El hombre que sabía demasiado (19 page)

Read El hombre que sabía demasiado Online

Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: El hombre que sabía demasiado
4.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por lo que he oído, Sir Isaac, es usted también el último en acostarse —se interpuso Fisher—. Debe de conformarse usted con muy poco sueño.

—Nunca he gozado de mucho tiempo para dormir —contestó Hook—, y esta noche, de todas formas, tendré que acostarme el último. El Primer Ministro me ha dicho que desea charlar un rato. Así que, teniendo en cuenta todo eso, creo que haríamos mejor en ir a vestirnos para la cena.

Aquel atardecer, la cena transcurrió sin una sola palabra de política y poco más que las fórmulas de rigor. El Primer Ministro, Lord Merivale, un hombre alto y delgado de cabello rizado y gris, adoptó para con su anfitrión una seria cortesía en relación con su éxito como pescador y con la destreza y paciencia que había demostrado durante todo aquel día. La conversación fluyó como las aguas poco profundas del arroyo al atravesar las losas de piedra del puente.

—Sin lugar a dudas, se requiere paciencia para acechar a los peces —dijo Sir Isaac—. Y también destreza para atraparlos. Pero por lo general suelo tener, ante todo, mucha suerte con ellos.

—¿Alguna vez le ha roto un pez el sedal y, a continuación, se le ha escapado? —preguntó el político con respetuoso interés.

—No, debido al tipo de sedal que utilizo —respondió Hook pleno de satisfacción—. Por algo me he especializado en aparejos. De tener el pez la fuerza suficiente para romperlo, la tendría también para arrastrarme con él al río.

—Una gran pérdida para la sociedad —dijo el Primer Ministro haciendo una reverencia.

Fisher, quien había estado escuchando todas estas banalidades mientras la impaciencia le reconcomía por dentro a la espera de su propia oportunidad, se puso en pie de un salto con una presteza que rara vez mostraba cuando su anfitrión se levantó. Se las compuso para dirigirse en un aparte a Lord Merivale antes de que Sir Isaac se lo llevase consigo para mantener una última entrevista. Tenía tan sólo unas pocas palabras que dirigirle, pero no quería dejar pasar la oportunidad de decírselas.

Mientras le abría la puerta al Primer Ministro, le dijo a éste en voz baja:

—He visto a Montmirail. Me ha dicho que a menos que elevemos de inmediato una protesta a favor de Dinamarca, Suecia se hará con el poder de los puertos.

Lord Merivale asintió con la cabeza.

—Precisamente ahora voy a oír lo que Hook tiene que decir con respecto a eso —dijo.

—Me imagino —dijo Fisher con sonrisa desvaída— que no cabe la menor duda acerca de lo que va a decir.

Merivale no respondió, sino que se dirigió con paso desganado pero majestuoso hacia la biblioteca, a cuyo interior su anfitrión le había ya precedido. El resto de los presentes enfiló despreocupadamente el camino que conducía a la sala de billares mientras Fisher se limitaba a observarle al abogado:

—No tardarán mucho. Todos sabemos que los dos están prácticamente de acuerdo.

—Hook apoya completamente al Primer Ministro —asintió Harker.

—O el Primer Ministro apoya completamente a Hook —apuntó Horne Fisher, dicho lo cual comenzó a golpear perezosamente las bolas de la mesa de billar.

Siguiendo su reprochable costumbre, Horne Fisher bajó a la mañana siguiente tarde, sin ninguna prisa y dando evidentes muestras de una total falta de deseos de atrapar gusanos. En cuanto al resto de los invitados, éstos parecían sentir el mismo desinterés, por lo que, uno tras otro, conforme se iban levantando, habían ido sirviéndose el desayuno tomándolo directamente de la despensa durante las horas previas a la comida. Fue, por tanto, no mucho más tarde cuando recibieron la primera sorpresa de aquel extraño día. Llegó en la forma de un joven de cabello claro y expresión ingenua que apareció remando río abajo y acabó pisando tierra en el embarcadero. Se trataba, en efecto, de nada menos que Harold March, el periodista amigo de Mr. Fisher, cuyo viaje había comenzado muy lejos río arriba durante las primeras horas de aquel mismo día. Llegó entrada ya la tarde, tras haber realizado una sola parada para el té en un pueblo a orillas del río, razón por la cual le asomaba por el bolsillo un periódico vespertino de color rosado. Sin llegar a sospecharlo, cayó sobre el jardín situado junto al río como un tranquilo y bien educado rayo de tormenta.

El primer intercambio de saludos y presentaciones fue de lo más corriente, consistiendo principalmente en una inevitable reiteración de excusas por la ausencia del excéntrico anfitrión. Naturalmente, había vuelto a ir de pesca y no se le debía molestar hasta la hora indicada aunque estuviera sentado a un tiro de piedra de donde ellos se hallaban.

—Debe usted comprender que es su único pasatiempo —dijo Harker a manera de disculpa—. Y, después de todo, está en su propia casa. No obstante, resulta una persona muy hospitalaria en otros aspectos.

—Mucho me temo —dijo Fisher en voz más baja— que se está convirtiendo más en una manía que en un pasatiempo. Sé muy bien qué es lo que ocurre cuando un hombre de su edad comienza a coleccionar cosas, aunque sólo sean esos hediondos pececillos del río. Quizá recuerden ustedes al tío de Talbot y sus palillos de dientes, o al pobre y viejo Buzzy y sus restos de ceniza de puro. Hook ha llegado a hacer una buena cantidad de cosas importantes en su época, como el papel que desempeñó en la industria maderera de Suecia o en la conferencia de paz de Chicago, pero dudo mucho que ahora se interese más en cualquiera de esas grandes cuestiones de lo que se interesa en esos pececillos.

—Oh, vamos, vamos —protestó el Fiscal de la Corona—. Va usted a hacer que Mr. March piense que ha venido a visitar a un chalado. Créame a mí: Hook lo hace sólo por diversión, como podría practicar cualquier otro deporte. Lo que ocurre es que es de los que se divierten de una manera más bien lamentable. Pero apuesto cualquier cosa a que si de pronto apareciesen noticias de importancia relacionadas con el pescado o con los buques de la flota, al momento dejaría a un lado su diversión.

—Pues a mí me sorprendería mucho que así fuese —dijo Horne Fisher mirando de manera soñolienta hacia la isla del río.

—A propósito, ¿qué noticias hay por ahí? —preguntó Harker a Harold March—. Veo que lleva usted un periódico encima, uno de esos panfletos de la tarde tan emprendedores que siempre salen por la mañana.

—Aparece el comienzo del discurso de Lord Merivale en Birmingham —contestó March entregándole el periódico—. No es más que un párrafo, pero a mí me parece bastante bueno.

Harker tomó el periódico, lo agitó y lo dobló para mirar las noticias de última hora. Se trataba, tal y como March había dicho, de tan sólo un párrafo, pero un párrafo que resultó tener un efecto muy peculiar sobre Sir John Harker. Su arrugado ceño se elevó con un gesto de sorpresa y sus ojos parpadearon, quedando por un momento su poderosa mandíbula completamente desencajada, lo cual, en aquel momento, y de alguna extraña manera, le hizo parecer muy viejo. Luego, recobrando la fuerza habitual de su voz y pasándole el periódico a Fisher sin acusar el más mínimo temblor, se limitó a decir:

—Muy bien, aquí tenemos una oportunidad para esa apuesta de la que hablábamos. Aquí tiene usted su gran noticia capaz de apartar al viejo de la pesca.

Horne Fisher miró el periódico, tras lo cual un cambio pareció también tener lugar sobre sus más lánguidas y menos expresivas facciones. Aquel breve párrafo iba precedido por dos o tres grandes titulares. En ellos, sus ojos leyeron: «¡Sensacional Advertencia a Suecia!» y «¡Protestaremos!».

—¿Qué demonios…? —dijo, tras lo cual sus palabras fueron apagándose hasta llegar primero a un murmullo y luego a un silbido.

—Tenemos que decírselo cuanto antes al viejo Hook o nunca nos lo perdonará —dijo Harker—. Probablemente querrá ver al Primer Ministro enseguida, aunque puede que ya sea demasiado tarde. Voy a ir a verle ahora mismo. Apuesto lo que sea a que, de una u otra manera, esto le hará olvidar sus peces.

Y, dando media vuelta, comenzó a recorrer a toda prisa la distancia que conducía, a lo largo de la margen del río, hasta el camino de losas de piedra. March, mudo de asombro debido a los efectos que había producido aquel periódico, se volvió hacia Fisher.

—¿Qué significa todo esto? —exclamó—. Siempre supuse que podríamos protestar en defensa de los puertos daneses tanto por el bien de ellos como por el nuestro propio. ¿Qué demonios es todo eso acerca de Sir Isaac y el resto de ustedes? No creerán acaso que se trata de malas noticias, ¿verdad?

—¡Malas noticias! —repitió Fisher, con una especie de suave énfasis más allá de toda descripción.

—¿Realmente son tan malas noticias? —preguntó su amigo por fin.

—¡Tan malas noticias! —repitió Fisher—. ¡Pero, hombre! ¡Son todo lo buenas que podían llegar a ser! Son grandes noticias. Son gloriosas noticias. Y lo mejor de ellas es que nos han cogido a todos por sorpresa. Es admirable. Es inestimable. Es verdaderamente increíble.

Miró nuevamente en dirección a los colores grises y verdes de la isla y el río hasta que aquella mirada suya tan melancólica se fue trasladando lentamente hasta los setos y las parcelas de césped.

—Tuve la sensación de que este jardín era como una especie de sueño —dijo—. Y supongo que en realidad debo de estar soñando. Pero lo cierto es que hay hierba que crece y aguas que corren, y que algo que había dado por imposible ha sucedido.

Al tiempo que hablaba, la oscura figura cargada de espaldas que parecía un buitre se asomó por la abertura del seto que había justo al lado de ellos.

—Ha ganado usted su apuesta —dijo Harker con una voz que sonó casi tan áspera como un graznido—. Ese viejo chalado no se interesa por nada que no sea la pesca. No sólo me ha soltado unas cuantas palabrotas sino que ha llegado a decirme que no quiere oír ni una sola palabra de política.

—Así supuse que sería —dijo Fisher con modestia—. ¿Qué va usted a hacer ahora?

—A pesar de todo, voy a utilizar el teléfono de ese viejo chiflado —contestó el abogado—. Tengo que averiguar qué es lo que ha ocurrido exactamente. Mañana mismo tengo que hablar en nombre del Gobierno.

Dicho esto, se alejó apresuradamente hacia la casa.

En el silencio que siguió después, un silencio de lo más desconcertante por lo que a March concernía, pudieron ver la pintoresca figura del Duque de Westmoreland, con su sombrero blanco y sus patillas, aproximarse a ellos a través del jardín. Instantáneamente, Fisher echó a andar a su encuentro con el periódico de color rosa en la mano mientras señalaba con unas pocas palabras el apocalíptico párrafo. El duque, quien había ido caminando despacio, se quedó completamente inmóvil y durante algunos segundos pareció un maniquí mirando la calle desde el escaparate de alguna tienda pasada de moda. Luego March pudo oír su voz, que le llegó alta y casi histérica.

—Pero él tiene que comprenderlo. Tiene que entrar en razón. No puede habérsele expuesto la cuestión correctamente.

Y luego, tras recobrar hasta cierto punto la fuerza e incluso la pomposidad de su voz, añadió:

—Iré yo mismo a decírselo.

De entre los extraños incidentes de aquella tarde, March recordaría siempre algo casi cómico en la nítida imagen de aquel anciano caballero tocado con su extraordinario sombrero blanco saltando con gran cuidado de una piedra a otra a través del río como si se encontrase cruzando por entre el tráfico de Piccadilly. Luego, cuando el hombre desapareció tras los árboles de la isla, March y Fisher se volvieron para ir a reunirse con el Fiscal de la Corona, quien salía en ese momento de la casa con un semblante en el que podía leerse una inquebrantable confianza en sí mismo.

—Todo el mundo anda diciendo —dijo— que el Primer Ministro ha realizado el discurso más grandioso de toda su vida. Hubo sonoras y prolongadas ovaciones. Todos, desde los financieros más corruptos hasta los más heroicos campesinos, coinciden. Nunca volveremos a abandonar a Dinamarca a su suerte.

Fisher asintió con la cabeza y se volvió en dirección al camino de sirga, por donde vio al duque regresar con una expresión de profundo desconcierto dibujada en el rostro. En respuesta a las preguntas que se le dirigieron, aquél dijo en un tono ronco y confidencial:

—Creo sinceramente que nuestro pobre amigo no es el mismo de siempre. Se negó a escucharme. Llegó a…, bueno…, sugerir que podía asustar a los peces.

Un oído fino hubiera podido llegar a percibir cierto murmullo relativo a un sombrero blanco que brotó de los labios de Mr. Fisher. No obstante, dicho murmullo resultó ahogado casi por completo cuando Sir John Harker exclamó con decisión:

—¡Fisher tenía toda la razón del mundo! ¡Y pensar que yo me resistí a creerle! Pero parece estar bastante claro que el viejo se encuentra, al menos por ahora, obsesionado con esta manía suya de la pesca. Si le prendieran fuego a la casa a sus espaldas, sería capaz de no mover ni un solo músculo hasta que se pusiera el sol.

Fisher, quien había proseguido su paseo hasta llegar a la parte más resguardada del camino de sirga, dirigió en aquel momento su penetrante y escrutadora mirada no hacia la isla sino hacia las lejanas cumbres boscosas que formaban las paredes del valle. El cielo de un atardecer tan despejado como el del día anterior se iba asentando sobre todo aquel sombrío paisaje, si bien hacia el oeste comenzaban ya a predominar los colores rojos sobre los dorados. Apenas se oía otra cosa que la monótona música del río. Luego llegó el sonido de una exclamación medio ahogada procedente de Horne Fisher, razón por la cual Harold March miró maravillado a su amigo.

—Habló usted de malas noticias —dijo Fisher—. Muy bien, aquí tenemos ahora noticias verdaderamente malas. Me temo que se trata de un asunto muy feo.

—¿A qué malas noticias se refiere usted? —preguntó su amigo, consciente de que había algo extraño y siniestro en el tono de su voz.

—A que el sol se ha puesto —contestó Fisher.

Tras decir esto, continuó hablando con el aire de quien es consciente de haber dicho algo fatal:

—Tenemos que conseguir que le hable alguien a quien él realmente escuche. Puede que esté loco, pero hay método en su locura. Casi siempre hay método en la locura. En realidad, ser metódico es lo que hace que los hombres enloquezcan de verdad. Y él nunca permanece allí sentado después de ponerse el sol, una vez que todo ha empezado a ponerse oscuro. ¿Dónde se encuentra su sobrino? Creo que él tiene verdadera devoción por su sobrino.

—¡Miren! —gritó March de repente—. ¡Vaya! Ahora mismo aparece por allí. Y viene precisamente en esta dirección.

Other books

Catching Jordan by Miranda Kenneally
My Bad Boy Biker by Sam Crescent
Just Another Sucker by James Hadley Chase
Thirst by Ken Kalfus
The Other Half by Sarah Rayner