Read El hombre que calculaba Online
Authors: Malba Tahan
“¡Dios es omnipotente!”
“¡Oh Dios! Te agradecemos este mundo, nuestro gran hogar, su amplitud y riquezas, la vida multiforme que en él se estudia y de la que todos nosotros formamos parte. Te alabamos por el esplendor del cielo azul y por la brisa de la tarde y por las nubes y por las constelaciones en las alturas. Te loamos, Señor, por los océanos inmensos, por el agua que corre en los arroyos, por las montañas eternas, por los árboles frondosos y por la hierba tupida en que nuestros pies reposan.
“¡Dios es misericordioso!”
Te agradecemos, Señor, los múltiples encantos con que podemos sentir en nuestra alma las bellezas de la Vida y del Amor…”
“¡Oh Dios Clemente y Misericordioso! Perdona la pobreza, la pequeñez, la puerilidad de nuestros corazones…”
En el que Beremiz revela gran interés por el juego de la comba. La curva del Morazán y las arañas. Pitágoras y el círculo. Nuestro encuentro con Harim Namir. El problema de los sesenta melones. Cómo el vequil perdió la apuesta. La voz del muezin ciego llama a los creyentes a la oración del mogreb.
Cuando salimos del hermoso palacio del poeta Iezid era casi la hora de ars. Al pasar junto al morabito Ramih oímos un suave gorjeo de pájaros entre las ramas de una vieja higuera.
—Mira. Seguro que son algunos de los liberados hoy, le dije a Beremiz. Es un placer oír convertida en canto esta alegría de la libertad reconquistada.
Beremiz sin embargo, no parecía interesarse en aquel momento de la puesta del sol por los cantos de los pájaros de la enramada. Su atención estaba absorbida por un grupo de niños que jugaban en una calle próxima. Dos de los pequeños sostenían por los extremos un pedazo de cuerda fina que tendría cuatro o cinco codos. Los otros se esforzaban en saltar por encima de ella, mientras los primeros la colocaban unas veces más baja, otras más alta, según la agilidad del que saltaba.
—¡Mira la cuerda, bagdalí!, dijo el Calculador cogiéndome del brazo. Mira la curva perfecta. ¿No te parece digna de estudio?
—¿A qué te refieres? ¿A la cuerda acaso?, exclamé. No veo nada de extraordinario en esa ingenua diversión de niños que aprovechan las últimas luces del día para su recreo…
—Pues bien, amigo mío, convéncete de que tus ojos son ciegos para las mayores bellezas y maravillas de la naturaleza. Cuando los niños alzan la cuerda, sosteniéndola por los extremos y dejándola caer libremente por la acción de su propio peso, la cuerda forma una curva que tiene su interés, pues surge como resultado de la acción de fuerzas naturales. Ya otras veces observé esa curva, que el sabio Nö—Elim llamaba marazán, en las telas y en la joroba de algunos dromedarios. ¿Tendrá esta curva alguna analogía con las derivadas de la parábola? En el futuro, si Allah lo quiere, los geómetras descubrirán medios de trazar esta curva punto por punto y estudiarán con rigor todas sus propiedades…
Hay, sin embargo, prosiguió, muchas otras curvas más importantes. En primer lugar el círculo. Pitágoras, filósofo y geómetra griego, consideraba el círculo como la curva más perfecta, vinculando así el círculo a la perfección. Y el círculo, siendo la curva más perfecta entre todas, es la de trazado más sencillo.
Beremiz en este momento, interrumpiendo la disertación apenas iniciada sobre las curvas, me indicó un muchacho que se hallaba a escasa distancia y gritó:
—¡Harim Namir!
El joven se volvió rápidamente y se dirigió, alegre, a nuestro encuentro. Me di cuenta entonces de que se trataba de uno de los tres hermanos que habíamos encontrado discutiendo en el desierto por la herencia de 35 camellos; división complicada, llena de tercios y nonos, que Beremiz resolvió por medio de un curioso artificio al que ya tuve ocasión de aludir.
—¡Mac Allah!, exclamó Harim dirigiéndose a Beremiz. El destino nos manda al gran calculador. Mi hermano Hamed no acaba de poner en claro una cuenta de 60 melones que nadie sabe resolver.
Y Harim nos llevó hacia una casita donde se hallaba su hermano Hamed Namir con varios mercaderes.
Hamed se mostró muy satisfecho al ver a Beremiz, y, volviéndose a los mercaderes, les dijo:
—Este hombre que acaba de llegar es un gran matemático. Gracias a su valioso auxilio conseguimos solución para un problema que nos parecía imposible: dividir 35 camellos entre tres personas. Estoy seguro de que él podrá explicar en pocos minutos la diferencia que encontramos en la venta de los 60 melones.
Beremiz fue informado minuciosamente del caso. Uno de los mercaderes explicó:
—Los dos hermanos, Harim y Hamed, me encargaron que vendiera en el mercado dos partidas de melones. Harim me entregó 30 melones que debían ser vendidos al precio de 3 por 1 dinar; Hamed me entregó también 30 melones para los que estipuló un precio más caro: 2 melones por 1 dinar. Lógicamente, una vez efectuada la venta Harim tendría que recibir 10 dinares, y su hermano 15. El total de la venta sería pues 25 dinares.
Sin embargo, al llegar a la feria, apareció una duda ante mi espíritu.
Si empezaba la venta por los melones más caros, pensé, iba a perder la clientela. Si empezaba la venta por los más baratos, luego iba a verme en dificultades para vender los otros treinta. Lo mejor, única solución para el caso, era vender las dos partidas al mismo tiempo.
Llegado a esta conclusión, reuní los sesenta melones y empecé a venderlos en lotes de 5 por 2 dinares. El negocio se justificaba mediante un raciocinio muy simple. Si tenía que vender 3 por 1 y luego 2 por 1, sería más sencillo vender 5 por 2 dinares.
Vendidos los 60 melones en 12 lotes de cinco cada uno, recibí 24 dinares.
¿Cómo pagar a los dos hermanos si el primero tenía que recibir 10 y el segundo 15 dinares?
Había una diferencia de 1 dinar. No se cómo explicarme esta diferencia, pues como dije, el negocio fue efectuado con el mayor cuidado. ¿No es lo mismo vender 3 por 1 dinar y luego 2 por otro dinar que vender 5 por 2 dinares?
—El caso no tendría importancia alguna intervino Hamed Namir, si no fuera la intervención absurda del vequil que vigila en la feria. Ese vequil, oído el caso, no supo explicar la diferencia en la cuenta y apostó cinco dinares a que esa diferencia procedía de la falta de un melón que había sido robado durante la venta.
—Está equivocado el vequil, dijo Beremiz, y tendrá que pagar los dinares de la apuesta. La diferencia a que llegó el vendedor resulta de lo siguiente:
La partida de Harim se componía de 10 lotes de 3 melones cada uno. Cada lote debe ser vendido por 1 dinar. El total de la venta serían 10 dinares.
La partida de Hamed se componía de 15 lotes de dos melones cada uno, que, vendidos a 1 dinar cada lote, daban un total de 15 dinares.
Fíjense en que el número de lotes de una partida no es igual al número de lotes de la otra.
Para vender los melones en lotes de cinco solo los 10 primeros lotes podrían ser vendidos a razón de 5 por dos dinares; una vez vendidos esos 10 lotes, quedan aún 10 melones que pertenecen exclusivamente a la partida de Hamed y que, siendo de más elevado precio, tendrían que ser vendidos a razón de 2 por 1 dinar.
La diferencia de 1 dinar resultó pues de la venta de los 10 últimos melones. En consecuencia: no hubo robo. De la desigualdad del precio entre las partes resultó un perjuicio de 1 dinar, que quedó reflejado en el resultado final.
En ese momento tuvimos que interrumpir la reunión. La voz del muezín, cuyo eco vibraba en el espacio, llamaba a los fieles a la oración de la tarde.
—¡Hai al el—salah! ¡Hai al el—salah!
Cada uno de nosotros procuró sin pérdida de tiempo hacer el guci ritual, según determina el Libro Santo.
El sol se hallaba ya en la línea del horizonte. Había llegado la hora del mogreb.
Desde la tercera almena de la mezquita de Omar, el muezín ciego, con voz pausada y ronca, llamaba a los creyentes a oración:
—¡Allah es grande y Mahoma, el Profeta es el verdadero enviado de Dios! ¡Venid a la oración, musulmanes! ¡Venid a la oración! ¡Recordad que todo es polvo, excepto Allah!.
Los mercaderes, precedidos por Beremiz extendieron sus alfombras policromas, se quitaron las sandalias, se volvieron en dirección a la Ciudad Santa, y exclamaron:
—¡Allah, Clemente y Misericordioso! ¡Alabado sea el Omnipotente Creador de los mundos visibles e invisibles! ¡Condúcenos por el camino recto, por el camino de aquellos que son por Ti amparados y bendecidos!
Que trata de nuestra visita al palacio del Califa y de la audiencia que se dignó concedernos. De los poetas y la amistad. De la amistad entre los hombres y de la amistad entre los números. El Hombre que Calculaba es elogiado por el Califa de Bagdad.
Cuatro días después, por la mañana, nos informaron de que seríamos recibidos en audiencia solemne por el Califa Abul—Abas—Ahmed Al—Motacén Billah, Emir de los Creyentes, Vicario de Allah. Aquella comunicación, tan grata para cualquier musulmán, era ansiosamente esperada no sólo por mí, sino también por Beremiz.
Es posible que el soberano, al oír al jeque Iezid narrar alguna de las proezas practicadas por el eximio matemático, hubiera mostrado interés en conocer al Hombre que Calculaba. No se puede explicar de otro modo nuestra presencia en la corte entre las figuras de más prestigio de la alta sociedad de Bagdad.
Quedé deslumbrado al entrar en el rico palacio del Emir. Las amplias arcadas superpuestas, formando curvas en armoniosa concordancia y sustentadas por altas y esbeltas columnas germinadas, estaban adornadas, en los puntos de donde surgían, con finísimos mosaicos. Pude notar que dichos mosaicos estaban formados por fragmentos de loza blancos y roja, alternando con tramos de estuco.
Los techos de los salones principales estaban adornados de azul y oro; las paredes de todas las salas se hallaban cubiertas de azulejos en relieve, y los pavimentos, de mosaico.
Las celosías, los tapices, los divanes, en fin todo lo que constituía el mobiliario de palacio demostraba la magnificencia insuperable de un príncipe de leyenda hindú.
Allá fuera, en los jardines, reinaba la misma pompa, realzada por la mano de la naturaleza, perfumada por mil aromas diversos, cubierta de alfombras verdes, bañada por el río, refrescada por innumerables fuentes de mármol blanco junto a las que trabajaban sin cesar miles de esclavos.
Fuimos conducidos al diván de las audiencias por uno de los auxiliares del visir Ibrahim Maluf.
Al llegar, descubrimos al poderoso monarca sentado en un riquísimo trono de marfil y terciopelo. Me turbó en cierto modo la belleza deslumbrante del gran salón. Todas las paredes estaban adornadas con inscripciones admirables realizadas por el arte caprichoso de un calígrafo genial. Las leyendas aparecían en relieve sobre un fondo azul claro, en letras negras y rojas. Noté que aquellas inscripciones eran versos de los más brillantes poetas de nuestra tierra. Por todas partes había jarrones de flores; en los cojines, flores deshojadas, y también flores en las alfombras o en las bandejas de oro primorosamente cinceladas.
Ricas y numerosas columnas ostentábanse allí, orgullosas con sus capiteles y fustes alegremente ornados por el cincel de los artistas arábigo—españoles, que sabían, como nadie, multiplicar ingeniosamente las combinaciones de las figuras geométricas asociadas a hojas y flores de tulipán, de azucenas y de mil plantas diversas, en una armonía maravillosa y de indecible belleza.
Se hallaban presentes siete visires, dos cadíes, varios ulemas y diversos dignatarios ilustres y de alto prestigio.
El honorable Maluf tenía que hacer nuestra presentación. El Visir, con los codos en la cintura y las flacas manos abiertas con la palma hacia fuera, habló así:
—Para atender vuestra orden ¡oh Rey del Templo! Determiné que compareciesen hoy en esta excelsa audiencia el calculador Beremiz Samir, mi actual secretario, y su amigo Hank—Tadé—Maiá, auxiliar de escriba y funcionario del palacio.
—¡Sed bienvenidos, oh musulmanes!, respondió el sultán con acento sencillo y amistoso. Admiro a los sabios. Un matemático, bajo el cielo de este país, contará siempre con mi simpatía y, si preciso fuera, con mi decidida protección.
—¡Allah badique iá sidi!, exclamó Beremiz, inclinándose ante el rey.
Yo quedé inmóvil, con la cabeza inclinada y los brazos cruzados, pues no habiendo sido objeto de los elogios del soberano, no podía tener el honor de dirigirle el saludo.
El hombre que tenía en sus manos el destino del pueblo árabe parecía bondadoso y sin prejuicios. Tenía el rostro magro, curtido por el sol del desierto y surcado por prematuras arrugas. Al sonreír, cosa que hacía con relativa frecuencia, mostraba sus dientes blanquísimos y regulares. Iba vestido con sencillez. Llevaba en la cintura, bajo la faja de seda, un bello puñal cuya empuñadura iba adornada con piedras preciosas. El turbante era verde con pequeñas barras blancas. El color verde –como todos saben— caracteriza a los descendientes de Mahoma, el Santo Profeta —¡Con El la paz y la gloria!—.