Clémence estaba permanentemente al borde del desmayo, pero podía decir la verdad respecto a la voz del teléfono. Mathilde pensó que seguramente se trataba de aquel poli medio raro medio encantador que había conocido diez días antes. Sin embargo, no veía ninguna razón para que Jean-Baptiste Adamsberg la llamara con urgencia. A menos que hubiera recordado su ofrecimiento de buscarle al hombre de los círculos. Ella se lo había propuesto impulsivamente, pero también porque le horrorizaba la idea de no volver a tener la ocasión de ver a ese poli que había sido el verdadero hallazgo de aquel día y que había salvado in extremis su trozo 1. Sabía que no olvidaría a ese tipo fácilmente, que se había quedado en un rincón de su memoria, difundiendo, aún durante varias semanas, su lánguida luz. Mathilde encontró el número de teléfono que Clémence había garabateado con su letrita de mosca.
Adamsberg había vuelto a su casa a esperar la llamada de Mathilde Forestier. La jornada se había anunciado típica de las que siguen a un asesinato, con la actividad muda y esforzada que se apodera de las personas del laboratorio, los despachos que apestan, los vasos de plástico en las mesas, el grafólogo que se había puesto a estudiar los negativos de Conti, con, además, una especie de temblor, de aprensión quizá, en la que este caso nada habitual parecía haber sumido a la comisaría del distrito 5. Era temor a fracasar o aprensión ante un asesino un poco monstruoso, pero Adamsberg no había intentado responder a esta pregunta. Para no ver todo aquello, había salido a caminar por las calles durante toda la tarde. Danglard le había alcanzado en la puerta. Aún no era mediodía y Danglard ya había bebido demasiado. Dijo que era irresponsable irse así el mismo día de un asesinato. Sin embargo, Adamsberg sabía perfectamente que nada le impediría más utilizar el pensamiento que el hecho de ver a diez personas reflexionando. Necesitaba que la comisaría terminara con su fiebre, sin duda una fiebre pasajera, y era fundamental que nadie esperara nada de él para que Adamsberg pudiera descubrir sus propias ideas. Y de momento, la efervescencia de la comisaría había hecho que salieran pitando como soldados atemorizados en el momento más duro del combate. Desde hacía mucho tiempo Adamsberg había hecho suya la evidencia de que, y a falta de combatientes, los combates se detienen, a falta de ideas, él dejaba de trabajar y no trataba de desalojarlas de las grietas en las que habían podido alojarse, cosa que siempre se había revelado como vana.
Christiane le esperaba ante la puerta.
No había tenido suerte porque esa tarde le hubiera gustado estar solo. O pasar la noche con la joven vecina de abajo, con la que ya se había cruzado cinco veces en la escalera y una vez en correos, y que le había enternecido profundamente.
Christiane dijo que venía de Orléans a pasar el fin de semana con él.
Se preguntaba si la joven vecina, cuando le había mirado en correos, había querido decir «me gustaría amarte» o bien «me gustaría charlar, me aburro». Adamsberg era dócil, tenía tendencia a acostarse con todas las chicas con las que le apetecía, y unas veces consideraba que realmente era algo bueno, porque parecía gustar a todo el mundo, y otras le parecía absurdo. De todas formas era imposible saber lo que la chica de abajo había querido darle a entender. También había intentado pensar en ello y luego lo había dejado para más tarde. ¿A qué conclusión habría llegado su hermanita? Su hermanita era una máquina de pensar, y eso le mataba. Le daba su opinión sobre todas las amigas que ella podía conocer. De Christiane había dicho: «Aprobado, cuerpo impecable, divertida durante una hora; ramificaciones del cerebro, de medianas a excesivas; mente centrípeta y pensamientos concéntricos, tres ideas básicas, se pone a dar vueltas al cabo de dos horas, va a la cama, abnegación servil en el amor, lo mismo al día siguiente. Diagnóstico: no abusar, cambiar si surge algo mejor».
No era por eso por lo que Adamsberg intentaba esa tarde evitar a Christiane. Era seguramente a causa de la mirada de la joven de correos. Seguramente porque había encontrado a Christiane esperándole, convencida de que él sonreiría, convencida de que él abriría la puerta, y luego se abriría la camisa, y luego la cama, convencida de que ella haría el café al día siguiente. Convencida. Y a Adamsberg, las convicciones que los demás ponían en él le mataban, y le entraba un deseo irrefrenable de decepcionar. Y además había pensado demasiado en la querida pequeña estos últimos tiempos, por un quítame allá esas pajas. Sobre todo se había dado cuenta, mientras caminaba aquella tarde, de que hacía nueve años que no la veía. ¡Nueve años, Dios mío! Y de repente, no le había parecido normal. Y había tenido miedo.
Hasta ese momento, siempre se la había imaginado recorriendo el mundo en el barco de un marino holandés, y en el camello de un bereber, y ejercitándose en la lanza dirigida por un guerrero peul, y comiendo tres cruasanes en el Café des Sports et des Artistes en Belleville, y ahuyentando la murria en una cama de hotel en El Cairo.
Y hoy se la había imaginado muerta.
Se había quedado tan conmocionado que se había parado a tomar un café, con la frente ardiendo y las sienes empapadas de sudor. La veía muerta, desde hacía mucho tiempo, con el cuerpo descompuesto bajo una lápida y, pegado a ella en su tumba, el paquetito de huesos de
Ricardo III.
Adamsberg había pedido auxilio al camellero bereber, al lancero peul, al marino holandés y al dueño del café de Belleville. Les había suplicado que volvieran a cobrar vida como siempre ante sus ojos, que se convirtieran en marionetas y ahuyentaran la sepulcral lápida. Sin embargo, había sido imposible encontrar a aquellos cuatro tipos asquerosos que habían dejado el campo libre al miedo. Muerta, muerta, muerta. Camille muerta. Por supuesto que muerta. Y mientras la había imaginado viva, aunque engañándola como la había engañado, aunque ahuyentándola de todos sus pensamientos, aunque acariciando los hombros del botones en su cama del hotel de El Cairo, después de que él acudiera a disipar su murria, incluso fotografiando todas las nubes del Canadá —porque Camille hacía colección de nubes con perfil humano, lo que, como es lógico, era muy difícil encontrar—, e incluso habiendo olvidado hasta su cara y hasta su nombre, incluso con todo eso, si Camille se desplazaba por alguna parte de la tierra, entonces todo iba bien. Pero si Camille estaba muerta, aquí o allá en el mundo, entonces la vida se ahogaba. Entonces quizá ya no merecía la pena el esfuerzo de agitarse por la mañana y correr durante el día, si ella estaba muerta, Camille, inverosímil vástago de un dios griego y una prostituta egipcia, así era como él veía su linaje. Quizá ya no merecía la pena el esfuerzo de crisparse buscando asesinos, saber cuántos terrones queremos en el café, acostarnos con Christiane, mirar todas las piedras de todas las calles, si en alguna parte Camille había dejado de dilatar la vida a su alrededor, con sus cosas graves y fútiles, una en la frente, otra en los labios, que se unían las dos formando un ocho que dibujaba el infinito. Entonces, si Camille estaba muerta, Adamsberg perdía la única mujer que le había dicho en voz baja una mañana: «Jean-Baptiste, me voy a Ouahigouya. Está en el nacimiento del Volta Blanco». Se separó de él, le dijo «Te quiero», se vistió y salió. A comprar el pan, pensó él. La querida pequeña no había vuelto. Nueve años. Él no habría mentido del todo si hubiera dicho: «He conocido bien Ouahigouya, incluso he vivido allí algún tiempo».
A pesar de todo, Christiane estaba ahí, convencida de que haría el café por la mañana, mientras la querida pequeña había muerto en alguna parte sin que él hubiera estado allí por si se podía hacer algo. Y él moriría algún día sin haber vuelto a ver jamás a la pequeña. Pensó que Mathilde Forestier podría sacarle de aquella negrura, aunque no era para eso para lo que la buscaba. Sin embargo esperaba que, al verla, la película seguiría donde se había quedado, con el botones en el hotel de El Cairo.
Y Mathilde llamó.
Adamsberg recomendó a Christiane, que se quedó muy decepcionada, que se fuera a dormir cuanto antes porque volvería tarde, y quedó con Mathilde Forestier en que iría media hora después a su casa.
Ella le recibió con una amabilidad que aflojó un poco el nudo con el que se le había estrangulado el mundo desde hacía varias horas. Incluso le besó rápidamente, no exactamente en la mejilla, no exactamente en los labios. Mathilde se rió, dijo que era delicioso, que poseía la intuición de elegir el lugar en el que había que besar, que para esas cosas era muy observadora, que no había que preocuparse porque sólo aceptaba como amantes a hombres de la misma edad que ella; era un principio absoluto que evitaba las complicaciones y las comparaciones. Después le llevó, agarrándole por el hombro, a una mesa en la que una anciana dama hacía solitarios y escribía cartas al mismo tiempo, y donde un gigantesco ciego parecía aconsejarla en las dos cosas. La mesa era ovalada y transparente, y tenía agua y peces dentro.
—Es una mesa-acuario —explicó Mathilde—. La inventé una noche. Es un poco enfática y un poco fácil... como yo. A los peces no les gusta que Clémence haga solitarios. Cada vez que golpea una carta contra el cristal, huyen, ¿lo ve?
—No me ha salido —suspiró Clémence recogiendo las cartas—. Es la señal de que no debería responder al anuncio del hombre bien conservado de setenta años. Aunque me tienta. Este anuncio me huele bien.
—¿Ha seleccionado muchos anuncios? —preguntó Charles.
—Dos mil trescientos cincuenta y cuatro. Jamás he encontrado la horma de mi zapato. Tendré que convencerme de que soy gafe. Me digo, Clémence, jamás lo conseguirás, jamás.
—Por supuesto que sí —dijo Mathilde para animarla—, sobre todo si Charles se presta a ayudarla a redactar las respuestas. Es un hombre y sabe lo que gusta a los hombres.
—Pero el producto no parece fácil de vender —dijo Charles.
—A pesar de todo, cuento con usted para encontrar la fórmula —respondió Clémence que parecía no enfadarse por nada.
Mathilde llevó a Adamsberg a su despacho.
—Vamos a sentarnos a mi mesa cósmica, si no le importa. Me relaja.
Adamsberg examinó una gran mesa de cristal negro, agujereada con cientos de puntos brillantes iluminados por debajo, que representaban todas las constelaciones del cielo. Era bonito, un poco excesivo.
—Mis mesas no tienen ningún éxito en el mercado —dijo Mathilde—. Frente a usted —continuó poniendo el dedo en la mesa— tiene el Escorpión, aquí la Serpiente, y la Lira, Hércules, la Corona. ¿Le gusta? Yo me siento ahí, con los codos en la constelación del Pez Austral. Y aunque no lo parezca, todo es falso. Aunque no lo parezca, miles de estrellas que seguimos viendo brillar ya han desaparecido, y eso hace que el cielo esté anticuado. ¿Se da cuenta, Adamsberg? ¿El cielo anticuado? ¿Y eso qué puede importar si lo vemos a pesar de todo?
—Señora Forestier —dijo Adamsberg—, me gustaría que esta noche me condujera al hombre de los círculos. ¿Hoy no ha escuchado la radio?
—No —dijo Mathilde.
—Esta mañana han encontrado una mujer degollada en uno de los círculos, a dos pasos de aquí, en la Rué Pierre-et-Marie-Curie. Una mujer muy gorda y muy normal, sin razón alguna que pudiera provocar su asesinato. El hombre de los círculos ha metido una marcha más.
Mathilde apoyó su oscuro rostro en los puños, y luego se levantó bruscamente, sacó una botella de whisky y dos vasos, y los posó en la constelación del Águila, entre ambos.
—No me encuentro muy bien esta tarde —dijo Adamsberg—. La muerte me ronda la cabeza.
—Ya lo veo. Hay que tomar un trago —dijo Mathilde—. Hábleme primero de la mujer degollada y hablaremos de la otra muerte después.
—¿Qué otra muerte? —preguntó Adamsberg.
—Tiene que haber otra a la fuerza —dijo Mathilde—. Si usted pusiera esa cara ante cada asesinato, hace tiempo que habría cambiado de oficio. Por lo tanto hay otra muerte que le parte la cabeza por la mitad. ¿Quiere que le conduzca al hombre de los círculos para detenerle?
—Es demasiado pronto. Quisiera saber cómo es, quisiera verle, quisiera conocerle.
—Me fastidia, Adamsberg, porque ese hombre y yo hemos llegado a ser un poco cómplices. Hay algo más entre él y yo de lo que le conté la otra vez. En realidad, ya le he visto al menos doce veces, y a partir de la tercera, él descubrió mi maniobra. Y aunque manteniéndose a distancia, permitió que le vigilara, me miró de reojo, quizá me sonrió, no lo sé, siempre se mantenía lejos de mí, o con la cabeza baja. Sin embargo, la última vez incluso me hizo un gesto con la mano antes de marcharse, estoy convencida de ello. No quise contarle todo esto el otro día, porque no tenía ganas de que me clasificara entre los maníacos. Después de todo, a los polis no se les puede impedir que clasifiquen a la gente. Pero ahora es diferente porque la policía va a investigarle por asesinato. Ese hombre, Adamsberg, me parece inofensivo. Yo he vagado mucho por las calles de noche como para saber presentir el peligro. Con él, no. Es bajito, casi minúsculo para ser un hombre, delgaducho, va bien arreglado, sus gestos son cambiantes, inconstantes, embrollados, no es guapo. Debe de tener sesenta y cinco años. Antes de agacharse para escribir su frase, se levanta los faldones del impermeable para no ensuciarlos.
—¿Cómo hace los círculos, desde el interior o desde el exterior?
—Desde el exterior. De repente se detiene ante un objeto e inmediatamente saca la tiza, como si supiera exactamente que ése era el objeto adecuado para esa noche. Lanza miradas a su alrededor, espera a que la calle esté desierta, no quiere ser visto, excepto por mí, a quien parece tolerar no sabría decir por qué. Quizá sospecha que puedo comprenderle. La operación le lleva veinte segundos aproximadamente. Traza el gran círculo dando la vuelta alrededor del objeto y luego se agacha para escribir, siempre mirando a todas partes. Después desaparece a la velocidad de la luz. Es ágil como el zorro y da la impresión de conocer sus itinerarios. Siempre me ha despistado, una vez hecho el círculo, y nunca he podido averiguar su domicilio. De todas formas, si usted detiene a ese tipo, tengo miedo de que cometa una gilipollez.
—No sé —dijo Adamsberg—. Tengo que verle antes. ¿Cómo le descubrió usted?
—No fue por arte de magia, investigué. En primer lugar llamé por teléfono a varios amigos periodistas que estaban interesados en su caso, muy al principio. Me dieron los nombres de las personas que habían encontrado los círculos y les habían dicho dónde estaban. Llamé a esos testigos. Quizá le parezca raro que me ocupe tanto de algo que no me concierne, pero es porque usted no trabaja con los peces. Cuando se pasan tantas horas estudiando los peces, una se dice que hay algo desproporcionado, que en realidad lo menos que se puede hacer es prestar también atención a los seres humanos, mirar cómo actúan ellos también. Bueno, eso se lo explicaré en otro momento. Casi todos los testigos habían descubierto los círculos antes de las doce y media de la noche, nunca más tarde. Como el hombre de los círculos atravesaba todo París, pensé, muy bien, entonces el tipo coge el metro, y no quiere perder el último, una hipótesis a tener en cuenta. Es absurdo, ¿no? Sin embargo dos círculos habían sido descubiertos hacia las dos de la mañana en el mismo perímetro, en la Rué Notre-Dame-de-Lorette y la Rué de la Tour-d'Auvergne. Como son calles muy concurridas, imaginé que los círculos debieron de ser trazados bastante tarde, después del último metro. Seguramente porque podía volver andando, porque vivía muy cerca. ¿Hasta aquí no voy demasiado desencaminada?