Read El hombre que calculaba Online
Authors: Malba Tahan
Sin embargo, si bien el reparto resultó equitativo, no debió satisfacer plenamente a Beremiz, pues éste dirigiéndose nuevamente al sorprendido ministro, añadió:
—Esta división, que yo he propuesto, de siete monedas para mí y una para mi amigo es, como demostré ya, matemáticamente cierta, pero no perfecta a los ojos de Dios.
Y juntando las monedas nuevamente las dividió en dos partes iguales. Una me la dio a mí –cuatro monedas— y se quedó la otra.
—Este hombre es extraordinario, declaró el visir. No aceptó la división propuesta de ocho dinares en dos partes de cinco y tres respectivamente, y demostró que tenía derecho a percibir siete y que su compañero tenía que recibir sólo un dinar. Pero luego divide las ocho monedas en dos partes iguales y le da una de ellas a su amigo.
Y añadió con entusiasmo:
—¡Mac Allah! Este joven, aparte de parecerme un sabio y habilísimo en los cálculos de Aritmética, es bueno para el amigo y generoso para el compañero. Hoy mismo será mi secretario.
—Poderoso Visir, dijo el Hombre que Calculaba, veo que acabáis de realizar con 29 palabras, y con un total de 135 letras, la mayor alabanza que oí en mi vida, y yo, para agradecéroslo tendré que emplear exactamente 58 palabras en las que figuran nada menos que 270 letras. ¡Exactamente el doble! ¡Que Allah os bendiga eternamente y os proteja! ¡Seáis vos por siempre alabado!
La habilidad de mi amigo Beremiz llegaba hasta el extremo, de contar las palabras y las letras del que hablaba, y calcular las que iba utilizando en su respuesta para que fueran exactamente el doble. Todos quedamos maravillados ante aquella demostración de envidiable talento.
De los prodigiosos cálculos efectuados por Beremiz Samir, camino de la hostería “El Anade Dorado”, para determinar el número exacto de palabras pronunciadas en el transcurso de nuestro viaje y cuál el promedio de las pronunciadas por minuto. Donde el Hombre que Calculaba resuelve un problema y queda establecida la deuda de un joyero.
Luego de dejar la compañía del jeque Nassair y del visir Maluf, nos encaminamos a una pequeña hostería, denominada “El Anade Dorado”, en la vecindad de la mezquita de Solimán. Allí nuestros camellos fueron vendidos a un chamir de mi confianza, que vivía cerca.
De camino, le dije a Beremiz:
—Ya ves, amigo mío, que yo tenía razón cuando dije que un hábil calculador puede encontrar con facilidad un buen empleo en Bagdad. En cuanto llegaste ya te pidieron que aceptaras el cargo de secretario de un visir. No tendrás que volver a la aldea de Khol, peñascosa y triste.
—Aunque aquí prospere y me enriquezca, me respondió el calculador, quiero volver más tarde a Persia, para ver de nuevo mi terruño, ingrato es quien se olvida de la patria y de los amigos de la infancia cuando halla la felicidad y se asienta en el oasis de la prosperidad y la fortuna.
Y añadió tomándome del brazo:
—Hemos viajado juntos durante ocho días exactamente. Durante este tiempo, para aclarar dudas e indagar sobre las cosas que me interesaban, pronuncié exactamente 414.720 palabras. Como en ocho días hay 11.520 minutos puede deducirse que durante la jornada pronuncié una media de 36 palabras por minuto, esto es 2.160 por hora. Esos números demuestran que hablé poco, fui discreto y no te hice perder tiempo oyendo discursos estériles. El hombre taciturno, excesivamente callado, se convierte en un ser desagradable; pero los que hablan sin parar irritan y aburren a sus oyentes. Tenemos, pues, que evitar las palabras inútiles, pero sin caer en el laconismo exagerado, incompatible con la delicadeza. Y a tal respecto podré narrar un caso muy curioso.
Y tras una breve pausa, el calculador me contó lo siguiente:
—Había en Teherán, en Persia, un viejo mercader que tenía tres hijos. Un día el mercader llamó a los jóvenes y les dijo: “El que sea capaz de pasar el día sin pronunciar una palabra inútil recibirá de mí un premio de veintitrés timunes”.
Al caer de la noche los tres hijos fueron a presentarse ante el anciano. Dijo el primero:
—Evité hoy ¡Oh, padre mío! Toda palabra inútil. Espero, pues, haber merecido, según tu promesa, el premio ofrecido. El premio, como recordarás sin duda, asciende a veintitrés timunes.
El segundo se acercó al viejo, le besó las manos, y se limitó a decir:
—¡Buenas noches, padre!
El más joven no dijo una palabra. Se acercó al viejo y le tendió la mano para recibir el premio. El mercader, al observar la actitud de los tres muchachos, habló así:
—El primero, al presentarse ante mí, fatigó mi intención con varias palabras inútiles; el tercero se mostró exageradamente lacónico. El premio corresponde, pues, al segundo, que fue discreto sin verbosidad, y sencillo sin afectación.
Y Beremiz, al concluir, me preguntó:
—¿No crees que el viejo mercader obró con justicia al juzgar a los tres hijos?
Nada respondí. Crei mejor no discutir el caso de los veintitrés timunes con aquel hombre prodigioso que todo lo reducía a números, calculaba promedios y resolvía problemas.
Momentos después, llegamos al albergue del “Anade Dorado”.
El dueño de la hostería se llamaba Salim y había sido empleado de mi padre. Al verme gritó risueño:
—¡Allah sobre ti!, pequeño. Espero tus órdenes ahora y siempre.
Le dije que necesitaba un cuarto para mí y para mi amigo Beremiz Samir, el calculador secretario del visir Maluf.
—¿Este hombre es calculador?, preguntó el viejo Salim. Pues llega en el momento justo para sacarme de un apuro. Acabo de tener una discusión con un vendedor de joyas. Discutimos largo tiempo y de nuestra discusión resultó al fin un problema que no sabemos resolver.
Informadas de que había llegado a la hostería un gran calculador, varias personas se acercaron curiosas. El vendedor de joyas fue llamado y declaró hallarse interesadísimo en la resolución de tal problema.
—¿Cuál es finalmente el origen de la duda? preguntó Beremiz.
El viejo Salim contestó:
—Ese hombre –y señaló al joyero— vino de Siria para vender joyas en Bagdad. Me prometió que pagaría por el hospedaje 20 dinanes si vendía todas las joyas por 100 dinares, y 35 dinares si las vendía por 200.
Al cabo de varios días, tras andar de acá para allá, acabó vendiéndolas todas por 140 dinares. ¿cuánto debe pagar de acuerdo con nuestro trato por el hospedaje?
—¡Veinticuatro dinares y medio! ¡Es lógico!, replicó el sirio. Si vendiéndolas en 200 tenía que pagar 35, al venderlas en 140 he de pagar 24 y medio… y quiero demostrártelo:
Si al venderlas en 200 dinares debía pagarte 35, de haberlas vendido en 20, —diez veces menos— lógico es que solo te hubiera pagado 3 dinares y medio.
Mas, como bien sabes, las he vendido por 140 dinares. Veamos cuántas veces 140 contiene a 20. Creo que siete, si es cierto mi cálculo. Luego, si vendiendo las joyas en 20 debía pagarte tres dinares y medio, al haberlas vendido en 140, he de pagarte un importe equivalente a siete veces tres dinares y medio, o sea, 24 dinares y medio.
—Estás equivocado, le contradijo irritado el viejo Salim; según mis cuentas son veintiocho. Fíjate: si por 100 tenía que recibir 20, por 140 he de recibir 28. ¡Está muy claro! Y te lo demostraré.
Y el viejo Salim razonó del siguiente modo:
—Si por 100 iba a recibir 20, por 10 –que es la décima parte de 100— me correspondería la décima parte de 20. ¿Cuál es la décima parte de 20? La décima parte de 20 es 2. Luego, por 10 tendría que recibir 2. ¿Cuántos 10 contiene 140) el 140 contiene 14 veces 10. Luego para 140 debo recibir 14 veces 2, que es igual a 28 como ya dije anteriormente.
Y el viejo Salim, después de todos aquellos cálculos exclamó enérgico:
—¡He de recibir 28! ¡Esta es la cuenta correcta!
—Calma, amigos míos, interrumpió el calculador; hay que aclarar las dudas con serenidad y mansedumbre. La precipitación lleva al error y a la discordia. Los resultados que indicáis están equivocados, como probaré a continuación.
Y expuso el siguiente razonamiento:
—De acuerdo con el pacto que habéis hecho, tú, dijo dirigiéndose al sirio, tenías que pagar 20 dinares por el hospedaje si hubieras vendido las joyas por 100 dinares, mas si hubieras percibido 200 dinares, debías abonar 35.
Así, pues, tenemos:
Fijaos en que una diferencia de 100 en el precio de venta corresponde a una diferencia de 15 en el precio del hospedaje. ¿Está claro?
—¡Claro como la leche de camella!, asintieron ambos litigantes.
—Entonces, prosiguió el calculador, si el aumento de 100 en la venta supone un aumento de 15 en el hospedaje, yo pregunto: ¿cuál será el aumento del hospedaje cuando la venta aumenta en 40? Si la diferencia fuera 20 –que es un quinto de 100— el aumento del hospedaje sería 3 –pues 3 es un quinto de 15—. Para la diferencia de 40 –que es el doble de 20— el aumento de hospedaje habrá de ser 6. El pago que corresponde a 140 es, en consecuencia, 25 dinares.
Amigos míos, los números, en la simplicidad con que se presentan, deslumbran incluso a los más avisados.
Las proporciones que nos parecen perfectas están a veces falseadas por el error. De la incertidumbre de los cálculos resulta el indiscutible prestigio de la Matemática. Según los términos del acuerdo, el señor habrá de pagarte 26 dinares y no 24 y medio como creía al principio. Hay aún en la solución final de este problema, una pequeña diferencia que no debe ser apurada y cuya magnitud no puedo expresar numéricamente.
—Tiene el señor toda la razón, asintió el joyero; reconozco que mi cálculo estaba equivocado.
Y sin vacilar sacó de la bolsa 26 dinares y se los entregó al viejo Salim, ofreciendo como regalo al agudo Beremiz un bello anillo de oro con dos piedras oscuras, y añadiendo a la dádiva las más afectuosas expresiones.
Todos los que se hallaban en la hostería se admiraron de la sagacidad del calculador, cuya fama crecía de hora en hora y se acercaba a grandes pasos al alminar del triunfo.
De lo que sucedió durante nuestra visita al visir Maluf. De nuestro encuentro con el poeta Iezid, que no creía en los prodigios del cálculo. El Hombre que Calculaba cuenta de manera original los camellos de una numerosa cáfila. La edad de la novia y un camello sin oreja. Beremiz descubre la “amistad cuadrática” y habla del rey Salomón.
Después de la segunda oración dejamos la hostería de “El Anade Dorado” y seguimos a paso rápido hacia la residencia del visir Ibrahim Maluf, ministro del rey.
Al entrar en la rica morada del noble musulmán quedé realmente maravillado.
Cruzamos la pesada puerta de hierro y recorrimos un estrecho corredor, siempre guiados por un esclavo negro gigantesco, ornado con unos brazaletes de oro, que nos condujo hasta el soberbio y espléndido jardín interior del palacio.
Este jardín, construido con exquisito gusto, estaba sombreado por dos hileras de naranjos. Al jardín se abrían varias puertas, algunas de las cuales debían dar acceso al harén del palacio. Dos esclavas kafiras que se hallaban entretenidas cogiendo flores, corrieron al vernos, a refugiarse entre los macizos de flores y desaparecieron tras las columnas.
Desde el jardín, que me pareció alegre y gracioso, se pasaba por una puerta estrecha, abierta en un muro bastante alto, al primer patio de la bellísima vivienda. Digo el primero porque la residencia disponía de otro en el ala izquierda del edificio.
En medio de ese primer patio, cubierto de espléndidos mosaicos, se alzaba una fuente de tres surtidores. Las tres curvas líquidas formadas en el espacio brillaban al sol.
Atravesamos el patio y, siempre guiados por el esclavo de los brazaletes de oro, entramos en el palacio. Cruzamos varias salas ricamente alhajadas con tapicerías bordadas con hilo de plata y llegamos por fin al aposento en que se hallaba el prestigioso ministro del rey.
Lo encontramos recostado en grandes cojines, charlando con dos amigos.
Uno de ellos –luego lo reconocí— era el jeque Salem Nassair, nuestro compañero de aventuras del desierto; el otro era un hombre bajo, de rostro redondo, expresión bondadosa y barba ligeramente gris, iba vestido con un gusto exquisito y llevaba en el pecho, una medalla de forma rectangular, con una de sus mitades amarilla como el oro y la otra oscura como el bronce.
El visir Maluf nos recibió con demostraciones de viva simpatía, y dirigiéndose al hombre de la medalla, dijo risueño:
—Ahí tiene, mi querido Iezid, a nuestro gran calculador. El joven que le acompaña es un bagdalí que lo descubrió por azar cuando iba por los caminos de Allah.
Dirigimos un respetuoso salam al noble jeque. Mas tarde supimos que el que les acompañaba era el famoso poeta Iezid Abdul Hamid, amigo y confidente del califa Al—Motacén. Aquella medalla singular la había recibido como premio de manos del Califa, por haber escrito un poema con treinta mil doscientos versos sin emplear ni una sola vez las letras Kaf, Kam y Ayn.
—Me cuesta trabajo creer, amigo Maluf, declaró en tono risueño el poeta Iezid, en las hazañas prodigiosas de este calculador persa. Cuando los números se combinan, aparecen también los artificios de los cálculos y las sutilezas algebraicas. Al rey El—Harit, hijo de Modad, se presentó cierto día un mago que afirmaba podía leer en la arena el destino de los hombres. “¿Hace usted cálculos exactos?”, le preguntó el rey. Y antes de que el mago despertase del estupor en que se hallaba, el monarca añadió: “Si no sabe calcular, de nada valen sus previsiones; si las obtiene por cálculo, dudo mucho de ellas”. Aprendí en la India un proverbio que dice:
“Hay que desconfiar siete veces del cálculo y cien veces del matemático”.