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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (32 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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Mi amiga y colega Isabelle Rapin había visto a José años atrás, cuando lo llevaron con «ataques incurables» a la clínica neurológica infantil… y ella, con su gran experiencia, consideró, sin una sola duda, que José era «autista». La doctora Rapin había escrito lo siguiente sobre el autismo en general:

Un número reducido de niños autistas son sumamente eficientes descodificando lenguaje escrito y llegan a ser hiperléxicos o a obsesionarse con los números… La extraordinaria habilidad de algunos niños autistas para resolver rompecabezas, desmontar juguetes mecánicos o descifrar textos escritos quizás refleje las consecuencias de que la atención y el aprendizaje se centren extraordinariamente en tareas espaciales-visuales no verbales hasta el punto de excluir, o quizás por ello, la falta de exigencia de habilidades verbales de aprendizaje. (1982, págs. 146-50)

Lorna Selfe, en su asombroso libro Nadia (1978) hace comentarios bastante parecidos, refiriéndose concretamente al dibujo. Todas las exhibiciones y habilidades de autistas o de
sabios idiotas
se basaban al parecer, según dedujo la doctora Selfe de la literatura relacionada, exclusivamente en el cálculo y en la memoria, nunca en algo imaginativo o personal. Y si los niños autistas sabían dibujar (algo que se creía sucedía con muy poca frecuencia) sus dibujos eran también meramente mecánicos. «Islas aisladas de eficiencia» y «habilidades fragmentarias», así se las denomina en la literatura científica. No se acepta una personalidad individual, y no digamos ya creadora.

Qué era José, entonces, hube de preguntarme. ¿Qué clase de ser? ¿Qué pasaba dentro de él? ¿Cómo había llegado al estado en que se hallaba? ¿Y qué estado era aquél… y podría hacerse algo?

La información disponible me ayudó y me desconcertó al mismo tiempo; la masa de «datos» acumulada desde la primera manifestación de su extraña enfermedad, su «estado». Tuve a mi disposición una extensa ficha que contenía las primeras descripciones de su enfermedad original: una fiebre muy alta a los ocho años, acompañada de la aparición de ataques incesantes, y luego continuos, y la rápida aparición de una condición de lesión cerebral o autista. (Había habido dudas desde el principio respecto a lo que pasaba exactamente.)

Durante el estadio agudo de la enfermedad el fluido espinal había sido anormal. El criterio unánime era que probablemente hubiese padecido un tipo de encefalitits. Los ataques eran de varios tipos distintos:
petit mal
,
grand mal
, «acinéticos» y «psicomotores», siendo estos últimos de un tipo excepcionalmente complejo.

Los ataques psicomotores pueden ir acompañados también de violencia y pasión súbitas, y de la aparición de estados de conducta peculiares, incluso entre un ataque y otro (la llamada personalidad psicomotora). Se relacionan invariablemente con trastornos, o lesiones en los lóbulos temporales, y en el caso de José numerosos electroencefalogramas habían demostrado que había un trastorno grave de lóbulo temporal, tanto en el izquierdo como en el derecho.

Los lóbulos temporales están relacionados también con la capacidad auditiva y, concretamente, con la percepción y la formación del lenguaje. La doctora Rapin no sólo había considerado a José «autista», sino que se había preguntado si un trastorno del lóbulo temporal no habría provocado una «agnosia verbal auditiva», una incapacidad para identificar sonidos verbales que alteraba su capacidad para utilizar o entender la palabra hablada. Porque lo más sorprendente, aunque había de interpretarse (y se ofrecieron interpretaciones psiquiátricas y neurológicas), era la pérdida o regresión del lenguaje, de manera que José, previamente «normal» (o así lo afirmaban al menos sus padres), se hizo «mudo», y dejó de hablar a los demás cuando se puso enfermo.

Al parecer había una capacidad que se conservaba… que quizás de un modo compensatorio estaba potenciada: un vigor y una pasión insólitos en relación con el dibujo, que se habían hecho evidentes desde la infancia y que parecían en cierta medida algo hereditario y familiar, pues a su padre siempre le había gustado dibujar y su hermano mayor (mucho mayor) era un artista de éxito. Con la aparición de la enfermedad; con aquellos ataques que parecían incurables (podía tener veinte o treinta grandes convulsiones al día, e innumerables «ataques pequeños», caídas, «lagunas» o «estados de ensueño»); con la pérdida del lenguaje y con su «regresión» intelectual y emotiva general, José se halló en una situación extraña y trágica. Tuvo que dejar de asistir a la escuela, aunque durante algún tiempo le pusieron un profesor particular, y volvió de forma permanente a la familia, como un niño retrasado «de jornada completa», epiléptico, autista, quizás afásico. Se le consideró ineducable, incurable y, en términos generales, un caso perdido. A los nueve años se le marginó de la escuela, de la sociedad, de casi todo lo que debía ser la «realidad» para un niño normal.

Durante quince años apenas si salió de su casa, en principio debido a los «ataques incurables», su madre decía que no se atrevía a sacarle porque tendría veinte o treinta ataques en la calle todos los días. Probaron a administrarle anticonvulsivos de todo tipo, pero su epilepsia parecía «incurable»: al menos ésta era la opinión firme que figuraba en su historial. Tenía hermanos y hermanas mayores, pero era, con mucha diferencia de edad, el más pequeño, el «bebé grande» de una mujer que se aproximaba a los cincuenta.

Disponemos de muy poca información sobre estos años intermedios. Lo cierto es que José desapareció del mundo, quedó «perdido para el tratamiento complementario», no sólo desde el punto de vista médico sino desde el punto de vista general, y podría haber seguido perdido para siempre, encerrado y convulso en su habitación del sótano si no hubiese «explotado» de forma violenta en fecha muy reciente y le hubiesen llevado por primera vez al hospital. No carecía completamente de vida interior allí en el sótano. Mostraba verdadera pasión por las revistas con muchas imágenes, sobre todo de historia natural, del tipo
National Geographic
, y cuando podía, entre ataque y ataque, buscaba lápices y dibujaba lo que veía.

Estos dibujos quizás fuesen su único vínculo con el mundo exterior, y especialmente el mundo de los animales y de las plantas, de la naturaleza, que tanto le entusiasmaba de niño, sobre todo cuando salía a dibujar con su padre. Esto, y sólo esto, le era permitido conservar, era el único vínculo que le quedaba con la realidad.

Ésta era pues la historia que recibí, o, más bien, que estructuré a partir de su ficha o fichas, de unos documentos tan notables por lo que no contenían como por lo que contenían… La documentación, en fin, salvo la pequeña «laguna» de quince años, de una asistenta social que había visitado la casa, se había interesado por él, pero no había podido hacer nada; y de sus padres, ancianos ya y enfermos, también. Pero nada de esto habría salido a la luz si no se hubiese producido un arrebato de violencia súbito, sin precedentes y aterrador (un arrebato en el que se rompieron objetos) que condujo a José a un hospital del Estado por primera vez.

No estaba claro ni mucho menos qué había provocado este arrebato, si había sido un brote de violencia epiléptica (como los que se dan, muy excepcionalmente, en ataques del lóbulo temporal muy graves), si se trataba, en los términos simplistas de su ficha de ingreso, simplemente de «una psicosis», o si constituía una petición de ayuda desesperada, final, de un alma torturada que estaba muda y no tenía ningún medio directo de expresar sus problemas, sus necesidades.

Lo que estaba claro era que el ingreso en el hospital y el que se «controlasen» sus ataques mediante nuevas y potentes drogas por primera vez, le otorgó cierto espacio y cierta libertad, un «desahogo», fisiológico y psicológico a la vez, algo que no había experimentado desde los ocho años.

Los hospitales, los hospitales del Estado, suelen considerarse «instituciones totales» en el sentido de Ervin Goffman, orientadas principalmente a la degradación de los pacientes. No hay duda de que es así, y en una escala enorme. Pero pueden ser también «asilos» en el mejor sentido del término, un sentido que quizás Goffman apenas tuvo en cuenta: lugares que proporcionen refugio al alma atribulada y a la deriva, que le proporcionen justamente esa mezcla de orden y libertad que tanto necesita. José había padecido confusión y caos (en parte epilepsia orgánica, en parte el propio trastorno de su vida) y de confinamiento y cautiverio también, existencial y epiléptico a la vez. El hospital le hizo bien, quizás le salvó la vida, en aquel punto de su existencia, y no hay duda de que él por su parte se daba perfecta cuenta de ello.

Súbitamente también, tras la cerrazón moral, la intimidad febril de su casa, pasó a encontrarse con otros, encontró un mundo, «profesional» e interesado a la vez: distanciado, acrítico, sin criterios morales, sin acusaciones, pero al mismo tiempo con un sentimiento real tanto respecto a él como respecto a sus problemas. En este punto, en consecuencia (llevaba ya en el hospital cuatro semanas), empezó a tener esperanzas; a sentirse más animado, a recurrir a otros que era algo que nunca había hecho… al menos desde la aparición del autismo cuando tenía ocho años.

Pero la esperanza, el recurrir a otros, la interacción, era algo «prohibido» y también, sin duda, aterradoramente complicado y «peligroso». José había vivido quince años en un mundo protegido y cerrado, en lo que Bruno Bettelheim llama en su libro sobre el autismo la «fortaleza vacía».

Pero para él no estaba, no había estado nunca, vacía del todo; siempre había sentido aquel amor por la naturaleza, por los animales y las plantas. Esta parte de él, esta puerta, había permanecido abierta siempre. Pero ahora surgía la tentación y la presión para «interactuar», presión que a menudo era excesiva, que llegaba demasiado pronto. Y precisamente en ese período José «recayó», volvió de nuevo, como buscando tranquilidad y seguridad, al aislamiento, a los movimientos de balanceo, que había manifestado en un principio.

La tercera vez que vi a José no le hice traer a la clínica: subí, sin avisar, al pabellón de admisión. Estaba allí sentado, balanceándose, en la aterradora sala de día, la expresión hermética, los ojos cerrados, una imagen de regresión. Sentí un desasosiego de horror, cuando le vi así, pues me había imaginado la posibilidad, me había permitido la idea, de «una recuperación firme y continuada». Hube de ver a José en un estado regresivo (y habría de verlo una y otra vez) para entender que para él no habría un simple «despertar», sino un camino cargado de una atmósfera de peligro, de amenaza doble, aterrador además de emocionante… porque José había llegado a amar los barrotes de su cárcel.

En cuanto le llamé se incorporó de un salto y, ávido, ansioso, me siguió a la sala de arte. Saqué una vez más una buena pluma del bolsillo, pues parecía sentir aversión por las tizas, que era lo único que utilizaban en el pabellón.

—Ese pez que dibujaste —lo indiqué con un gesto en el aire, pues no sabía hasta qué punto podía entender mis palabras— aquel pez, ¿eres capaz de recordarlo, podrías dibujarlo otra vez?

Él asintió ávidamente y me quitó la pluma de la mano. Hacía tres semanas que no la veía. ¿Qué dibujaría ahora?

Cerró los ojos un momento (¿conjurando una imagen?) y luego dibujó. Seguía siendo una trucha, con manchas irisadas, aletas flequeadas y cola ahorquillada, pero, esta vez, con rasgos egregiamente humanos, un extraño ollar (¿qué pez tiene ollares?) y un par de carnosos labios humanos.Estuve a punto de cogerle la pluma, pero, no, no había terminado. ¿En qué pensaba? La imagen estaba completa. La imagen quizás, pero la escena no. Antes el pez existía (como un icono) aislado: ahora iba a convertirse en parte de un mundo, de una escena. Rápidamente dibujó un pez pequeño, un compañero, entrando en el agua, cabrioleando, claramente jugando. Y luego fue surgiendo la superficie del agua, elevándose en una súbita ola tumultuosa. Al dibujar la ola se excitó mucho y emitió un grito extraño, misterioso.

Yo no pude evitar la sensación, quizás un tanto facilona, de que aquel dibujo era simbólico, el pez pequeño y el pez grande, ¿quizás él y yo?, pero lo más importante, y lo más emocionante, era la representación espontánea, el impulso, que no era sugerencia mía, que partía enteramente de él, de introducir aquel elemento nuevo… una interacción viva en lo que dibujaba. La interacción había estado ausente en sus dibujos y en su vida hasta entonces. Ahora, aunque sólo como un juego, como un símbolo, se le permitía volver. ¿O no? ¿Qué era aquella ola furiosa, vengadora? Lo mejor era volver a terreno firme, pensé; basta de asociación libre. Había visto capacidad, pero había visto también, y percibido, peligro. Había que volver a la Madre Naturaleza, segura, edénica, de antes de la caída.

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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