El hombre que calculaba (6 page)

BOOK: El hombre que calculaba
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El generoso jeque hizo una ligera pausa y prosiguió luego:

—Busqué varios ulemas de la corte, pero no logré encontrar ni uno que se viera capaz de enseñar Geometría a una joven de 17 años. Uno de ellos dotado sin embargo de gran talento, intentó incluso disuadirme de mi propósito: “Quién intentara enseñar a cantar a una jirafa –me dijo— cuyas cuerdas vocales son incapaces de producir el menor ruido, perdería lamentablemente el tiempo y haría un trabajo inútil. La jirafa jamás cantará. Y el cerebro femenino –me dijo el daroes— es incompatible con las más sencillas nociones de Cálculo y de Geometría. Esta incomparable ciencia se basa en el raciocinio, en el empleo de fórmulas y en la aplicación de principios demostrables con los poderosos recursos de la Lógica y de las proporciones. ¿Cómo va a poder una muchacha encerrada en el harén de su padre aprender las fórmulas del álgebra y los teoremas de la Geometría? ¡Nunca! Es más fácil para una ballena ir a La Meca en peregrinación que para una mujer aprender Matemáticas. ¿Para qué luchar contra lo imposible? ¡Maktub! “Si la desgracia ha de caer sobre nosotros, hágase la voluntad de Allah…”

El jeque, muy serio, se levantó de su cojín y caminó cinco o seis pasos hacia un lado y otro. Luego prosiguió con melancolía aún mayor.

—El desánimo, el gran corruptor, se apoderó de mi espíritu al oír estas palabras. No obstante, yendo un día a visitar a mi buen amigo Salem Nasair, el mercader, oí elogiosas referencias sobre el nuevo calculador persa que había llegado a Bagdad. Me habló del episodio de los ocho panes. El caso, narrado con todo detalle, me impresionó profundamente. Procuré conocer el calculador de los ocho panes y fui a esperarle especialmente a casa del visir Maluf. Y quedé asombrado ante la original solución dada al problema de los 257 camellos, reducidos al final a 256. ¿Te acuerdas?

Y el jeque Iezud, alzando el rostro y mirando solemnemente al calculador, añadió:

—¿Serés capaz, ¡oh hermano de los árabes!, de enseñar los artificios del Cálculo a mi hija Telassim? Te pagaré por las lecciones el precio que me pidas. Y podrás, como hasta ahora, seguir ejerciendo el cargo de secretario del visir Maluf.

—¡Oh jeque generoso!, replicó prontamente Beremiz. No veo motivo para dejar de atender a su honrosa invitación. En pocos meses podré enseñar a su hija todas las operaciones algebraicas y los secretos de la Geometría. Se equivocan doblemente los filósofos cuando creen medir con unidades negativas la capacidad intelectual de la mujer. La inteligencia femenina, cuando se halla bien orientada, puede acoger con incomparable perfección las bellezas y secretos de la ciencia. Fácil tarea sería desmentir los conceptos injustos formulados por el daroes. Los historiadores citan varios ejemplos de mujeres que destacaron en el cultivo de la Matemáticas. En Alejandría, por ejemplo, vivió Hiparía, que enseñó la ciencia del Cálculo a centenares de personas, comentó las obras de Diáfano, analizó los dificilísimos trabajos de Apólonio y rectificó todas las tablas astronómicas entonces empleadas. No hay motivo para incertidumbre o temor, ¡oh jeque! Su hija aprenderá fácilmente la ciencia de Pitágoras. ¡Inch’Allah! Solo espero que determine el día y hora en que tengo que iniciar las lecciones.

El noble Iezid le respondió:

—¡Lo antes posible! Telassim ya cumplió 17 años, y estoy ansioso de librarla de las tristes previsiones de los astrólogos.

Y añadió:

—He de advertirte, sin embargo, de una particularidad que no deja de tener su importancia. Mi hija vive encerrada en el harén y jamás fue vista por ningún hombre extraño a nuestra familia. Solo podrá asistir a las clases de Matemáticas oculta tras un espeso tapiz y con el rostro cubierto por un velo y vigilada por dos esclavas de confianza. ¿Aceptas, a pesar de esta condición, mi propuesta?

—Acepto con viva satisfacción, respondió Beremiz. Es evidente que el recato y el pudor de una joven valen más que los cálculos y las fórmulas algebraicas. Platón, el filósofo, mandó colocar a la puerta de su escuela el siguiente secreto: “Nadie entre si no sabeGeometría”. Un día se presentó un joven de costumbres libertinas y mostró deseos de frecuentar la Academia platónica. El maestro, sin embargo, se negó a admitirlo, diciendo: “La Geometría es toda ella pureza y simplicidad. Y tu falta de pudor ofende a una ciencia tan pura”. El célebre discípulo de Sócrates procuraba de ese modo demostrar que la Matemática no armoniza con la depravación y con la torpe indignidad de los espíritus inmortales. Serán, pues, encantadoras las lecciones dadas a esa joven que no conozco y cuyo rostro jamás tendré la fortuna de admirar. Si Allah quiere, mañana mismo podré empezar las clases.

—Perfectamente, repuso el jeque. Uno de mis siervos vendrá mañana a buscarte poco después de la oración segunda. ¡Uassalam!

Cuando el jeque Iezid abandonó la hostería, interpelé al calculador porque me pareció que el compromiso era superior a sus fuerzas.

—Escucha Beremiz. Hay en todo esto un punto oscuro para mí. ¿Cómo vas a poder enseñar Matemáticas a una joven cuando en verdad nunca estudiaste esta ciencia en los libros ni asististe a las lecciones de los ulemas? ¿Cómo lograste aprender el cálculo que aplicas con tanta brillantez y oportunidad? Bien sé, ¡oh Calculador!, que empezaste a desvelar los misterios de la Matemática entre ovejas, higueras y bandadas de pájaros cuando eras pastor allá en tu tierra…

—¡Estás equivocado, bagdalí!, reconsideró con serenidad el calculador. Mientras vigilaba los rebaños de mi amo, allá en Persia, conocí a un viejo derviche llamado Nô—Elim. Una vez lo salvé de la muerte en medio de una violenta tempestad de arena. Desde entonces fue mi mejor amigo. Era un gran sabio y me enseñó cosas útiles y maravillosas.

Después de las lecciones que recibí de tal maestro, me siento capaz de enseñar Geometría hasta el último libro del inolvidable Euclides Alejandrino.

CAPITULO X

De nuestra llegada al Palacio de Iezid. El rencoroso Tara-Tir desconfía de los cálculos de Beremiz. Los pájaros cautivos y los números perfectos. El Hombre que Calculaba exalta la caridad del jeque. De una melodía que llegó a nuestros oídos, llena de melancolía y añoranza como las endechas de un ruiseñor solitario.

Pasaba muy poco tiempo de la cuarta hora cuando dejamos la hostería y tomamos el camino de la casa de Iezid—Abul—Hamid.

Guiados por el siervo amable y diligente, atravesamos rápidamente las calles tortuosas del barrio de Muassan y llegamos a un lujoso palacio constituido en medio de un atractivo parque.

Beremiz quedó maravillado del aire distinguido que el rico Iezid, procuraban dar a su residencia. En el centro del parque se erguía una gran cúpula plateada donde los rayos del sol se deshacían en bellísimos efectos policromos. Un gran patio, cerrado por un fuerte portón de hierro ornado con los más bellos detalles del arte, daba entrada al interior del edificio.

Un segundo patio interior, que tenía en el centro un bien cuidado jardín, dividía el edificio en dos pabellones. Uno de ellos estaba ocupado por los aposentos particulares; el otro estaba destinado a los salones de reunión y a la sala donde el jeque se reunía a menudo con ulemas, poetas y visires.

El palacio del jeque, a pesar de la ornamentación artística de las columnas, era triste y sombrío. Quien se fijara en las ventanas enrejadas no podría apreciar las pompas del arte con que todos los aposentos estaban interiormente revestidos.

Una larga galería con arcadas, sustentada por nueve o diez esbeltas columnas de mármol blanco, con arcos de herradura, zócalos de azulejos sin relieve y el piso de mosaico, comunicaba los dos pabellones y dos soberbias escaleras de honor, también de mármol blanco, llevaban al jardín, donde había un manso lago rodeado de flores de formas y perfumes diversos.

Una gran jaula llena de pájaros, ornada también de arabescos de mosaico, parecía ser la pieza más importante del jardín. Había allí aves de canto exótico, formas singulares y rutilante plumaje. Algunas, de peregrina belleza, pertenecían a especies desconocidas para mí.

Nos recibió, muy cordialmente, el dueño de la casa llegando a nuestro encuentro desde el jardín. Le acompañaba un joven moreno, flaco, de anchos hombros, que no demostró demasiada amabilidad en su comportamiento. Ostentaba en la cintura un riquísimo puñal con empuñadura de marfil. Tenía una mirada penetrante y agresiva. Su manera de hablar, agitada e inquieta, resultaba muy desagradable.

—¡Vaya! ¿Así que es ese el calculador? Observó subrayando sus palabras con un tono de desdén. ¡Qué buena fe tienes, querido Iezid! ¿Y vas a permitir que un mendigo cualquiera se acerque y dirija la palabra a la bella Telassim? ¡Es lo que faltaba! ¡Por Allah! ¡Mira que eres ingenuo!

Y prorrumpió en una injuriosa carcajada.

Aquella grosería me indignó y me dieron ganas de acabar a puñetazos con la descortesía de aquel atrevido. Beremiz, sin embargo, no perdió la calma. Era incluso posible que el calculador descubriera en aquel momento, en las palabras insultantes que acababa de oír, nuevos elementos para hacer cálculos y resolver problemas.

El poeta, molesto por la actitud poco delicada de su amigo, dijo:

—Perdona, Calculador, el juicio precipitado de mi primo el—hadj Tara-Tir. El no conoce y, por tanto, no puede valorar debidamente, tu capacidad matemática, y está más preocupado ue cualquier otro por el futuro de Telassim.

El joven exclamó:

—¡Pues claro que no conozco los talentos matemáticos de este extranjero! No me importa en absoluto saber cuántos camellos pasan por Bagdad en busca de sombra y alfalfa, replicó el iracundo Tara-Tir con aire desdeñoso y sonriendo torvamente.

Y luego, hablando de prisa, atropellándose las palabras, continuó:

—Puedo probar en pocos minutos, querido primo, que estás completamente equivocado con respecto a la capacidad de este aventurero. Si me lo permites, voy a acabar con su ciencia fundamentada en dos o tres banalidades que oí a un maestro de Mosul.

—¡Claro que sí!, ¿por qué no ha de permitírtelo?, consistió Iezid. Ahora mismo puedes interrogar a nuestro Calculador y plantearle el problema que se te ocurra.

—¿Problemas? ¿Para qué? ¿Quieres confrontar la ciencia que aúlla?, exclamó groseramente. Te aseguro que no va a ser necesario inventar ningún problema para desenmascarar al sufista ignorante. Llegaré al resultado que pretendo sin necesidad de fatigar la memoria, y mucho antes de lo que piensas.

Y señalando hacia la gran pajarera interpeló a Beremiz clavando en él sus ojos menudos que destelleaban con fuerza inexorable y fría.

—¡Respóndeme, “Calculador del Anade”. ¿Cuántos pájaros hay en esa pajarera?

Beremiz Samir se cruzó de brazos y se puso a observar con viva atención el vivero indicado. Sería prueba de locura –pensé yo— intentar contar los pájaros que revoloteaban inquietos por la jaula, saltando con increíble ligereza de una percha a otra.

Se hizo un silencio expectante.

Al cabo de unos segundos, el calculador se volvió hacia el generoso Iezid y le dijo:

—Os ruego, ¡oh jeque!, que mandéis soltar inmediatamente a tres de esos pájaros cautivos; será así más sencillo y agradable para mí anunciar el número total…

Aquella petición tenía todo el aire de un disparate. Es lógico que quien sea capaz de contar cierto número podrá contarlo también con tres unidades más.

Iezid, intrigadísimo con la inesperada petición del Calculador, hizo venir al encargado de la pajarera y dio orden de que fuera atendida la petición de Beremiz. Liberados de la prisión, tres lindos colibríes volaron raudos hacia el cielo.

—Ahora hay en esta pajarera, declaró Beremiz en tono pausado, cuatrocientos noventa y seis pájaros.

—¡Admirable!, exclamó Iezid con entusiasmo. ¡La cifra exacta! ¡Y Tara-Tir lo sabe! Yo se lo dije: medio millar exacto había en mi colección. Ahora, libres los tres que soltamos y un ruiseñor que mandé a Moscú, quedan 496…

—Acertó por casualidad, refunfuñó Tara-Tir con gesto de rencor.

El poeta Iezid, instigado por la curiosidad, le preguntó a Beremiz:

—¿Puedes decirme, amigo, por qué preferiste contar 496, cuando tan sencillo eran sumar 496 + 3, o decir simplemente 489?

—Te lo explicaré ¡oh jeque!, respondió con orgullo Beremiz. Los matemáticos procuran siempre dar preferencia a los números notables y evitar resultados inexpresivos o vulgares. Pero entre el 499 y el 496 no hay duda posible. El número 496 es un número perfecto y debe merecer toda nuestra preferencia.

—¿Y qué quiere decir un número perfecto?, preguntó el poeta. ¿En qué consiste la perfección de un número?

—Número perfecto, explicó Beremiz, es el que presenta la propiedad de ser igual a la suma de sus divisores, excluyéndose claro está, de entre ellos el propio número.

Así, por ejemplo, el número 28 presenta 5 divisores menores que 28:

1, 2, 4, 7, 14

La suma de esos divisores:

1 + 2 + 4 + 7 + 14

es precisamente igual a 28. Luego 28 pertenece a la categoría de los números perfectos.

El número 6 también es perfecto. Los divisores de 6 –menores de 6— son:

1, 2 y 3

cuya suma es 6.

Al lado del 6 y del 28 puede figurar el 496 que es también, como ya dije, un número perfecto.

El rencoroso Tara-Tir sin querer oír las nuevas explicaciones de Beremiz, se despidió del jeque Iezid y se retiró mascullando con ira, pues no había sido pequeña su derrota ante la pericia del Calculador. Al pasar ante mí me miró de soslayo con aire de soberano desprecio.

—Te ruego, ¡oh calculador!, se disculpó una vez más el noble Iezid, que no te sientas ofendido por las palabras de mi primo Tara-Tir. Es un hombre de temperamento exaltado y desde que asumió la dirección de las minas de sal, en Al—Derid, se ha vuelto irascible y violento. Ya sufrió cinco atentados y varias agresiones de esclavos.

Era evidente que el inteligente Beremiz no quería causar molestias al jeque. y respondió, lleno de mansedumbre y bondad:

—Si deseamos vivir en paz con el prójimo tenemos que refrenar nuestra ira y cultivar la mansedumbre. Cuando me siento herido por la injuria, procuro seguir el sabio precepto de Salomón:

El necio al punto descubre su cólera;

el sensato sabe disimular su afrenta.

Jamás podré olvidar las enseñanzas de mi bondadoso padre. Siempre que me veía exaltado y deseoso de venganza, me decía:

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