los guardias al ver que Biscarrat iba a desaparecer en las tinieblas.
—No —replicó Biscarrat—. No nos arriesguemos todos a la vez. Aquí ha pasado algo extraordinario. Si dentro de diez minutos no he vuelto, entrad juntos.
—Bien, te aguardamos —dijeron los guardias.
Y, sin apearse, formaron un círculo alrededor de la gruta.
Biscarrat entró, pues, solo; se adelantó en medio de la negrura hasta tocar con el pecho el mosquete de Porthos, y al tender la mano para saber lo que le oponía aquella resistencia, tomó el frío cañón del arma. Al mismo instante Ibo blandió su cuchillo, que iba a descargar sobre el joven con toda la fuerza de un brazo bretón, cuando el férreo puño de Porthos le detuvo a la mitad del camino.
—¡No quiero que le maten! —exclamó Porthos con voz de trueno.
Biscarrat se encontró entre una protección y una amenaza, casi tan terrible la una como la otra.
Aunque valiente, Biscarrat lanzó una exclamación, que Aramis ahogó al punto metiendo un pañuelo en la boca de aquél.
—Señor de Biscarrat —dijo Herblay en voz baja—. No os queremos mal, como debéis saberlo si nos habéis conocido; pero si proferís una palabra, si exhaláis un suspiro, nos veremos forzados a mataros como hemos matado a vuestros perros.
—Sí, os conozco, señores —contestó también con voz remisa el joven—. Pero ¿por qué estáis aquí? ¿Qué hacéis en este sitio? ¡Desventurados! Creía que estabais en el fuerte.
—Y vos, ¿qué condiciones habéis obtenido en nuestro favor?
—He hecho cuanto ha estado en mis manos, señores; pero…
—¿Pero qué?
—Hay orden formal, señores.
—¿De matarnos?
Biscarrat no atreviéndose a decirles que había orden de ahorcarlos, no respondió.
—Señor de Biscarrat —dijo Aramis comprendiendo su silencio—. Si no hubiésemos tenido en consideración vuestra juventud y nuestra antigua amistad con vuestro padre, a estas horas ya no viviríais; pero todavía podéis escaparos de aquí si nos dais palabra de no decir a vuestros compañeros nada de lo que habéis visto.
—No sólo os empeño mi palabra en cuanto a lo que me pedís, sino también os la doy de que haré todo lo posible para evitar que mis compañeros entren en esta gruta.
—¡Biscarrat! ¡Biscarrat! —gritaron desde afuera varias voces que se engolfaron cual torbellino en el subterráneo.
—Responded —dijo Aramis.
—¡Aquí estoy! —gritó Biscarrat.
—Podéis marcharos; descansamos en la fe de vuestra palabra —repuso Herblay, soltando al joven, que tomó el camino de la entrada.
—¡Biscarrat! ¡Biscarrat! —gritaron más cerca las voces, al tiempo que se proyectaban en el interior de la gruta las sombras de algunas formas humanas.
Biscarrat se abalanzó al encuentro de sus amigos para detenerlos.
Aramis y Porthos escucharon con la atención de quien se juega la vida a un soplo del aire.
Biscarrat llegó a la entrada de la gruta seguido de sus amigos.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó uno de ellos al llegar a la luz—. ¡Qué pálido estás!
—Verde, querrás decir —repuso otro.
—¿Yo? —exclamó Biscarrat esforzándose en llamar a sí todas sus fuerzas.
—La cosa es seria, señores —dijo otro.
—Le va a dar algo. ¡Quién trae sales!
Interpelaciones y burlas se cruzaban en torno de Biscarrat, como se cruzan en el campo de batalla los proyectiles.
—¿Qué queréis que haya visto? —dijo Biscarrat, rehaciéndose bajo aquel diluvio de interrogaciones—. Cuando he entrado en la gruta tenía mucho calor, y en ella me ha dado frío.
—Pero ¿y los perros? ¿Los has visto?
—Es de suponer que hayan tomado otro camino —respondió Biscarrat.
—Señores —dijo uno de los guardias—, en lo que pasa y en la palidez de nuestro amigo hay un misterio que Biscarrat no puede o no quiere revelar. Es indudable que Biscarrat ha visto algo en la gruta, y yo también quiero verlo, aunque sea el diablo. ¡A la gruta, señores; a la gruta!
—¡A la gruta! —repitieron todos.
—¡Señores! ¡Señores! —exclamó Biscarrat poniéndose delante de sus compañeros para cerrarles el paso—. ¡Por favor, no entréis!
—¿Pero qué hay en esta gruta?
—Decididamente ha visto al diablo —repuso el que ya sentó esta hipótesis.
—Pues si lo ha visto, que no sea egoísta y deje que también lo veamos nosotros —dijo otro—. Vamos, échate a un lado.
—Señores —dijo un oficial de más edad que los demás, que hasta entonces había callado y se expresó con sosiego que hacía contraste con la animación de los jóvenes—. Señores, en esta gruta hay algo o alguien que no es el diablo, pero que ha tenido poder bastante para enmudecer a nuestros perros. Es preciso, pues, que sepamos qué es o quién es ese algo o ese alguien.
Biscarrat intentó aún detener a sus amigos; pero todo fue inútil. Sus amigos entraron en la caverna tras el oficial que había sido el último en hablar; pero fue el primero en lanzarse, espada en mano, al subterráneo para arrostrar el peligro desconocido. Biscarrat, repelido por sus amigos, y no pudiendo acompañarles, so pena de pasar a los ojos de Porthos y Aramis por traidor y perjuro, fue a apoyarse, con el oído atento y las manos todavía extendidas en ademán de súplica, en uno de los ásperos lados de una roca que a él le pareció expuesta al fuego de los mosqueteros. En cuanto a los guardias, iban internándose por momentos y dando voces que se debilitaban a proporción de la distancia. De repente rugió como un trueno, bajo las bóvedas, una descarga de mosquetería, dos o tres balas vinieron a aplastarse contra la roca en que Biscarrat se apoyaba, y acompañados de suspiros, aullidos e imprecaciones, reaparecieron los guardias, pálidos unos, otros ensangrentados, y todos envueltos en una nube de humo que el aire exterior parecía aspirar del fondo de la caverna.
—¡Biscarrat! ¡Biscarrat! —gritaron los fugitivos—. ¡Tú sabías que en esta caverna había una emboscada y no nos has prevenido! ¡Tú eres causa de que hayan perecido cuatro de los nuestros! ¡Ay de ti, Biscarrat!
—A lo menos dinos quién está ahí dentro —exclamaron muchos furiosos.
—Dilo o muere —dijo un herido incorporándose sobre una de sus rodillas y blandiendo contra su compañero una espada ya inútil.
Biscarrat se precipitó a él con el pecho descubierto; pero el herido volvió a caer para no levantarse más.
—Tenéis razón —dijo entonces Biscarrat adelantándose hacia el interior de la caverna, fuera de sí, con los cabellos erizados y la mirada fosca—. ¡Muera yo que he dejado que asesinaran a mis compañeros! ¡Soy un cobarde!
Y arrojando lejos de sí su espada, pues quería morir sin defenderse, agachó la cabeza y se entró en el subterráneo, pero no solo, como él supuso, sino seguido de los demás; es decir, de los once que de los diez y seis quedaban. Pero no pasaron de donde los primeros: una segunda descarga tendió a los cinco en la fría arena, y como era imposible ver de dónde partía el mortífero rayo, los otros retrocedieron con espanto indescriptible.
Biscarrat, sano y salvo, se sentó en una roca y esperó.
De los diez y seis guardias no quedaban más que seis.
—¿Si de verdad será el diablo? —dijo uno de los supervivientes.
—Peor es —repuso otro.
—Preguntémoslo a Biscarrat; él lo sabe.
—¿Dónde está Biscarrat?
—Está muerto —respondieron dos o tres.
—No —replicó otro.
—Por fuerza conoce a los que están dentro.
—¿Por qué?
—¿No ha estado prisionero entre los rebeldes?
—Es verdad. Llamémosle, pues, y sepamos por su boca contra quién nos las habemos.
—Para nada necesitamos de él; nos llegan refuerzos —dijo el otro oficial.
En efecto, llegaba una compañía de guardias compuestas de setenta y cinco a ochenta individuos, a la que en su ardor por la caza dejaron atrás sus oficiales, que ahora salieron al encuentro de sus soldados, y con elocuencia fácil de concebir les explicaron la aventura y solicitaron su ayuda.
—¿Dónde están vuestros compañeros? —preguntó el capitán.
—Están muertos.
—¿Pero no erais diez y seis?
—Han perecido diez. Biscarrat está en la caverna, y estamos aquí los cinco restantes.
—¿Luego Biscarrat está prisionero? —Es probable.
—No; vedle —repuso uno de los oficiales mostrando a Biscarrat, que en aquel instante apareció en la entrada de la caverna. Y luego añadió—: Vamos allá a ver qué nos quiere, pues nos hace seña de que nos acerquemos.
—¡Vamos! —repitieron todos adelantándose al encuentro de Biscarrat.
—Señor de Biscarrat —dijo el capitán dirigiéndose al joven—, me aseguran que vos conocéis a los que están en la gruta y hacen una defensa tan desesperada. Así, pues, en nombre del rey, os intimo que declaréis cuanto sepáis.
—Mi capitán —contestó Biscarrat—, no tenéis ya necesidad de intimarme, pues vengo en nombre de ellos.
—¿A decirme que se rinden?
—No, señor, sino a deciros que están decididos a defenderse hasta la muerte si no les conceden buenas condiciones.