»Pero el asunto no llegó a llevarse a los tribunales. Sir Lorenzo Eardsley pagó una cantidad equivalente al valor de los diamantes que faltaban y De Beers retiró la acusación. Jamás se ha sabido cómo se llevó a cabo el robo. Pero el saber que su hijo era un ladrón fue un golpe demasiado rudo para el viejo. Sufrió un ataque de apoplejía poco después. En cuanto a Juan, su suerte fue, hasta cierto punto, piadosa. Se incorporó a filas, marchó a la guerra, luchó valientemente y murió, limpiando así la mancha que empañaba su nombre. Sir Lorenzo sufrió un tercer ataque y murió hace cosa de un mes. Murió sin testar, y su cuantiosa fortuna pasó a manos de su pariente más próximo, un hombre al que apenas conocía.
El coronel hizo una pausa. Se oyó una babel de exclamaciones y preguntas. Algo pareció llamar la atención de la señorita Beddingfeld y se volvió en su asiento. Al oír su exclamación ahogada, me volví yo también.
Mi nuevo secretario Rayburn se hallaba en pie junto a la puerta. Por debajo del atezado, su rostro tenía la palidez de quien ha visto un fantasma. Evidentemente, el relato de Race le había conmovido profundamente.
Dándose cuenta de pronto de que le observábamos, dio media vuelta y desapareció.
—¿Sabe usted quién es ese hombre? —inquirió Ana Beddingfeld bruscamente.
—Es mi otro secretario —le expliqué—. El señor Rayburn. Ha estado mareado hasta ahora.
—¿Hace mucho que es secretario suyo?
—No mucho —respondí con cautela y cierta precaución.
Pero la cautela de nada sirve para una mujer. Cuanto más se retiene uno, mayor es la fuerza con que ataca. Ana Beddingfeld no se anduvo en contemplaciones.
—¿Cuánto hace? —preguntó sin rodeos.
—Pues... ah... lo tomé a mi servicio unos días antes de embarcar. Me lo recomendó un viejo amigo.
La muchacha se sumió en pensativo silencio y no dijo una palabra más. Me volví hacia Race. Se me antojaba que ahora me tocaba a mí dar muestras de interés en su relato.
—¿Quién es el heredero de sir Lorenzo, Race? ¿Lo sabe usted?
—Debiera de saberlo —respondió, sonriente—. ¡Soy yo!
Se reanuda el relato de Ana
Fue la noche del baile de máscaras cuando decidí que había llegado el momento de que confiara en alguien. Hasta entonces había trabajado sola y hallado gran placer en ello. Ahora, de pronto, todo había cambiado. Desconfiaba de mi propio criterio, y por primera vez se apoderó de mí una sensación de soledad y desolación.
Me senté en el borde de mi litera, disfrazada de gitana aún, y pasé revista a la situación. Pensé primero en el coronel Race. Parecía haberle sido simpática. Se mostraba bondadoso; estaba segura de ello. Y no tenía un pelo de tonto. Me relevaría de toda preocupación. Se hacía cargo, por completo, del asunto. Y... ¡el misterio era mío! Había otras razones también, que apenas quería confesarme a mí misma, pero que hacían poco aconsejable que escogiera al coronel Race por confidente.
Luego pensé en la señora Blair. Ella también se había mostrado bondadosa conmigo. No fui tan tonta como para creerme que aquello significara gran cosa en realidad. Probablemente se trataba de un simple capricho pasajero. No obstante, en mi poder estaba el despertar su interés. Era mujer que había experimentado la mayoría de las sensaciones corrientes de la vida. ¡Me proponía proporcionarle una sensación extraordinaria! Y me era simpática. Me gustaba su aplomo, su falta de sentimentalismo, el hecho de que careciera de toda afectación.
Me decido. Iría a verla inmediatamente. No era fácil que se hubiese acostado ya.
Entonces me acordé de que no conocía el número de su camarote. Mi amiga la camarera de noche lo sabría con toda seguridad. Toqué el timbre. Al cabo de un buen rato acudió a mi llamada un hombre. Me dio la información que necesitaba. El camarote de la señora Blair era el número 71. Se excusó por haber tardado en contestar al timbre, pero explicó que tenía que atender él sólo a todos los camarotes.
—¿Dónde está la camarera, pues? —le pregunté.
—Se retiran todas a las diez.
—No. Me refiero a la camarera de noche.
—No hay camareras por la noche, señorita.
—Pero..., ¡pero si vino una camarera la otra noche...! a eso de la una.
—Lo soñaría usted, señorita. No hay camareras después de las diez.
Se retiró y yo quedé asimilando lo que me acababa de decir. ¿Quién era la mujer que había acudido a mi camarote la noche del 22? Mi rostro se tornó más serio al darme yo cuenta de la astucia y la audacia de mis desconocidos adversarios.
Me puse en pie, salí de mi camarote y me dirigí al de la señora Blair. Llamé a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—Soy yo... Ana Beddingfeld.
—¡Oh...!, adelante, gitanilla.
Entré. Había mucha ropa tirada por el cuarto. La señora Blair llevaba uno de los kimonos más preciosos que en mi vida había visto. Era todo de color naranja, oro y negro y se me hizo la boca agua al mirarlo.
—Señora Blair —dije bruscamente—, quiero contarle la historia de mi vida..., es decir, si no es demasiado tarde y no le aburre a usted escucharme.
—¡Qué ha de ser! Nunca me gusta meterme en la cama —dijo la señora Blair, sonriendo deliciosamente—. Y me encantaría conocer la historia de su vida. Es usted una muchacha extraordinaria, gitanilla. A ninguna otra persona se le hubiera ocurrido irrumpir en mi camarote a la una de la madrugada para contarme la historia de su vida. ¡Sobre todo después de desairarme negándose a satisfacer mi curiosidad natural durante semanas enteras como ha hecho usted! No estoy acostumbrada a que me desairen. Ha resultado una novedad agradable. Siéntese en el sofá y descargue su alma.
Le conté toda mi historia. Tardé bastante porque no olvidé detalle. Ella exhaló un profundo suspiro cuando hube terminado; pero no dijo lo que yo había esperado que dijese. En lugar de eso, me miró, rió un poco y observó:
—¿Sabe usted, Anita, que es una muchacha que se sale de lo corriente? ¿No ha sentido alguna vez arrepentimiento?
—¿Arrepentimiento? —inquirí, curiosa.
—Sí. ¡Arrepentimiento, arrepentimiento, arrepentimiento! ¡Emprender un viaje sin un penique como quien dice! ¿Qué hará cuando se encuentre en un país extranjero y sin dinero?
—Es inútil preocuparse por eso hasta que el caso se presente. Aún me queda dinero abundante. Las veinticinco libras que me dio la señora Flemming están casi intactas, y además gané el plato
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ayer. Representa quince libras esterlinas. ¡Pero si tengo la mar de dinero! ¡Cuarenta libras!
—¡La mar de dinero! ¡Dios Santo! —murmuró la señora Blair, extrañada—. Sería incapaz de embarcarme alegremente con unas cuantas libras en el bolsillo sin saber qué hacía ni adonde iba.
—Ahí está lo divertido, precisamente —exclamé—. ¡Eso da una sensación tan espléndida de aventura!
Me miró, movió la cabeza afirmativamente dos o tres veces y luego sonrió.
—¡Afortunada Anita! No hay mucha gente en el mundo que sienta lo que usted.
—Bueno —pregunté, con impaciencia—, ¿qué opina usted de todo eso, señora Blair?
—Me parece la cosa más emocionante que he oído en mi vida. Y ahora, para empezar, dejará usted de llamarme señora Blair. Susana sonará mucho mejor. ¿De acuerdo?
—Me encantará hacerlo, Susana.
—Magnífico. Vamos al grano, pues. Dice que en el secretario de sir Eustace..., no ese Pagett carilargo, sino el otro... reconoció al hombre que fue apuñalado y se metió en su camarote en busca de refugio.
Moví afirmativamente la cabeza.
—Así tenemos dos eslabones entre sir Eustace y el enredo. La mujer murió asesinada en su casa y es su secretario quien recibe la puñalada a la mística hora de la una de la madrugada. Yo no sospecho del propio sir Eustace; pero todo puede ser casualidad. Existe alguna relación, aun cuando él mismo la ignore. Luego —agregó—, hay ese extraño asunto de la camarera. ¿Qué aspecto tenía?
—Apenas me fijé en ella. ¡Estaba tan excitada y en tensión...! Y lo que menos esperaba ver en aquel momento era a una camarera. Pero... sí... sí que me pareció conocida su cara. Y lo sería, naturalmente, si la había visto a bordo.
—Su cara le parecía conocida —dijo Susana—. ¿Está segura de que no se trataba de un hombre?
—Era muy alta —reconocí.
—¡Hum! No sería sir Eustace, creo yo, ni el señor Pagett... ¡Aguarde!
Tomó un trozo de papel y se puso a dibujar febrilmente. Inspeccionó el resultado, ladeando la cabeza.
—Es un buen retrato del reverendo Eduardo Chichester —anunció—. Ahora faltan los adornos. Ello completará el retrato.
Me entregó el papel.
—¿Es está la camarera que acudió?
—Pues..., ¡sí! ¡Oh, Susana, qué lista es usted! —exclamé.
Rechazó la alabanza con un gesto.
—Siempre he desconfiado del Chichester ese. ¿Recuerda cómo dejó caer la taza de café y se puso de un color verdoso cuando discutíamos el caso Crippen el otro día?
—¡E intentó ocupar el camarote diecisiete!
—Sí; todo concuerda hasta ese punto. Pero, ¿qué significa? ¿Qué era lo que debía ocurrir a la una en punto en el camarote 17? No puede haber sido el apuñalamiento del secretario. No habría por qué fijar eso para una hora especial, un día determinado y lugar fijado de antemano. No. Seguramente se trataría de una cita y al secretario le darían la puñalada cuando acudía a ella. Pero, ¿con quién tenía la cita? No con usted, desde luego. Hubiera podido ser con Chichester. O con Pagett.
—Eso parece poco probable —objeté—; esos dos pueden verse en cualquier momento.
Ambas callaron unos instantes. Luego Susana dijo:
—¿Puede haber sido algo oculto en el camarote?
—Eso ya parece más probable —asentí—. Explicaría el hecho de que me hubieran registrado el camarote a la mañana siguiente. Pero no había nada escondido. Estoy segura de ello.
—¿No pudo haber metido el joven algo en el cajón la noche anterior?
Negué con la cabeza.
—Lo hubiese visto.
—¿Cree que pueden haber andado buscando el papelito que usted guarda?
—Es posible; pero se me antoja un trabajo inútil. Sólo contiene una hora y una fecha... y ambas habían pasado ya para entonces.
Susana asintió con la cabeza.
—Sí, es verdad. No era el papel. A propósito, ¿lo lleva encima? Me gustarla verlo.
Yo había cogido el papel antes de salir para enseñárselo precisamente. Se lo di. Ella lo escudriñó, frunciendo el entrecejo.
—Hay un punto después del diecisiete. ¿Por qué no hay un punto detrás del uno también?
—Hay un espacio —dije yo.
—Hay un espacio, pero...
De pronto se puso en pie y examinó minuciosamente el papel, notándose en ella cierta excitación reprimida.
—¡Anita! ¡Eso no es un punto! ¡Es una impureza del papel! Un fallo, ¿lo ve? Conque hay que hacer caso omiso de él y guiarse sólo por los espacios; ¡los espacios!
Me había puesto en pie y estaba a su lado. Leí las cifras como las veía ahora.
—1 71 22.
—¿Se da cuenta? —dijo Susana—. Es lo mismo; pero no del todo. Sigue siendo la una, y el día veintidós. Pero... ¡es el camarote setenta y uno! ¡El mío, Anita!
Nos quedamos mirándonos la una a la otra, tan encantadas con nuestro descubrimiento y tan llenas de emoción, que cualquiera hubiese dicho que habíamos aclarado todo el misterio. Luego bajé yo de las nubes de golpe y porrazo.
—Pero, Susana, nada ocurrió aquí a la una del veintidós, ¿verdad?
—No..., nada.
Se me ocurrió otra idea.
—Éste no es su camarote en realidad, ¿verdad, Susana? Quiero decir que no es el que sacó usted al embarcar.
—No; el sobrecargo me habló de eso. El camarote estaba reservado a nombre de la señora Grey. Pero parece ser que Grey sólo era el seudónimo de la famosa madame Nadina. Es una célebre bailarina rusa, como debe usted saber. Jamás ha trabajado en Londres; pero en París ha hecho furor. Tuvo un éxito delirante allí durante la guerra. El sobrecargo expresó con gran vehemencia su sentimiento de que esa mujer no fuera a bordo cuando me dio el camarote. El coronel Race me dijo muchas cosas de ella.
«Parece ser que corrían extraños rumores por París. Se sospechaba que era una espía, pero no se pudo demostrar. Me imagino que el coronel iría a París nada más que por eso. Me ha contado algunas cosas muy interesantes. Existía una cuadrilla organizada..., una cuadrilla que no era de origen alemán. Es más, al jefe de ella, el hombre al que siempre llamaban «el Coronel», se le creía inglés; pero nunca lograron hallar el menor indicio que les permitiera descubrir su identidad. No cabe la menor duda, sin embargo, de que dirigía una considerable organización de delincuentes internacionales. Robos, espionaje, atracos... a todo se atrevían. Y por regla general, «el Coronel» lograba hallar una persona inocente que cargara con la culpa. ¡Tiene que haber sido de una inteligencia diabólica! A la bailarina se la creía uno de sus agentes; pero no encontraron prueba alguna. Sí, Anita, estamos sobre la pista. Nadina es la clase de mujer que andaría complicada en este asunto. La cita del veintidós se hizo con ella en este camarote. Pero, ¿dónde está? ¿Por qué no embarcó?
Vi la luz de pronto.
—Tenía la intención de embarcar —dije lentamente.
—Entonces, ¿por qué no lo hizo?
—
Porque estaba muerta, Susana...
¡Nadina es la mujer que murió asesinada en Marlow!
Recordé el cuarto sin muebles de la casa desocupada y volví a experimentar aquella indefinible sensación de amenaza y de mal. Y al propio tiempo acudió a mi memoria el incidente del lápiz caído y el descubrimiento del rollo de película, la idea evocaba otra más reciente. ¿Dónde había oído yo hablar de un rollo de película? ¿Y por qué relacionaba el pensamiento con la señora Blair?
De pronto la así de los brazos y poco me faltó para zarandearla en mi excitación.
—¡La película! ¡La que tiraron por el ventilador! ¿No ocurrió eso el día veintidós?
—¿El rollo que perdí?
—¿Cómo sabe usted que se trata del mismo? ¿Por qué había de devolvérselo nadie de semejante manera... a medianoche? Es absurda la idea. No... el rollo era un mensaje. Habían sacado la película del envase amarillo de hojalata y colocado otra cosa en su lugar. ¿Lo tiene aún?
—Tal vez lo haya usado. No... aquí está. Recuerdo que lo puse en el estante al lado de la litera.