Estaba pensando todo esto cuando sir Eustace pasó cubierta abajo. En el momento de llegar a la altura del señor Chichester, se agachó y recogió un pedazo de papel que le entregó diciendo:
—Ha dejado usted caer esto.
Siguió adelante sin detenerse; conque, probablemente, no se dio cuenta de la agitación del reverendo. Yo sí. Fuera lo que fuese lo que había dejado caer, el recobrarlo le agitó considerablemente. Se puso de color verdoso y arrugó el papel hasta hacer una bola. Mis sospechas se centuplicaron.
La mirada del pastor se cruzó con la mía, y se puso a dar explicaciones precipitadamente.
—Un... un... fragmento de un sermón que estaba componiendo —dijo, con acuosa sonrisa.
—¿De veras? —murmuré cortésmente.
¡El fragmento de un sermón! ¡Narices, señor Chichester! ¡Ya se le podía haber ocurrido una explicación mejor!
No tardó en separarse de mí, mascullando una excusa. Lástima, ¡ah, qué lástima!, que no hubiera encontrado yo el papel en lugar de sir Eustace Pedler. Una cosa estaba clara: no podía eliminar al señor Chichester de mi lista de sospechosos. Me inclinaba incluso a ponerle a la cabeza de ella.
Después de comer, cuando salí al saloncillo a tomar café, vi a sir Eustace y a Pagett sentados con la señora Blair y el coronel Race. La señora Blair me recibió con una sonrisa; conque me reuní con ellos. Hablaban de Italia.
—Sí que engaña a cualquiera —insistió la señora Blair—.
Aqua calda
debiera de querer decir «agua fría» y no «agua caliente»[3].
—Bien se ve —sonrió sir Eustace— que no está usted fuerte en latín.
—¡Suelen darse tantos aires de superioridad los hombres, cuando de latín se trata...! —exclamó la señora Blair—. Lo que no impide que, cuando les ruego que me traduzcan alguna inscripción de las que se encuentran en las iglesias antiguas, se vean incapaces de complacerme. Carraspean, vacilan y procuran salirse del compromiso como pueden.
—En efecto —asintió el coronel Race—, eso es lo que hago yo siempre.
—Pero adoro a los italianos —continuó la señora Blair—. ¡Son tan amables...! Aunque eso no deja de tener sus inconvenientes. Les pregunta usted el camino a alguna parte y, en lugar de decir «la primera a la derecha y la segunda a la izquierda» o algo así que comprenda una bien, le sueltan un chorro de explicaciones muy bien intencionadas. Y, cuando una pone cara de aturdida, la cogen bondadosamente del brazo y la acompañan hasta el punto donde una se quiere dirigir.
—¿Es eso lo que le ha ocurrido a usted en Florencia, Pagett? —inquirió sir Eustace volviéndose, con una sonrisa, hacia su secretario.
Por Dios sabe qué misteriosa razón la pregunta pareció desconcertar al señor Pagett. Tartamudeó; se puso colorado.
—¡Oh..., en efecto, sí... ah..., en efecto!
Luego, murmurando una excusa, se puso en pie y abandonó la mesa.
—Empiezo a sospechar que Pagett ha cometido algún delito en Florencia —observó sir Eustace mirando al secretario que se alejaba—Siempre que se habla de Florencia o de Italia, cambia de conversación o se retira precipitadamente.
—Tal vez asesinara a alguien allí —murmuró la señora Blair—. Tiene cara... espero que mis palabras no le molesten, sir Eustace... pero sí que tiene cara de ser capaz de asesinar a cualquiera.
—¡Sí! ¡Cara de siglo dieciséis puro! Me hace gracia a veces... sobre todo sabiendo, como yo sé, cuan decente es el pobre y cuan escrupuloso acatador de la ley.
—Lleva algún tiempo a su servicio, ¿verdad, sir Eustace? —dijo el coronel Race.
—Seis años —anunció el otro, con un profundo suspiro.
—Debe de encontrarle usted de incalculable valor —observó la señora Blair.
—Oh, ya lo creo... Sí, ¡de un valor incalculable!
Hablaba el pobre hombre con voz tan deprimida como si el incalculable valor del señor Pagett fuera para él motivo de secreto sentimiento. Luego agregó, más animado:
—Pero su rostro debía inspirarle confianza en realidad, mi querida amiga. Ningún asesino que se preciara en algo consentiría en parecerse a un asesino. Crippen[4], según tengo entendido, era el hombre más agradable que pueda uno imaginarse.
—Le detuvieron a bordo de un trasatlántico, ¿no? —murmuró la señora Blair.
El ruido de vajilla que entrechocaba con violencia sonó de súbito a nuestras espaldas. Me volví rápidamente. El señor Chichester había dejado caer su taza de café.
Nuestro grupo no tardó en dispersarse. La señora Blair se retiró a su camarote para echar un sueño. Yo salí a cubierta. El coronel Race me siguió.
—Es usted muy esquiva, señorita Beddingfeld. La busqué por todas partes anoche, en el baile.
—Me acosté temprano —le expliqué.
—¿Va usted a escaparse esta noche también? ¿O bailará conmigo?
—Bailaré con usted gustosa —murmuré con timidez—. Pero la señora Blair...
—A nuestra amiga la señora Blair no le gusta bailar.
—Y, ¿a usted?
—Me gusta bailar con usted.
—¡Oh! —exclamé nerviosa.
Le tenía un poco de miedo al coronel Race. No obstante, me estaba divirtiendo. Aquello resultaba mejor que discutir de cráneos fósiles con aburridos científicos. El coronel Race era el rhodesiano severo y silencioso de mis ensueños. ¡Tal vez me casara con él! No había pedido mi mano, cierto, pero, como reza el lema de los exploradores: «¡Estad prevenidos!» Y toda mujer, sin tener la menor intención de ello, considera a todo hombre con quien se encuentra como posible marido para sí o para su mejor amiga.
Bailé varias veces con él aquella noche. Lo hacía muy bien. Cuando terminó el baile y pensaba yo en acostarme, propuso que diéramos una vueltecita por cubierta. Dimos tres vueltas y acabamos sentándonos en dos gandulas. No se veía a nadie más por allí. Charlamos de cosas sin conexión durante unos momentos.
—¿Sabe, usted, señorita Beddingfeld, que creo haber tenido ocasión de hablar con su padre una vez? Un hombre interesantísimo... hablando de su especialidad... y es una especialidad que a mí me fascina. También he tocado yo ese asunto en pequeño. Cuando estuve en la región de Dordogne.
Nuestra conversación se hizo técnica. El coronel Race no había exagerado. Conocía a fondo el tema. No obstante, cometió dos o tres errores curiosos, casi los hubiera creído yo simples deslices. Pero, al apuntarlos yo, cubrió sus errores con rapidez. Una vez habló del período musteriense como si hubiera seguido al aurignáceo, error absurdo para quien sepa una palabra del asunto.
Eran las doce cuando me retiré a mi camarote. Aún estaba interesada por aquellas extrañas discrepancias. ¿Sería posible que se hubiera estudiado todo el tema con el exclusivo propósito de hablar conmigo y que no supiera una palabra de arqueología? Sacudí la cabeza, nada satisfecha de semejante explicación.
En el preciso instante en que empezaba a dormirme, me incorporé con sobresalto al ocurrírseme otra idea. ¿Me habría estado sonsacando? ¿Serían aquellos pequeños errores simples pruebas, para averiguar si yo sabía, en efecto de qué estaba hablando? En otras palabras: sospechaba que yo no era, en realidad, Anita Beddingfeld.
¿Por qué?
Extracto del libro de sir Eustace Pedler
La vida a bordo de un barco tiene sus compensaciones. Es una vida apacible. Mis canas me eximen, por fortuna, de indignidades tales como coger manzanas con los dientes, correr por cubierta con un huevo o una patata en una cuchara, y de otros deportes aún más violentos. Jamás he logrado comprender que diversión halla la gente jugando de una manera tan absurda. Pero hay muchos imbéciles en el mundo. Uno alaba a Dios por su existencia y procura no cruzarse en su camino.
Por suerte, soy un navegante excelente. Pagett, pobre hombre, no lo es. Empezó a cambiar de color en cuanto nos apartamos de la costa. Supongo que mi otro mal llamado secretario se encuentra mareado también. No ha asomado la cabeza aún, por lo menos. Pero quizá no se trate de mareo, sino de alta diplomacia. Lo interesante es que a mí no me ha molestado.
En conjunto, el pasaje es una verdadera calamidad. No hay más que dos que sepan jugar decentemente al bridge, y una mujer a la que valga la pena mirar dos veces: la señora de Clarence Blair. La he conocido en Londres, claro está. Es una de las pocas mujeres que conozco que pueden jactarse de poseer sentido humorístico. Me gusta hablar con ella. Y me gustaría mucho más, de no ser por el patilargo y taciturno imbécil que se ha pegado a ella como una lapa. No puedo creer que ese coronel Race le resulte entretenido de verdad. Es bien parecido, hasta cierto punto... pero más aburrido que una ostra. Uno de esos hombres fuertes y silenciosos por los que deliran los novelistas y las jovencitas.
Guy Pagett salió con pena a cubierta cuando dejamos Madeira atrás, y empezó a rezongar en voz hueca sobre la necesidad de trabajar. ¿Para qué diablos querrá nadie trabajar a bordo de un barco? Es cierto que prometí a mis editores entregarles mis «Reminiscencias» a principios de verano. Pero, ¿qué importa? ¿Quiénes son, después de todo, los que leen libros de reminiscencias? Las viejas de los suburbios. Y, ¿qué son mis reminiscencias después de todo? He tropezado con cierto número de personas supuestamente famosas durante mi existencia. Con la ayuda de Pagett, invento anécdotas insípidas de cada una de ellas. Y la verdad es que Pagett resulta demasiado honrado para hacer ese trabajo. No me permite que invente anécdotas de la gente a quien hubiera podido conocer pero a la que no conozco ni de oídas.
Probé convencerle haciendo alarde de sentimientos bondadosos.
—Está usted hecho un perfecto guiñapo aún, amigo mío —le dije—; lo que necesita es una gandula puesta al sol. No... ni una palabra más. El trabajo tendrá que esperar.
Cuando quise darme cuenta, estaba preocupado ya por la necesidad de un camarote de repuesto.
—No hay sitio en el suyo para trabajar, sir Eustace. Está lleno de baúles.
Por su tono, cualquiera hubiera creído que los baúles son cucarachas... cosas que están de más en un camarote.
Me tomé la molestia de explicarle que, aunque él tal vez lo ignorase, existe la costumbre de llevarse consigo una muda de ropa cuando uno se va de viaje. Se dibujó en sus labios la pálida sonrisa con que suele recibir mis bromas, y luego volvió a la carga.
—Y mal podríamos trabajar en el cuchitril que me ha tocado.
—Conozco ya los cuchitriles de Pagett; suele escoger para sí el mejor camarote de un barco.
—Siento que el capitán no le cediera su camarote esta vez —le respondí con sarcasmo—. Pero si quiere, puede depositar parte de su equipaje en mi camarote...
Es peligroso ser sarcástico con un hombre como Pagett. Se animó inmediatamente.
—Si pudiera quitarme de encima la máquina de escribir y el baúl de los papeles y sobres...
El baúl de los papeles y sobres pesa varias toneladas. Es causa de continuos
y
desagradables incidentes con mozos de cuerda y de estación. La ambición preponderante de Pagett es cargarme a todas horas con semejante armatoste. El objeto de luchas perpetuas entre ambos. Él parece considerarlo equipaje personal mío. Yo, por mi parte, considero que encargarse del baúl es la única cosa verdaderamente útil que pueda hacer un secretario.
—Tomaremos otro camarote —le contesté, precipitadamente.
La cosa parecía bastante sencilla; pero Pagett es un hombre a quien los misterios encantan. Vino a mí al día siguiente con cara de conspirador de la época del Renacimiento.
—¿Recuerda que me dijo que alquilara el camarote número diecisiete para despacho?
—Bueno, ¿y qué? ¿Se ha encallado el baúl de papel en la puerta?
—Las puertas son del mismo tamaño en todos los camarotes —me contestó Pagett, muy serio—. Pero le digo a usted, sir Eustace, que hay algo raro en ese camarote.
Recuerdos de la lectura de novelas terroríficas acudieron a mi mente.
—Si quiere usted decir que hay duendes —le repuse—, no veo yo por qué hemos de preocuparnos puesto que no pensamos dormir en él. A una máquina de escribir no le afectan los fantasmas.
Pagett dijo que no se trataba de fantasmas y que, después de todo, no había podido conseguir el camarote 17. Me contó una larga y complicada historia. Al parecer, él, un tal señor Chichester, y una muchacha que se llamaba Beddingfeld, casi habían llegado a las manos en su disputa para ocupar el 17. Ni que decir tiene que la muchacha había ganado y Pagett aún trinaba al recordarlo.
—El trece y el veintiocho son mucho mejores camarotes —reiteró—; pero ninguno de los dos quiso saber una palabra de ellos.
—Si a eso viene —le dije ahogando un bostezo—, a usted parece haberle ocurrido otro tanto que a ellos, querido Pagett.
Me dirigió una mirada de reproche.
—Me dijo usted que alquilase el diecisiete.
Pagett es a veces de una testarudez que atonta.
—Mi querido Pagett —le dije, irritado—, mencioné el número diecisiete, porque dio la casualidad que lo vi desocupado. Pero no era mi intención que luchase usted a muerte por conseguirlo. Igual nos hubiera servido el trece o el veintiocho.
Puso cara de fastidiado.
—Es que hay algo más —insistió—. La señorita Beddingfeld se quedó con el camarote; pero esta mañana vi salir de él furtivamente al señor Chichester.
Le miré con severidad.
—Si lo que usted quiere es dar un escándalo usando como protagonistas a Chichester, que es misionero (aunque como persona resulte veneno puro), y a esa linda niña Ana Beddingfeld, me niego a creer una palabra de cuanto usted me diga —le contesté, con frialdad—. Anita Beddingfeld es una muchacha agradable en sumo grado... y tiene unas pantorrillas extraordinariamente bonitas; y hasta creo que no hay piernas tan lindas como las suyas en todo el barco. Puedo asegurarlo.
A Pagett no le gustó que hiciese referencia a las pantorrillas de Ana Beddingfeld. Es uno de esos hombres que nunca se fijan en una pantorrilla o que, si lo hacen, antes morirían que confesarlo. La admiración que tales cosas me producen se le antoja frívola. Me gusta molestar a Pagett. Conque continué, con mala intención:
—Puesto que ya ha entablado conversación con ella, podría invitarla a que comiera en nuestra mesa mañana por la noche. Habrá baile de máscaras. Y, a propósito, más vale que vaya a ver al barbero y escoja un disfraz para mí.
—Pero, ¿es posible que piense ir con disfraz? —exclamó Pagett, horrorizado.