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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (29 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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—¿Y por qué murmuraron ustedes «37» y lo repitieron tres veces? — pregunté a los Gemelos.

—37, 37, 37, 111 —dijeron al unísono.

Y esto me pareció aun más desconcertante, si cabe. El que viesen 111 (la «111-idad») en un relampagueo era extraordinario, pero quizás no más extraordinario que el «sol sostenido» de Oakley, una especie de «tono absoluto», como si dijésemos, para los números. Pero luego habían pasado a descomponer en factores el número 111: sin disponer de ningún método, sin «saber» siquiera (del modo ordinario) lo que eran factores. ¿No había comprobado yo que eran incapaces de los cálculos más simples y que no «entendían» (o no parecían entender) qué era multiplicar o dividir? Y, sin embargo, ahora, de una forma espontánea, habían dividido un número compuesto en tres partes iguales.

—¿Cómo hicieron ustedes eso? — dije, con cierta ansiedad.

Ellos indicaron, lo mejor que pudieron, en términos pobres e insuficientes (pero quizás no haya palabras que correspondan a tales cosas) que ellos no lo habían «hecho», que sólo lo habían «visto» en un relampagueo. John hizo un gesto con dos dedos extendidos y el pulgar, lo que parecía indicar, que habían triseccionado el número espontáneamente, o que éste se había «disgregado» por decisión propia, en aquellas tres partes iguales por una especie de «fisión» numérica espontánea. Parecía sorprenderles mi sorpresa… era como si yo
fuese
ciego en cierto sentido; y el gesto de John transmitía una sensación extraordinaria de realidad directa,
sentida
. ¿Es posible, me dije, que puedan algo así como «ver» las propiedades, no de un modo conceptual, abstracto, sino como
cualidades
sentidas, sensoriales, de una forma directa, concreta y no simplemente cualidades aisladas (como «111-idad») sino cualidades de relación…? Quizás de un modo parecido a como Sir Herbert Oakley podría haber dicho «una tercera» o «una quinta».

Yo había llegado ya a creer, por el hecho de que «viesen» sucesos y fechas, que podían retener en sus mentes, que retenían, un inmenso tapiz mnemotécnico, un paisaje enorme (o puede que infinito) en el que podía verse todo, aislado o en relación. Era aislamiento, más que un sentido de relación, lo que manifestaban predominantemente cuando desplegaban su implacable «documental» arbitrario.

Pero, ¿no podrían tales poderes prodigiosos de visualización (poderes fundamentalmente concretos y totalmente diferenciados de la conceptualización), no podrían esos poderes permitirles ver relaciones, relaciones formales, relaciones de forma, arbitrarias o significativas? Si podían ver «111-idad» de una ojeada (si podían ver toda una «constelación» entera de números), ¿no podrían «ver» también, de una ojeada (ver, reconocer, relacionar y comparar, de un modo exclusivamente sensorial y no intelectual) constelaciones y formaciones complejísimas de números? Un poder ridículo, negativo incluso. Me recordaba al «Funes» de Borges:

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra… Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla… No sé cuántas estrellas veía en el cielo.

¿Podían los Gemelos, que parecían sentir una pasión muy singular por los números y tener un especial dominio de ellos, podían estos Gemelos, que habían visto de una ojeada la «111-idad», ver quizás en su pensamiento una «parra» numérica, con todas las hojas-números, los zarcillos-números, frutos-números, que la componían? Un pensamiento extraño, quizás absurdo, casi imposible… pero lo que ellos me habían demostrado era también tan extraño como para resultar prácticamente incomprensible. Y se trataba, por lo que ya sabía, de sólo un levísimo indicio de lo que eran capaces de hacer.

Pensé en el asunto, pero era algo que daba muy poco de sí. Y luego lo olvidé. Lo olvidé hasta una segunda escena espontánea, una escena mágica, en la que me vi envuelto, absolutamente por casualidad.

Esta segunda vez estaban sentados los dos en un rincón, sonrientes, una sonrisa confidencial y misteriosa, una sonrisa que yo no les había visto nunca, gozando de la extraña paz y el extraño placer del que parecían disfrutar. Me acerqué silenciosamente para no molestarlos. Parecían encerrados en un singular diálogo puramente numérico. John decía un número, un número de seis cifras. Michael escuchaba el número, asentía, sonreía y parecía saborearlo. Luego él decía a su vez otro número de seis cifras, y entonces era John el que escuchaba y lo consideraba muy detenidamente. Al principio parecían dos entendidos en vinos que estuviesen saboreando caldos diversos, compartiendo sabores exóticos, valoraciones exóticas. Me senté allí en silencio, sin que me viesen, hipnotizado, desconcertado.

¿Qué estaban haciendo? ¿Qué demonios pasaba? No podía sacar ninguna conclusión. Quizás se tratase de algún juego, pero había una seriedad y una concentración, una especie de profundidad serena y meditativa y casi sagrada, que yo no había visto jamás en un juego ordinario, y que desde luego no había visto nunca en los Gemelos, normalmente excitados y distraídos. Me limité a anotar los números que iban diciendo, aquellos números que evidentemente les proporcionaban tanto gozo y que ellos «contemplaban», saboreaban, compartían en comunión.

¿Tenían los números algún significado, me pregunté mientras iba en el coche camino de casa, tenían algún sentido «real» o universal, o (si es que tenían alguno) era este sentido un sentido meramente privado o caprichoso, como los «lenguajes» secretos ridículos que se inventan a veces hermanos y hermanas para hablar entre ellos? Y, allí, en el coche camino de casa, me acordé de los gemelos de Luria (Liosha y Yura), gemelos idénticos con lesión cerebral y deficiencias de lenguaje, y recordé que jugaban y hablaban entre ellos en un idioma primitivo, una especie de galimatías privado (Luria y Yudovich 1959). John y Michael ni siquiera utilizaban palabras o semipalabras, se limitaban a lanzarse números el uno al otro. ¿Se trataba, quizás, de números «borgesianos» o «funesianos», meras vides numéricas, o crines de potros, o constelaciones, formas-números privadas, una especie de argot que sólo los Gemelos conocían?

En cuanto llegué a casa busqué tablas de potencias, factores, logaritmos y números primos, recuerdos y reliquias de un periodo extraño y aislado de mi propia infancia en que yo también fui una especie de rumiador de números, un «vidente» numérico, y sentí una pasión extraña por los números. Yo ya tenía una hipótesis y con esas tablas pude confirmarla.
Todos los números, los números de seis cifras, que los gemelos se habían intercambiado eran primos,
es decir, números que no podían dividirse por más enteros que por sí mismos y por la unidad. ¿Habían acaso los gemelos visto o tenido por alguna razón un libro como el mío, o estaban, de algún modo inconcebible «viendo», por sí solos, números primos, de forma parecida a cómo habían «visto» la 111-idad, o la triple 37-idad? Desde luego no podían calcularlos… eran absolutamente incapaces de calcular.

Volví al pabellón al día siguiente, llevaba conmigo el valioso libro de números primos. Les encontré encerrados en su comunión numérica, como la vez anterior, pero ésta, sin decir nada, me uní tranquilamente a ellos. Al principio mostraron un cierto recelo, pero al ver que no los interrumpía reanudaron su «juego» de primos de seis cifras. Al cabo de unos minutos decidí incorporarme al juego, aventuré un número, un primo de ocho cifras. Se giraron los dos hacia mí, luego se quedaron de pronto silenciosos e inmóviles, con una expresión de concentración profunda y puede que de asombro. Hubo una larga pausa (jamás los había visto hacer una pausa tan larga, debió durar medio minuto o más) y luego súbita y simultáneamente sonrieron los dos.

Habían visto de pronto, tras un proceso interno incomprensible, que mi número de ocho cifras era un número primo… y esto les produjo claramente una gran alegría, una alegría doble; primero porque yo había introducido un elemento de juego nuevo y divertido, un número primo de un orden con el que no se habían encontrado hasta entonces; y, segundo, porque era evidente que yo me había dado cuenta de lo que estaban haciendo, me había gustado, me había causado admiración, y me había unido yo también al juego.

Se apartaron un poco, para dejarme sitio; un nuevo jugador, un tercero en su mundo. Después John, que era el que llevaba siempre la iniciativa, se pasó un buen rato pensando (debieron ser lo menos cinco minutos, aunque yo no me atreví a moverme y apenas respiraba) y luego dijo un número de nueve cifras; y tras un período similar de tiempo su hermano gemelo, Michael, respondió con otra cifra semejante, luego yo, por mi parte, tras un vistazo subrepticio al libro, añadí mi propia aportación, un tanto deshonesta. Un número primo de diez cifras que busqué en el libro.

Volvieron a quedarse callados, un rato aun mayor, inmóviles, atónitos; y luego John, tras una prodigiosa contemplación interior, formuló un número de doce cifras. Yo no tenía ningún medio de comprobarlo, y no pude responder, porque mi libro (que, que yo supiese, era único en su género) no sobrepasaba los primos de diez cifras. Pero Michael sí, aunque debió tardar cinco minutos… y al cabo de una hora, los Gemelos estaban intercambiando primos de veinte cifras, o yo supongo al menos que eso eran, ya que no tenía ningún medio de comprobarlo. Ni siquiera había un medio fácil de hacerlo, en 1966, a menos que pudiese uno recurrir a un ordenador potente. E incluso en ese caso habría sido difícil, porque si uno no utiliza la criba de Eratóstenes, o a algún otro algoritmo, no hay ningún método sencillo de calcular números primos.
No existe ningún método simple para calcular números primos de este orden… y sin embargo los Gemelos estaban haciéndolo
. (Pero ver la postdata.)

Pensé de nuevo en Dase, sobre el que había leído años antes en un libro encantador,
Human Personality
(1903), de F. W. H. Myers.

Sabemos que Dase (quizás el prodigio de este tipo de más éxito) adolecía de una notoria carencia de capacidad matemática… Sin embargo, a los doce años, hacía tablas de factores y de números primos hasta el séptimo orden y casi los ocho millones completos… una tarea que pocos hombres podrían haber realizado sin ayuda mecánica en el tiempo correspondiente a una vida ordinaria.

Puede considerárselo en consecuencia, concluye Myers, como el único hombre que logró hacer un valioso servicio a las matemáticas sin haber hecho estudios superiores.

Lo que Myers no aclara, y que quizás no estuviese claro, es si Dase tenía algún método para componer las tablas, o si, como parecían indicar sus experimentos de «visión de números» simples, «veía» de algún modo estos números primos de muchas cifras lo mismo que hacían, al parecer, los Gemelos.

Mientras los observaba, discretamente (era fácil, porque tenía un despacho en el pabellón donde estaban ingresados), los vi practicar muchísimos tipos de juegos numéricos, los vi establecer de muchos otros modos aquella comunión numérica cuya naturaleza no era capaz de determinar, ni de vislumbrar siquiera.

Pero parece probable, o seguro, que utilicen cualidades o propiedades «reales», porque lo arbitrario, por ejemplo números al azar, no les proporciona placer alguno, o muy poco. Está claro que tiene que haber sentido en sus números… del mismo modo, quizás, que un músico necesita armonía. La verdad es que los comparo muchas veces sin darme cuenta con los músicos… o con Martin (capítulo veintidós) un retrasado también, que captaba en la serena y majestuosa estructura arquitectónica de Bach una manifestación sensible de la armonía básica y del orden del mundo, totalmente inaccesibles a él desde el punto de vista conceptual, por sus limitaciones intelectuales.

«Todo el que está armónicamente integrado», escribe Sir Thomas Brown, «goza con la armonía… y con la contemplación honda del Primer Compositor. Hay en ello algo divino que sobrepasa lo que el oído descubre; es una oculta lección jeroglífica del total del mundo… un arrebato sensorial de esa armonía que resuena intelectualmente en los oídos de Dios… El alma… es armónica, y tiene su afinidad más íntima con la música».

Richard Wollheim establece en
The Thread of Life
(1984) una distinción absoluta entre cálculos y lo que él llama estados mentales icónicos, y sale al paso de una posible objeción a esta distinción:

Alguien podría poner en duda el hecho de que todos los cálculos son no icónicos basándose en que, cuando calcula, a veces, lo hace visualizando el cálculo en una página. Pero esto no es un contra-ejemplo. Porque lo representado en tales casos no es el cálculo en sí, sino una representación de él; lo que se calcula son
números
, pero lo que se visualiza son
cifras
, que representan números.

Leibniz, por otra parte, establece una tentadora analogía entre los números y la música: «El placer que nos proporciona la música viene de contar, pero de contar inconscientemente. La música no es más que aritmética inconsciente».

¿Cuál es la situación, en la medida en que podemos determinarlo, en el caso de los Gemelos y quizás de otros más? Ernst Toch, el compositor (me lo explica su nieto Lawrence Weschler) podía retener fácilmente tras su simple audición una serie muy larga de números; pero lo hacía «convirtiendo» la serie de números en una melodía (una melodía que componía él mismo, y que «correspondía» a los números). Jedediah Buxton, un calculador lento pero tenaz que sentía una auténtica pasión, patológica incluso, por calcular y por contar (se ponía, según decía él, «borracho de cálculos»), «convertía» la música y el teatro en números. «Durante el baile», según una referencia contemporánea, de 1754, «fijaba la atención en el número de pasos; después de una magnífica pieza de música afirmó que los innumerables sonidos producidos por la música le habían dejado completamente desconcertado, y sólo escuchó al señor Garrick para contar las palabras que pronunció en lo cual dijo que alcanzó un éxito completo».

Tenemos aquí un par de ejemplos magníficos aunque extremos: el músico que convierte números en música y el calculador que convierte la música en números. Difícilmente podríamos tener, creo yo, dos mentalidades más opuestas o, al menos, dos modos de pensar más opuestos
[3]
.

Yo creo que los Gemelos, que tienen una «sensibilidad» extraordinaria para los números, aunque sean incapaces de calcular, se alinean en este aspecto no con Buxton sino con Toch. Excepto por el hecho (y es algo que nos resulta difícil de concebir a las personas normales) de que no «convierten» los números en música, sino que realmente los sienten, en sí mismos, como «formas», como «tonos», como las formas multitudinarias que componen la naturaleza misma. No son calculadores, y su enfoque de los números es «icónico», conjuran extrañas escenas de números, habitan entre ellas; vagan libremente por grandes paisajes de números; crean, dramatúrgicamente, todo un mundo constituido por números. Tienen, en mi opinión, una imaginación singularísima… y una de sus singularidades, y no la menor, es que esa imaginación puede imaginar sólo números. No parecen «operar» con números, no-icónicamente, como hace un calculador; ellos los «ven», directamente, como un enorme paisaje natural.

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