El hombre de los círculos azules

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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre de los círculos azules
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«Victor, mala suerte, ¿qué haces fuera?» A los parisinos les divierte. Desde hace cuatro meses esta frase acompaña los círculos azules que surgen durante la noche trazados con tiza en las aceras de la ciudad, y en el centro de los círculos, prisioneros, un desecho, un residuo, un objeto perdido: un trombón, una bombilla, una pinza de depilar, un yogur, una pata de paloma... El fenómeno hace las delicias de los periodistas y de algunos psiquiatras que elaboran diferentes teorías. Sin embargo, al comisario Adamsberg no le hace ninguna gracia. Los círculos y su heteróclito contenido «rezuman» crueldad. Él lo sabe, lo siente: pronto ese hecho anodino y estrafalario se convertirá en una tragedia.

Fred Vargas

El hombre de los círculos azules

ePUB v1.1

chungalitos
01.05.12

Título de la edición original:
L’homme aux cercles bleus

Traducción del francés: Helena del Amo

cedida por Ediciones Siruela, S. A.

Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)

www.circulo.es

© Éditions Viviane Hamy, 1996

© Ediciones Siruela, S. A., 2004

ISBN 84-672-1086-9

Revisado por
ErikElSueco

Mathilde sacó su agenda y escribió: «El tipo que está sentado a mi izquierda empieza a tocarme las narices».

Bebió un sorbo de cerveza y volvió a echar una ojeada a su vecino, un tipo enorme que daba golpecitos con los dedos en la mesa desde hacía diez minutos.

Añadió en la agenda: «Está sentado demasiado cerca de mí, como si nos conociéramos, aunque jamás le había visto. Estoy segura de que no le había visto jamás. No se puede contar nada más de este tipo que lleva gafas negras. Estoy en la terraza del Café Saint-Jacques y he pedido una caña. La bebo. Me concentro en la cerveza. No tengo nada mejor que hacer».

El vecino de Mathilde siguió tecleando.

—¿Pasa algo? —preguntó Mathilde.

Mathilde tenía la voz grave y muy cascada. El hombre dedujo que era una mujer y que fumaba todo lo que podía.

—Nada, ¿por qué? —preguntó el hombre.

—Me está empezando a poner nerviosa verle tamborilear en la mesa. Hoy me crispa todo.

Mathilde acabó la cerveza. Todo le parecía insulso, sensación típica de los domingos. Mathilde tenía la impresión de que sufría más que los demás ese mal bastante común que ella llamaba «el mal del séptimo día».

—Tiene usted aproximadamente cincuenta años, ¿verdad? —preguntó el hombre sin apartarse de ella.

—Es posible —dijo Mathilde.

No le hizo ninguna gracia. ¿Qué podía importarle a ese tipo? En ese instante acababa de descubrir que el chorrillo de agua de la fuente de enfrente, desviado por el viento, mojaba el brazo de un ángel esculpido más abajo, y esos eran seguramente instantes de eternidad. En realidad, el tipo estaba a punto de estropearle el único instante de eternidad de su séptimo día.

Y además, normalmente le echaban diez años menos. Se lo dijo.

—¿Qué importa? —dijo el hombre—. Yo no sé valorar las cosas como los demás, pero supongo que es usted más bien guapa, ¿o me equivoco?

—¿Acaso hay algo raro en mi cara? No parece usted muy convencido —dijo Mathilde.

—Sí —dijo el hombre—, supongo que es usted guapa, pero no puedo jurarlo.

—Haga lo que quiera —dijo Mathilde—. De todas formas usted sí es guapo, y puedo jurarlo si le sirve de algo. En realidad siempre sirve. Y ahora voy a dejarle. Realmente hoy estoy demasiado crispada para desear hablar con tipos como usted.

—Yo tampoco estoy muy relajado. Iba a ver un apartamento para alquilar y ya lo habían cogido. ¿Y usted?

—He dejado escapar a alguien que me interesaba.

—¿Una amiga?

—No, una mujer a la que he seguido en el metro. Había tomado un montón de notas y, de repente, la he perdido. ¿Lo ve?

—No. No veo nada.

—No lo intenta, eso es lo que pasa.

—Es evidente que no lo intento.

—Es usted un hombre patético.

—Sí, soy patético y, además, ciego.

—Dios mío —dijo Mathilde—, lo siento.

El hombre se volvió hacia ella con una sonrisa bastante perversa.

—¿Por qué lo siente? —dijo—. De todas formas usted no tiene la culpa.

Mathilde se dijo que debería dejar de hablar, pero también sabía que no lo conseguiría.

—¿De quién es la culpa? —preguntó.

El ciego guapo, como Mathilde ya le había llamado en su pensamiento, se volvió casi de espaldas.

—De una leona que disequé para entender el sistema de locomoción de los felinos. ¡A quién carajo le importa el sistema locomotor de los felinos! Unas veces me decía: «Es formidable», y otras pensaba: «Maravilloso, los leones caminan, retroceden, saltan, y eso es todo lo que hay que saber». Un día, hice un movimiento torpe con el escalpelo...

—Y le salpicó.

—Así fue. ¿Cómo lo sabe?

—Hubo un chico, el que construyó la columnata del Louvre, que murió así, por culpa de un pajarraco podrido extendido sobre una mesa. Pero fue hace mucho tiempo y era un pajarraco. Realmente es muy grande la diferencia.

—Pero la putrefacción es la putrefacción. La putrefacción me saltó a los ojos y me vi lanzado a la oscuridad. Todo terminó, ya no podía ver. Mierda.

—Una leona asquerosa. Yo conocí un animal así. ¿Cuánto tiempo hace?

—Once años. Si fuera posible, seguro que en este momento la leona seguiría riéndose a carcajadas. Bueno, ahora yo también me río a veces. Pero no entonces. Un mes después volví al laboratorio y lo destrocé todo, esparcí putrefacción por todas partes, quería que la putrefacción saltara a los ojos de todo el mundo y lancé por los aires todo el trabajo del equipo sobre la locomoción de los felinos. Por supuesto, no logré la menor satisfacción. Estaba decepcionado.

—¿De qué color eran sus ojos?

—Negros como vencejos, negros como las hoces del cielo.

—Y ahora, ¿cómo son?

—Nadie se ha atrevido a describírmelos. Negros, rojos y blancos, creo. A la gente se le hace un nudo en la garganta cuando los ve. Imagino que el espectáculo es espeluznante. Jamás me quito las gafas.

—Pues yo quiero verlos —dijo Mathilde—, si realmente usted quiere saber cómo son. A mí lo espeluznante no me impresiona.

—Eso dicen y luego lloran.

—Un día, haciendo submarinismo, un tiburón me mordió la pierna.

—De acuerdo, no debe de ser muy agradable.

—¿Qué es lo que más siente no poder ver?

—Sus preguntas me matan. No vamos a hablar de leones, tiburones y bichos asquerosos todo el día, ¿verdad?

—No, por supuesto que no.

—Echo de menos a las chicas. Es normal.

—¿Las chicas se fueron después de la leona?

—Eso parece. Usted no me ha dicho por qué seguía a esa mujer.

—Por nada. Yo sigo a cantidad de gente, ¿sabe? Es más fuerte que yo.

—¿Su amante se fue después del tiburón?

—Se fue y vinieron otros.

—Es usted una mujer singular.

—¿Por qué lo dice? —dijo Mathilde.

—Por su voz.

—¿Qué oye usted en las voces?

—¡Vamos, no puedo decírselo! ¿Qué me quedaría, Dios mío? Señora, hay que dejar algo al ciego —dijo el hombre sonriendo.

Se levantó para marcharse. Ni siquiera se había terminado su copa.

—Espere. ¿Cómo se llama? —dijo Mathilde.

El hombre titubeó.

—Charles Reyer —dijo.

—Gracias. Yo me llamo Mathilde.

El ciego guapo dijo que era un nombre bastante elegante, que la reina Mathilde había reinado en Inglaterra en el siglo XII, y luego se fue, guiándose con un dedo a lo largo de la pared. A Mathilde le importaba un carajo el siglo XII y vació la copa del ciego frunciendo el ceño.

Durante mucho tiempo, semanas enteras, en el transcurso de sus excursiones por las aceras, Mathilde buscó al mismo tiempo al ciego guapo con el rabillo del ojo. No le encontró. Le calculaba treinta y cinco años.

Le habían nombrado comisario en París, en el distrito 5. A pie se dirigía a su nuevo despacho, en el que llevaba doce días.

Afortunadamente era París.

La única ciudad del país que podía gustarle. Durante mucho tiempo creyó que el lugar donde vivía le era indiferente, indiferente como los alimentos que comía, indiferente como los muebles que le rodeaban, indiferente como le resultaban los trajes que llevaba, que le habían dado, que había heredado o encontrado vaya a saber dónde.

Sin embargo, al final, no era tan sencillo encontrar el lugar donde vivir. Jean-Baptiste había recorrido descalzo las pedregosas montañas de los Bajos Pirineos. Allí había vivido y dormido, y más tarde, cuando se hizo poli, había investigado en asesinatos, asesinatos en pueblos de piedra, asesinatos en senderos llenos de minerales. Sabía de memoria el ruido que hacen las piedras bajo los pies, y la montaña que atrae hacia sí y amenaza como un musculoso anciano. En la comisaría en la que se había estrenado a los veinticinco años, decían que estaba «asilvestrado». Seguramente se referían a su insociabilidad, a su soledad, no lo sabía exactamente, pero no le parecía original ni halagador.

Había preguntado el motivo a una de las jóvenes inspectoras, su superiora directa, a la que le hubiera gustado besar pero, como tenía diez años más que él, no se había atrevido. Ella había demostrado cierto nerviosismo y había dicho: «Aclárelo usted, mírese en un espejo y lo entenderá perfectamente sin ayuda de nadie». Esa noche había contemplado, contrariado porque le gustaban los gigantes blancos, su silueta pequeña, sólida y morena, y al día siguiente había dicho: «Me he puesto ante el espejo, me he mirado, pero no he entendido bien lo que usted me dijo».

«Adamsberg —había dicho la inspectora, un poco cansada, un poco harta— ¿por qué hay que hablar de esas cosas? ¿Por qué hacer preguntas? Estamos trabajando en un robo de relojes, y eso es lo que tenemos que investigar. No tengo la menor intención de hablar de su cuerpo —y había añadido—: No me pagan para hablar de su cuerpo.»

«Bueno —había dicho Jean-Baptiste—, no se ponga así.»

Una hora después había oído cómo se detenía la máquina de escribir y la inspectora le llamaba. Estaba enfadada. «Acabemos con esto —había dicho—, digamos que es el cuerpo de un niño asilvestrado, nada más.» Él había respondido: «¿Quiere decir que es primitivo, que es feo?». Ella se había mostrado aún más alterada. «No me haga decir que es usted guapo, Adamsberg, pero es muy atractivo, arrégleselas con eso en la vida», y había habido cansancio y ternura en su voz, estaba seguro. Tanto que seguía recordándolo con un estremecimiento, sobre todo porque jamás había vuelto a ocurrirle con ella. Él había esperado la continuación con el corazón palpitante. Quizás ella iba a besarle, quizá, pero dejó de tutearle y nunca más volvió a mencionarlo. Excepto esto, como con desesperanza: «Usted no tiene nada que hacer en la policía, Jean-Baptiste. La policía no está asilvestrada».

Estaba equivocada. Él había esclarecido ininterrumpidamente, durante los cinco años siguientes, cuatro asesinatos, de un modo que a sus colegas les había parecido alucinante, es decir injusto, provocador. «No pegas ni golpe, Adamsberg —le decían—. Estás ahí, vagando, soñando, mirando a la pared, haces dibujitos deprisa y corriendo sobre las rodillas, como si poseyeras ciencia infusa y tuvieras la vida ante ti, y luego, un día, te presentas, lánguido y amable, y dices: "Hay que detener al cura, ha estrangulado al niño para que no hable".»

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