Muy bien, eso lo veremos esta noche, se dijo, convencido de ser un egoísta, pero convencido también por experiencia de que las personas que nos abandonan realmente, jamás se toman la molestia de advertírnoslo en una carta de seis páginas. Esas personas se eclipsan sin hablar, y eso es lo que había hecho la querida pequeña. Y los que deambulan dejando que sobresalga del bolsillo la culata de una pistola no se matan jamás, había dicho más o menos por este orden un poeta que no sabía cómo se llamaba. Así pues Christiane volvería con muchas reivindicaciones, cosa que hacía prever grandes complicaciones. Bajo la ducha, Adamsberg tomó la resolución de no ser demasiado perverso y meditar esa noche si deseaba pensar en ello.
Citó a Danglard y Conti en la Rué Saint-Jacques. El amasijo de cinta magnética se extendía como un montón de tripas al sol de la mañana, en medio del gran círculo, esta vez dibujado de un solo trazo. Danglard, inmenso, cansado, con el pelo rubio echado hacia atrás, le miró mientras se acercaba. No sabía por qué, si era a causa de su aspecto cansado, o de su gesto de pensador vencido perseverando en hacerse preguntas sobre los destinos o de la forma de estirar y doblar su gran cuerpo insatisfecho y resignado, pero Danglard, esa mañana, le conmovió. Realmente le apetecía volver a decir que le apreciaba mucho. En ciertos momentos, Adamsberg tenía una inusual facilidad para formular declaraciones breves y sentimentales que confundían a los demás por su sencillez, fuera de lo común entre adultos. No era raro que dijera a alguien que era guapo, aunque no fuera verdad, e independientemente de la extensión del período de indiferencia que sufriera.
En ese momento Danglard con la chaqueta impecable y la mente ocupada en alguna secreta preocupación, estaba apoyado en un coche. Con la punta de los dedos agitaba las monedas que llevaba en el fondo del bolsillo. Preocupaciones de dinero, pensó Adamsberg. Danglard le había confesado cuatro hijos, pero Adamsberg ya sabía, por ciertas conversaciones en los pasillos, que tenía cinco y que todos vivían en tres habitaciones y que sólo contaban con el sueldo de aquel padre ilimitado. Sin embargo, nadie se compadecía de Danglard, y Adamsberg igual que los demás. Era impensable compadecerse de un tipo así. Porque su manifiesta inteligencia generaba a su alrededor una zona protegida de un radio de dos metros, en la que uno se ponía a hablar con mucho cuidado desde el momento en que se penetraba en ella, y Danglard se convertía más bien en objeto de una vigilancia circunspecta que de cualquier tipo de gestos compasivos. Adamsberg se preguntó si «el amigo filósofo», al que Mathilde se refería sin cesar para describirse, generaba una zona parecida, y de qué amplitud. El amigo filósofo daba la impresión de conocer un aspecto de Mathilde. Seguramente había asistido a la velada celebrada en el Dodin Bouffant. Conseguir su nombre, su dirección, ir a verle, interrogarle, era una pequeña artimaña policial que quería llevar a cabo en la sombra. No era el tipo de cosas que Adamsberg solía hacer, pero esta vez quería encargarse de ello personalmente.
—Hay un testigo —dijo Danglard—. Ya estaba en la comisaría cuando me fui. Me espera para hacer una declaración completa.
—¿Qué vio?
—Vio, hacia las doce menos diez de la noche, un hombrecillo delgado que le adelantó corriendo. Ha sido esta mañana, escuchando la radio, cuando lo ha relacionado. Me ha descrito un individuo mayor, escuchimizado, ágil y calvo, que llevaba una cartera bajo el brazo.
—¿Nada más?
—Le pareció que dejaba tras de sí un ligero olor a vinagre.
—¿A vinagre? ¿No a manzana podrida?
—No. A vinagre.
Danglard había recuperado su buen humor.
—Mil testigos, mil narices —añadió sonriendo y agitando sus largos brazos—. Mil narices y mil diagnósticos. Mil diagnósticos y mil recuerdos de infancia. Para uno, manzana podrida, para otro, vinagre, y mañana para los demás, nuez moscada, betún, compota de fresa, talco, polvo de cortinas, infusión para la garganta, pepinillos... El hombre de los círculos debe de apestar a olores de infancia.
—Olor a armario —dijo Adamsberg.
—¿Por qué a armario?
—No lo sé. Los olores de la infancia están en los armarios, ¿no? Los armarios son inmutables. Todos los olores se mezclan en ellos, forman un todo, un todo universal.
—Estamos desvariando —dijo Danglard.
—No lo crea.
Danglard comprendió que Adamsberg empezaba de nuevo a flotar, a desconectar, a no sabía qué exactamente, en cualquier caso a aflojar las estructuras ya difusas de su lógica, y entonces sugirió regresar.
—No le acompaño, Danglard. Grabe la declaración del testigo del vinagre sin mí, pues me apetece oír hablar al «amigo filósofo» de Mathilde Forestier.
—Creía que el caso de la señora Forestier no le interesaba.
—Me interesa, Danglard. Estoy de acuerdo con usted en que está atravesada en el camino, aunque ella no me preocupa especialmente.
De todas formas, Danglard pensó que eran tan pocos los hechos que preocupaban especialmente al comisario que no perdió el tiempo en estudiar aquel matiz. Sí. La historia del cretino perrazo baboso, y todo lo que venía a continuación, había debido y debía de seguir preocupándole especialmente. Y otras cosas más de esa índole, que seguramente aprendería algún día. Es verdad, le ponía nervioso. Cuanto más conocía a Adamsberg, más inaccesible se le aparecía, tan imprevisible como una mariposa nocturna, cuyo vuelo pesado, loco y eficaz, agota al que intenta atraparla. Sin embargo, le hubiera gustado aprender eso de Adamsberg, aquella imprecisión, aquella aproximación y aquellas escapadas en las que su mirada parecía unas veces agonizar y otras arder, haciendo que uno deseara apartarse de él o acercarse más. Pensó que, con la mirada de Adamsberg, podría ver las cosas oscilar y perder sus contornos razonables, como hacen los árboles durante el verano con las vibraciones del calor. Que entonces el mundo le resultaría menos implacable, que dejaría de querer entenderlo hasta sus límites más lejanos, y hasta los puntos que ni siquiera se pueden ver en el cielo. Que estaría menos cansado. Pero sólo el vino blanco le proporcionaba ese distanciamiento breve y, él lo sabía, ficticio.
Como Adamsberg imaginaba, Mathilde no estaba en su casa. Encontró a la vieja Clémence inclinada sobre una mesa llena de diapositivas. En una silla a su lado, los periódicos estaban doblados por las páginas de los anuncios por palabras.
Clémence era demasiado charlatana para tener tiempo de sentirse intimidada. Se vestía superponiendo una sobre otra blusas de nailon como las capas de una cebolla. En la cabeza, la boina negra, y en la boca un cigarrillo tras otro. Hablaba sin apenas separar los labios, cosa que hacía que se viera muy poco aquella famosa dentadura que incitaba las divertidas comparaciones zoológicas de Mathilde. Ni tímida ni vulnerable, ni autoritaria ni simpática, Clémence era un personaje tan disparatado que no se podía evitar desear escucharla un poco para saber, más allá de todas las banalidades que amontonaba como barricadas, qué era lo que guiaba su energía.
—¿Qué tal los anuncios esta mañana? —preguntó Adamsberg.
Clémence hizo un gesto de duda.
—Siempre se puede esperar algo de: «Hombre tranquilo en casita retirada busca compañera menor de 55 aficionada colecciones de grabados del siglo XVIII», aunque a mí los grabados me importan un bledo, o de: «Retirado del comercio quisiera compartir con mujer todavía guapa pasiones por la naturaleza y curiosidades por los animales y más afinidades», aunque a mí la naturaleza me importa un bledo. De todas formas, no se pierde nada por intentarlo. Todos escriben lo mismo y nunca la verdad: «Hombre viejo mal conservado con barriga que sólo se interesa por sí mismo busca mujer joven para acostarse con ella». Como desgraciadamente la gente jamás escribe la realidad, se pierde un tiempo increíble. Ayer contesté tres y recogí la hez de los frustrados de la vida. Sin embargo, lo que hace que todo fracase es que, en cuanto al físico, yo no les intereso. Así que estoy en un callejón sin salida. ¿Qué hacer? Dígamelo.
—¿Me lo pregunta? ¿Por qué quiere casarse a cualquier precio?
—Esa es la pregunta que no me hago. Todos podrían decir: «Esa pobre vieja, Clémence, no soportó que su novio desapareciera dejándole una nota». Pero no, Jesús, me dio exactamente igual en ese momento, tenía veinte años, y me sigue dando exactamente igual. Me gustan demasiado los hombres, tengo que reconocerlo. No, debe de ser para tener algo que hacer en la vida. No se me ocurre otra idea. Tengo la impresión de que todas las mujeres buenas son así. Aunque tampoco me gustan demasiado las mujeres buenas. Piensan como yo, que casándose todo está arreglado, que harán algo importante en su vida. Además yo voy a misa, imagínese. Si no me impusiera todo eso, ¿en qué me convertiría? Robaría, saquearía, escandalizaría. Y Mathilde dice que soy encantadora. Es mejor ser encantadora, da menos problemas, ¿no es cierto?
—¿Y Mathilde?
—Si no fuera por ella, me pasaría la vida esperando al Mesías en Censier-Daubenton. Se está bien con ella. Haría lo que fuera por agradar a Mathilde.
Adamsberg no hizo nada por entender aquellas frases contradictorias. Mathilde había dicho que Clémence podía decir azul durante una hora y rojo durante la hora siguiente, y reinventar toda su vida a su antojo y según el interlocutor. Haría falta alguien que tuviera el valor de escuchar a Clémence durante meses para poder ver en ella algo un poco claro. Un gran valor. Un psiquiatra, dirían otros. Y aún así, sería demasiado tarde. Todo parecía demasiado tarde para Clémence, eso era evidente, pero Adamsberg no llegaba a sentir compasión alguna. Seguramente Clémence era encantadora, seguramente, pero tan poco enternecedora que se preguntaba dónde encontraba Mathilde ganas para alojarla en el Picón y hacerla trabajar para ella. Si alguien era bueno, en el sentido profundo del término, sin duda era Mathilde. Majestuosa y mordaz, pero fastuosa, pero roída por la generosidad. Algo que se producía violentamente en Mathilde y tiernamente en Camille. Danglard parecía pensar otra cosa de Mathilde.
—¿Mathilde tiene hijos?
—Una hija, señor. Una belleza. ¿Quiere ver una foto suya?
De repente, Clémence se había vuelto mundana y respetuosa. Quizás había llegado el momento de tomar lo que había ido a buscar antes de que ella cambiara de comportamiento.
—No me enseñe ninguna foto —dijo Adamsberg—. ¿Conoce usted a su amigo filósofo?
—Hace usted montones de preguntas, señor. No perjudicará a Mathilde, ¿verdad?
—Por nada del mundo, al contrario, siempre que quede entre nosotros.
A Adamsberg no le gustaba mucho esa forma de hipocresía policial, pero ¿qué podía hacer para eludir ese tipo de frases? Entonces las recitaba de memoria como la tabla de multiplicar, para agilizar.
—Le he visto dos veces —dijo Clémence con cierto orgullo, aspirando el humo del cigarrillo—. Fue él quien escribió esto...
Escupió unas hebras de tabaco, buscó en la biblioteca y tendió a Adamsberg un grueso volumen:
Las zonas subjetivas de la conciencia,
por Real Louvenel. Real, un nombre de Canadá. Por un momento, Adamsberg dejó que ascendieran a su memoria las migajas de recuerdos que le evocaba ese nombre. Ninguno le llegó claramente.
—Empezó siendo médico —precisó Clémence entre dientes—. Según parece es un cerebro, eso dicen. No sé si usted podría estar a su altura. No pretendo molestarle, pero hay que hablar con él para entenderlo. Mathilde sí parece comprenderle. Además, sé que vive solo con doce perros labradores. Su casa debe de apestar. Jesús.
Clémence había abandonado el tono respetuoso. No había durado mucho. Ahora, volvía a ser la tonta del bote. Entonces, bruscamente, dijo:
—Y usted, ¿qué? ¿Es interesante el hombre de los círculos? ¿Hace usted cosas con su vida? ¿O la cierra como los demás?
Aquella vieja iba a acabar sacándole de quicio, cosa que no solía ocurrirle. No porque sus preguntas le inquietaran. En el fondo, eran preguntas banales. Pero la ropa que llevaba, sus labios que nunca se abrían, sus manos enguantadas para no ensuciar las diapositivas, sus sucesivas peroratas, en nada de eso encontraba el menor interés. Que la bondad de Mathilde haga lo que pueda para que Clémence salga del atolladero. El no tenía ganas de involucrarse más de la cuenta. Tenía la información que quería y eso le bastaba. Se marchó sigilosamente murmurando algunas frases amables para que le resultara más fácil.
Dedicándole un tiempo, Adamsberg buscó la dirección y el número de teléfono de Real Louvenel. La voz chillona de un hombre sobreexcitado le respondió que aceptaba verle esa tarde.
Era verdad que en casa de Real Louvenel apestaba a perro. El hombre se movía sin parar, y era tan incapaz de mantenerse sentado en una silla que Adamsberg se preguntó cómo podía hacer para escribir. Más tarde se enteró de que dictaba sus libros. Mientras respondía a las preguntas de Adamsberg con buena voluntad, Louvenel hacía otras diez cosas al mismo tiempo: vaciaba un cenicero, comprimía los papeles en la papelera, se sonaba, silbaba a un perro, aporreaba el piano, se apretaba el cinturón en el siguiente orificio, se sentaba, se levantaba, cerraba la ventana, acariciaba la butaca. Una mosca no habría podido seguirle. Mucho menos Adamsberg. Adaptándose como podía a aquel agotador ritmo trepidante, Adamsberg intentaba tomar nota de las informaciones que surgían de las frases enormemente complicadas de Louvenel, haciendo un gran esfuerzo para que no le distrajera el espectáculo del hombre que rebotaba en todas las paredes de la habitación, y el de cientos de fotos clavadas en las paredes, que representaban camadas de perros labradores o chicos desnudos. Oyó a Louvenel decir que Mathilde habría sido más adulta y más profunda si su impulso no la estuviera apartando continuamente de sus primitivos proyectos, y que se habían conocido en la universidad. Luego dijo que en el Dodin Bouffant ella estaba completamente borracha, que había reunido a todos los clientes para contar que el hombre de los círculos y ella formaban una verdadera pareja de amigos, que eran como uña y carne, y que nadie, excepto ella y él, entendía nada de aquel «renacimiento metafórico de las aceras como nuevo campo científico». Mathilde también había dicho que el vino era bueno y que quería más, que había dedicado al hombre de los círculos su último libro, que su identidad no era ningún misterio para ella, pero que la dolorosa existencia de ese hombre sería su secreto, su «mathildeísmo». Igual que decimos «esoterismo». Un «mathildeísmo» es algo que ella no confía a nadie, y que, por otra parte, no tiene interés objetivo alguno.