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Authors: Fred Vargas

Tags: #Policiaco

El hombre de los círculos azules (18 page)

BOOK: El hombre de los círculos azules
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Se sentaron cada uno en una banqueta, frente a frente, en la parte trasera del furgón. Adamsberg se puso a hojear una revista de modas que había encontrado en el bolso de la señora Le Nermord.

—Me suena el nombre de Le Nermord —dijo—, pero no tengo mucha memoria. Busque en su agenda de direcciones el nombre de su marido, y su dirección.

Danglard sacó una tarjeta de visita gastada.

—Augustin-Louis Le Nermord. Tiene dos direcciones, una en el Colegio de Francia y la otra en la Rué d'Aumale, en el distrito 9.

—Me suena de algo, pero sigo sin saber de qué.

—Yo sí —dijo Danglard—. Hace poco hablaron del tal Le Nermord como candidato a un puesto en la
Académie des Inscriptions et Belles-Lettres
. Es un bizantinista —siguió afirmando tras un instante—, un especialista en el Imperio de Justiniano.

—Pero, Danglard, ¿cómo sabe usted eso? —dijo Adamsberg levantando la cabeza de la revista, sinceramente sorprendido.

—Bueno. Digamos que sé algunas cosas sobre Bizancio.

—Pero ¿por qué?

—Me gusta mucho saber, nada más.

—¿También le gusta saber sobre el Imperio de Justiniano?

—Por supuesto —suspiró Danglard.

—¿De cuándo era Justiniano?

Adamsberg nunca se sentía incómodo cuando preguntaba algo que no sabía, ni siquiera sobre lo que debería haber sabido.

—Del siglo VI.

—¿Después de Cristo o antes?

—Después.

—El hombre me interesa. Y ahora, Danglard, vamos a anunciarle la muerte de su mujer. Para una vez que una de nuestras víctimas tiene familia cercana, hay que aprovechar para verle reaccionar.

La reacción de Augustin-Louis Le Nermord fue normal. Después de escucharles, aún adormilado, el hombrecillo cerró los ojos, se puso las manos en el estómago y palideció alrededor de los labios. Corrió fuera de la habitación, y Danglard y Adamsberg le oyeron vomitar en alguna parte de la casa.

—Al menos, está claro —digo Danglard—. Está impresionado.

—O ha tomado un vomitivo después de oír sonar el telefonillo.

El hombre volvió, caminando con precaución. Se había puesto una bata encima del pijama y había metido la cabeza bajo el agua.

—Lo sentimos mucho —dijo Adamsberg—. Si prefiere responder a nuestras preguntas mañana...

—No... no... Adelante, señores, les escucho.

El tipo quería conservar la dignidad, y la conservaba, pensó Danglard. Estaba erguido, la frente alta, y su mirada, de un azul feo, era insistente y no se apartaba de la de Adamsberg. Encendió una pipa preguntándoles si no les molestaba y diciendo que la necesitaba.

La luz era débil, el humo denso, y la habitación estaba abarrotada de libros.

—¿Está trabajando sobre Bizancio? —preguntó Adamsberg lanzando una mirada a Danglard.

—Sí —dijo Le Nermord un poco sorprendido—. ¿Cómo lo saben?

—Yo no lo sé, pero mi compañero le conoce de nombre.

—Gracias, es muy amable de su parte, pero ¿pueden hablarme de ella, por favor? Ella... ¿Qué ha ocurrido?, ¿cómo?

—Le daremos detalles cuando esté más entero para oírlos. Ya es bastante doloroso saber que ha sido asesinada. La hemos encontrado en un círculo de tiza azul. En la Rué Bertholet, en el distrito 5. Bastante lejos de aquí.

Le Nermord movió la cabeza. Los rasgos de su cara se contrajeron. Parecía muy viejo. Mirarle no resultaba nada agradable.

—«Víctor, triste suerte, ¿por qué estás fuera?» ¿Es así? —preguntó en voz baja.

—Más o menos, no exactamente —dijo Adamsberg—. ¿Así que está usted al corriente de las actividades del hombre de los círculos?

—¿Quién no lo está? La investigación histórica no protege de nada, señor, aunque uno lo desee. Es increíble, hablé de ese maníaco con Delphie, Delphine, mi mujer, la semana pasada.

—¿Por qué hablaron de él?

—La tendencia de Delphie era defenderle, pero a mí ese hombre me repugnaba. Un embaucador. Pero las mujeres no se dan cuenta.

—La Rué Bertholet está lejos. ¿Estaba su mujer en casa de unos amigos? —preguntó Adamsberg.

El hombre reflexionó durante mucho rato. Al menos cinco o seis minutos. Danglard llegó a preguntarse si había oído bien la pregunta o si estaba a punto de dormirse. Pero Adamsberg le hizo un gesto de que esperara.

Le Nermord encendió una cerilla para reavivar la cazoleta de la pipa.

—¿Lejos de qué? —preguntó al fin.

—Lejos de su casa —dijo Adamsberg.

—No, al contrario, está muy cerca. Delphie vivía en el Boulevard du Montparnasse, al lado de Port-Royal. ¿Quieren saber algo más?

—Por favor.

—Hace casi dos años que Delphie me abandonó para vivir en casa de su amante. Es un tipo insignificante, un imbécil, pero ustedes no me creerán si soy yo el que se lo digo. Juzgarán ustedes mismos cuando le conozcan. Es una pena, no puedo decirles nada más. Y yo... vivo aquí, en este caserón... solo. Como un gilipollas —acabó diciendo con un gesto circular.

Al oído de Danglard le pareció que su voz se desmoronaba un poco.

—A pesar de todo, ¿la seguía viendo?

—Me cuesta mucho resignarme —respondió Le Nermord.

—¿Estaba usted celoso? —preguntó Danglard sin especial delicadeza.

Le Nermord se encogió de hombros.

—Qué quiere usted, señor, uno se acostumbra. Hace doce años que Delphie me engaña a diestro y siniestro. Me sigue dando rabia, pero he dejado de luchar. En realidad, ya no sé si es el amor propio o el amor lo que produce la rabia, y luego la rabia se va espaciando, y luego acabamos comiendo juntos, muy amablemente, muy tristemente. Ustedes, señores, conocen todo esto de memoria, no vamos a escribir un libro sobre este tema, ¿verdad? Delphie no era mejor que cualquier otra y yo no más valiente que cualquier otro. No quería perderla del todo. Entonces, lo mejor era tomarla como era. Confieso que el último amante, el imbécil, me sentó fatal. Como si lo hubiera hecho a propósito, se entusiasmó por el más anodino de todos y decidió mudarse.

Levantó los brazos y volvió a dejarlos caer sobre los muslos.

—Así fue —dijo—, ni más ni menos. Y ahora todo ha terminado.

Apretó los párpados y volvió a cargar la pipa de tabaco rubio.

—Necesitamos que nos detalle cómo ha empleado su tiempo esta noche. Es indispensable —dijo Danglard, siempre con la misma naturalidad.

Le Nermord miró a uno y otro.

—No comprendo. ¿No ha sido ese maníaco el que ha...?

—No lo sabemos —dijo Danglard.

—No, no, señores, ustedes se equivocan. Lo único que yo gano con la muerte de mi mujer es el vacío, la desolación. Y además, ya que a ustedes, sin la menor duda, les interesa saberlo, el grueso de su dinero (y ella tenía mucho), e incluso esta casa, deben ir a parar a su hermana. Delphie había decidido así las cosas. Su hermana siempre ha estado en la cuerda floja.

—Eso no significa nada —insistió Danglard—, necesitamos saber en qué ha empleado su tiempo. Por favor.

—Como han visto, la puerta del edificio funciona por interfono. No hay portero. ¿Quién podrá decirles si les miento o no? Bueno... Hasta las once aproximadamente, estuve organizando el programa de mis clases para el año próximo. Miren, ahí está, en un montón sobre la mesa. Luego me acosté, leí y me dormí hasta que ustedes llamaron al timbre. Es imposible comprobarlo.

—Es desolador —dijo Danglard.

Ahora Adamsberg le dejaba llevar el interrogatorio. Danglard era más fuerte que él para hacer las preguntas clásicas y desagradables. Durante ese tiempo no quitaba ojo a Le Nermord, sentado frente a él.

—Comprendo —dijo Le Nermord acariciándose la frente con la cazoleta tibia de la pipa, con una gran amargura en el gesto—. Comprendo. El marido engañado, humillado, el nuevo amante susceptible de arrebatarme a mi mujer... Comprendo sus mecanismos. Dios mío... ¿Tienen ustedes que ser siempre tan simples? ¿No pueden pensar de otra manera? ¿Pensar en algo más complicado?

—Sí —dijo Danglard—. A veces lo hacemos, pero es verdad que su posición es delicada.

—Es cierto —reconoció Le Nermord—, pero confío en que, en lo que a mí respecta, no cometan un error al juzgarme. Supongo que estamos llamados a volver a vernos, ¿verdad?

—¿El lunes? —propuso Adamsberg.

—El lunes, de acuerdo. Y también supongo que no hay nada que yo pueda hacer por Delphie. ¿Está en sus manos?

—Sí, señor. Lo sentimos mucho.

—¿Van a hacerle la autopsia?

—Lo sentimos mucho.

Danglard dejó que pasara un minuto. Siempre dejaba que pasara un minuto después de haber hablado de autopsias.

—Para el interrogatorio del lunes —añadió—, reflexione sobre las noches del miércoles 19 de junio y el jueves 27 de junio. Son las noches de los dos crímenes anteriores. Se lo preguntarán. A menos que pueda respondernos ahora.

—No necesito reflexionar —respondió Le Nermord—. Es sencillo y triste: no salgo jamás. Paso todas las noches escribiendo. Ya no vive nadie en mi casa para confirmárselo y tengo poco contacto con mis vecinos.

Todo el mundo se puso a mover la cabeza, no se sabe por qué. Hay momentos así, en los que todo el mundo mueve la cabeza.

Era suficiente por esa noche. Adamsberg, que veía el cansancio en los párpados del bizantinista, dio la señal de salida levantándose suavemente.

Al día siguiente Danglard salió de su casa con un libro de Le Nermord bajo el brazo,
Ideología y sociedad bajo Justiniano,
publicado once años antes. Pero era todo lo que había encontrado en su biblioteca. En la contraportada del libro había una breve biografía halagadora, acompañada de una fotografía del autor. Le Nermord sonreía, más joven, con la cara igual de fea pero sin la menor particularidad, aparte de unos dientes regulares. Ayer, Danglard se había fijado en que tenía ese tic de los fumadores de pipa de darse golpecitos con el tubo contra los dientes. Una observación banal, habría dicho Charles Reyer.

Adamsberg no estaba. Seguramente había ido a casa del amante. Danglard dejó el libro sobre la mesa del comisario, consciente de que confiaba en impresionarle con el contenido de su biblioteca personal. Cosa realmente absurda, pues ahora sabía que había pocas cosas que impresionaran a Adamsberg. No importaba.

Esa mañana, Danglard sólo tenía una idea en la cabeza: saber qué había pasado en casa de Mathilde durante la noche. Margellon, que sobrellevaba muy bien las guardias, le esperaba para hacer su informe antes de ir a acostarse.

—Ha habido muchas idas y venidas —dijo Margellon—. Estuve escondido delante de la casa hasta las siete y media, como habíamos convenido. La dama del mar no salió. Apagó la luz del salón, supongo, hacia las doce y media, y la de su habitación media hora más tarde. Sin embargo, la anciana Valmont regresó tambaleándose a las tres y cinco. Apestaba a alcohol, había que verla. Le pregunté qué había ocurrido y se echó a llorar. Esa vieja no tiene ninguna gracia. ¡Es insoportable! Por lo que pude entender, al final, había esperado a un novio toda la noche en un bar. Como el novio no llegaba, se puso a beber para darse valor y se durmió sobre la mesa. El dueño la despertó para echarla. Creo que estaba avergonzada, pero también demasiado borracha para evitar contarlo todo. No pude enterarme del nombre del bar. Ya era bastante difícil encontrar un hilo conductor en todo aquel galimatías. Además esa mujer me repugnaba un poco. La agarré del brazo, la llevé hasta su puerta y la dejé para que durmiera la mona. Y luego, esta mañana, volvió a salir con una pequeña maleta. Me reconoció, sin demostrar ninguna sorpresa. Me explicó que estaba «hasta la coronilla de los anuncios por palabras» y que se iba tres o cuatro días a Berry, a casa de una amiga costurera. «La costura, no hay nada mejor», añadió.

—¿Y Reyer? ¿Se movió?

—Reyer se movió. Salió muy bien vestido hacia las once de la noche y volvió, tan elegante como se había ido, haciendo sonar su bastón, a la una y media de la madrugada. Pude hacer preguntas a Clémence, que no me conocía, pero a Reyer, imposible. Conoce mi voz. Así que permanecí oculto y apunté las horas a las que entraba y salía. De todas formas, le habría resultado difícil descubrirme, ¿verdad?

Margellon se echó a reír. Realmente era un gilipollas.

—Margellon, llámele por teléfono y pásemelo.

—¿A Reyer?

—Por supuesto, a Reyer.

Charles se echó a reír al oír la voz de Danglard, y Danglard no entendió por qué.

—Vamos inspector Danglard —dijo Charles—, acabo de enterarme por la radio de que tienen ustedes nuevas preocupaciones. Maravilloso. ¿Y vuelven a tomarla conmigo? ¿No se les ocurre una idea mejor?

—Reyer, ¿qué fue a hacer ayer por la noche?

—Ligar, inspector.

—Ligar, ¿dónde?

—En el Nouveau Palais.

—¿Alguien puede confirmarlo?

—¡Nadie! Usted sabe perfectamente que hay demasiada gente en los clubes nocturnos para que se pueda ver a alguien.

—Reyer, ¿qué le hace tanta gracia?

—¡Usted! Su llamada me hace gracia. Nuestra querida Mathilde, que no puede callarse, me dijo que el comisario le había aconsejado quedarse tranquilamente en casa. Deduje que preveían que habría jaleo. Así que me pareció una ocasión excelente para salir.

—Pero ¿por qué, Dios mío? ¿Cree que eso me simplifica el trabajo?

—No es mi intención, inspector. Ustedes no han hecho más que joderme desde que empezó esta historia. Me pareció que ahora me tocaba a mí.

—En resumen, salió para jodernos.

—Más o menos sí, porque chicas no conseguí ninguna. Estoy contento de saber que están ustedes jodidos. Realmente contento, se lo aseguro.

—Pero ¿por qué? —volvió a preguntar Danglard.

—Porque me hace sentir vivo.

Danglard colgó, bastante furioso. Aparte de Mathilde Forestier, nadie se había quedado aquella noche tranquilamente en la casa de la
Rué des Patriarches
. Mandó a Margellon a su casa y decidió sumergirse en el testamento de Delphine Le Nermord. Quería comprobar lo que legaba a su hermana. Dos horas más tarde, se había enterado de que no había ningún testamento. Delphine Le Nermord no había llevado a cabo ninguna disposición escrita. Hay días así, en los que todo se va de las manos.

Danglard se puso a pasear por su despacho y volvió a pensar que el sol, esa jodida estrella, explotaría dentro de cuatro o cinco mil millones de años, y no entendía por qué esa explosión le producía siempre pensamientos tan negros. Habría dado su vida para que el sol se mantuviera tranquilo dentro de cinco mil millones de años.

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